– Lamento haberme mostrado tan brusca -dijo-. No vale la pena discutir ese punto hasta que dispongamos de más datos. Por ahora concentrémonos en cumplir con este cometido.
– Si esto es una cacería de gansos salvajes, al menos volamos en la dirección correcta -opinó Robbins.
Cuando se aproximaron a Medgrave, Kate redujo la velocidad al mínimo; perderían más tiempo si pasaban de largo la casa que si conducía despacio.
– Tú mira a la izquierda; yo me ocupo de la derecha. Podemos preguntar, pero preferiría no hacerlo. No quiero anunciar nuestra visita a los cuatro vientos.
No fue necesario preguntar. Antes de llegar al pueblo divisaron una bonita casa de ladrillo y tejas a unos doce metros del arcén, sobre una ligera pendiente. En la verja había un letrero de madera blanca con el nombre primorosamente pintado en letras negras: Clippety-Clop. El porche central tenía la fecha 1893 grabada en piedra en la parte superior, dos ventanas idénticas en la planta baja y otras tres en la alta. La pintura era de un blanco brillante, los cristales relucían y las losas que conducían a la entrada estaban libres de hierbajos. El lugar irradiaba una sensación de orden y comodidad. Encontraron sitio para aparcar en la calle y caminaron por el sendero particular hasta la puerta, que golpearon con una aldaba en forma de herradura. Nadie respondió.
– Tal vez haya salido -conjeturó Kate-, pero deberíamos echar un vistazo a la parte de atrás.
La llovizna había cesado y, aunque el aire aún estaba frío, el día se había despejado y al este se apreciaban desvaídos jirones azules de cielo. A la izquierda de la casa, un sendero de piedras conducía a una cancela sin llave y al jardín. Nacida y criada en la ciudad, Kate sabía poco de jardinería, aunque de inmediato cayó en la cuenta de que éste era la obra de un entusiasta. El espaciado de los árboles y los arbustos, el esmerado diseño de los macizos de flores y el cuidado huerto del fondo testimoniaban que la señorita Fawcett era una experta. La ligera elevación del terreno le proporcionaba una buena vista. El paisaje otoñal, con su abigarrada variedad de verdes, dorados y marrones, parecía extenderse hasta el infinito bajo el vasto firmamento del este de Inglaterra.
Había una mujer con un azadón en la mano inclinada sobre un arriate. Al oírlos llegar se irguió y se acercó a ellos. Era alta y con aspecto agitanado: tenía la cara bronceada y muy arrugada y una melena negra con hebras grises peinada hacia atrás y recogida, muy tirante, en la nuca. Llevaba una larga falda de lana, un delantal de arpillera con un amplio bolsillo central, toscos zapatos y guantes de jardinería. No manifestó sorpresa ni desconcierto al verlos.
Kate se presentó, le enseñó su identificación y repitió lo que había explicado a la señorita Whetstone.
– En la clínica no pudieron ayudarnos -añadió-, pero la señora Shirley Legge dijo que usted trabajaba allí hace doce años y que conocía a la señora Munroe. Encontramos su número de teléfono y la llamamos, y sin embargo no nos fue posible localizarla.
– Supongo que me hallaba al fondo del jardín. Mis amigos me aconsejan que compre un móvil, pero jamás lo haré. Son abominables. No volveré a viajar en tren hasta que pongan compartimientos donde esté prohibido usar el teléfono móvil.
A diferencia de la señorita Whetstone, no hizo preguntas. Cualquiera diría que estaba acostumbrada a recibir visitas de la policía, pensó Kate. La mujer la observó con fijeza.
– Será mejor que pasen. Veremos si puedo ayudarles.
Cruzaron un lavadero con suelo de ladrillo, un profundo fregadero de piedra bajo la ventana y estanterías y armarios empotrados en la pared opuesta. El cuarto olía a tierra húmeda y a manzanas, con un ligero tufillo a queroseno. Al parecer hacía las veces de despensa y trastero. Kate vio una caja de manzanas -en un estante-, ristras de cebollas, rollos de cuerda, cubos, una manguera enrollada alrededor de un gancho y una rejilla de la que colgaban herramientas de jardinería, todas limpias. La señorita Fawcett se quitó el delantal y las botas y, descalza, los guió hasta el salón.
En la estancia, Kate advirtió el reflejo de una vida autosuficiente y solitaria. Delante de la chimenea había un solo sillón, flanqueado por una mesita con una lámpara y otra con una pila de libros. Junto a la ventana había una mesa redonda preparada para una sola persona; las tres sillas restantes estaban contra la pared. Un gato leonado, gordo y grande como un cojín, descansaba sobre un sillón con botones en el respaldo. Al verlos entrar, alzó la fiera cabeza, los miró con indignación, saltó y se dirigió pesadamente hacia el lavadero. Kate pensó que nunca había visto un gato más feo.
La señorita Fawcett arrimó dos sillas y se acercó a un armario empotrado en un hueco, a la izquierda de la chimenea.
– No sé si les seré de mucha ayuda -admitió-. De todos modos, si a Margaret Munroe le ocurrió algo importante mientras trabajábamos en la clínica, es probable que lo haya apuntado en mi diario. Mi padre nos inculcó la costumbre de llevar un diario cuando éramos niños y yo la he mantenido. Es casi como insistir en que un niño rece antes de acostarse; cuando una adquiere el hábito en la infancia, más adelante se siente obligada a continuar, por muy desagradable que le resulte. Han dicho doce años, ¿no? Eso nos lleva a 1988.
Se sentó en el sillón situado junto a la chimenea y abrió lo que semejaba un cuaderno escolar.
– ¿Recuerda haber atendido a una tal Clara Arbuthnot mientras trabajaba en Ashcombe House? -preguntó Kate.
Si a la señorita Fawcett le sorprendió la mención a Clara Arbuthnot, no lo demostró.
– Sí, la recuerdo -respondió-. Fui la principal responsable de su cuidado desde que ingresó hasta que murió, cinco semanas después.
Sacó unas gafas del bolsillo de la falda y se puso a hojear el diario. Tardó un rato en encontrar la semana en cuestión; tal como Kate había temido, la señorita Fawcett se distrajo leyendo otras anotaciones. Kate se preguntó si su lentitud sería deliberada. Después de leer en silencio durante unos minutos, puso las dos manos sobre una página. Una vez más, Kate notó su mirada intensa e inteligente.
– Aquí hablo tanto de la señorita Arbuthnot como de Margaret Munroe -señaló-. Me encuentro en un dilema. En su momento prometí guardar el secreto y ahora no veo razón alguna para faltar a mi palabra.
Kate reflexionó antes de contestar:
– La información que tiene ahí podría ser crucial para nosotros no sólo por su posible relación con el presunto suicidio de un seminarista. Es de vital importancia que sepamos lo que escribió lo antes posible. Clara Arbuthnot y Margaret Munroe están muertas. ¿Cree que desearían seguir callando aunque supieran que se trata de colaborar con la justicia?
La señorita Fawcett se levantó.
– ¿Les importaría dar un pequeño paseo por el jardín? -preguntó-. Daré unos golpecitos en la ventana cuando esté lista. Necesito pensar a solas.
Continuaba de pie cuando ellos salieron. En el exterior, caminaron hombro con hombro hasta el fondo del jardín, donde se detuvieron para contemplar los campos arados. Kate se reconcomía de impaciencia.