– Ese diario estaba a unos pocos palmos de mí -se lamentó-. Lo único que necesitaba era echarle un vistazo rápido. ¿Qué haremos si se niega a revelarnos lo que dice? Bueno, siempre nos queda la opción de citarla oficialmente si el caso llega a los tribunales, pero ¿cómo sabremos si el diario contiene datos relacionados con el caso? Lo más seguro es que cuente que ella y Munroe fueron a Frinton y se pegaron un revolcón en el muelle.
– En Frinton no hay muelle -puntualizó Robbins.
– Y la señorita Arbuthnot estaba moribunda. Bien, volvamos. No quiero perderme el golpecito en la ventana.
Cuando por fin oyeron la señal, regresaron al salón en silencio, esforzándose por disimular su ansiedad.
– Quiero su palabra -dijo la señorita Fawcett- de que la información que buscan es necesaria para su investigación y de que, en caso de que no sea pertinente, no constará en acta nada de lo que les exponga.
– No sabemos si será o no pertinente, señorita. En caso afirmativo, naturalmente tendrá que salir a la luz, incluso es posible que como prueba. No puedo garantizarle nada, sólo pedirle su ayuda.
– Gracias por su franqueza. Tienen ustedes suerte. Mi abuelo fue jefe de policía y yo pertenezco a esa generación, tristemente en decadencia, que todavía confía en la policía. Estoy dispuesta a revelarles lo que sé y también, si hiciera falta, a entregarles el diario.
Kate juzgó que alegar más argumentos además de innecesario, podía resultar contraproducente, de modo que se limitó a dar las gracias y esperar.
– Mientras ustedes paseaban por el jardín yo he estado pensando -prosiguió la señorita Fawcett-. Según usted, esta visita guarda relación con la muerte de un estudiante de Saint Anselm. También explicó que no hay indicios de que Margaret Munroe estuviese vinculada con esa muerte, aparte del hecho de que encontró el cadáver. No obstante, hay algo más, ¿verdad? No habrían enviado a una inspectora y a un sargento si no sospechasen que hay algo turbio, ¿no? ¿Están investigando un asesinato?
– Sí -asintió Kate-. Formamos parte del equipo que investiga el asesinato del archidiácono Crampton en Saint Anselm. Aunque es posible que la anotación del diario de Margaret Munroe no tenga nada que ver con el caso, tenemos que comprobarlo. Supongo que ya estará al tanto de la muerte del archidiácono.
– No -replicó la señorita Fawcett-. No sé nada al respecto. Rara vez compro el periódico y no tengo televisor. Un asesinato cambia las cosas. El 27 de abril de 1988 escribí algo en mi diario sobre Margaret Munroe. El problema radica en que en su momento ambas prometimos guardar el secreto.
– ¿Me permite ver esa anotación, señorita Fawcett? -pidió Kate.
– Dudo mucho que sacara algo en limpio de ella. Sólo apunté un par de detalles. Sin embargo, recuerdo más cosas. Considero que es mi deber hablar, aunque dudo que esté relacionado con el caso. Y quiero su palabra de que no llevarán este asunto más lejos si no les ayuda a esclarecer las muertes.
– La tiene -prometió Kate.
La señorita Fawcett se sentó con la espalda muy erguida y apoyó las palmas de las manos sobre el diario abierto, como si quisiera protegerlo de miradas indiscretas.
– En abril de 1988 yo atendía a enfermos terminales en Ashcombe House. Esto ya lo saben, desde luego. Una de mis pacientes me contó que quería casarse antes de morir, pero que deseaba que la ceremonia se mantuviese en secreto. Me pidió que fuese testigo de su boda. Acepté. No me correspondía hacer preguntas y no las hice. Era el deseo de una paciente con quien me había encariñado y a la que le quedaba poco tiempo de vida. Lo sorprendente fue que no le faltaran fuerzas para la ceremonia. Se pidió la autorización del arzobispo, y la boda se celebró el mediodía del 27 en una pequeña iglesia, Saint Osyth, en Clampstoke-Lacey, en las afueras de Norwich. Los casó el reverendo Hubert Johnson, a quien mi paciente había conocido en la clínica. No vi al novio hasta que se presentó en coche para recogernos a la paciente y a mí con la excusa de ir a pasear por el campo. Aunque el padre Hubert se había comprometido a llevar otro testigo, no lo consiguió. No recuerdo qué salió mal. Cuando nos marchábamos de la clínica vi a Margaret Munroe, que regresaba de una entrevista de trabajo con la supervisora. De hecho, yo le había sugerido que solicitara el empleo. Sabía que podía confiar en su discreción. Habíamos realizado las prácticas juntas en el antiguo hospital de Westminster, aunque ella era bastante más joven que yo. Mi padre se oponía a que estudiase enfermería, así que no empecé hasta después de su muerte. Después de la boda, la paciente y yo regresamos a la clínica. Durante sus últimos días ella parecía más feliz y serena que antes, pero ninguna de las dos volvió a mencionar la boda. En los años que pasé en el hospital ocurrieron tantas cosas que difícilmente habría recordado todo esto sin la ayuda de mi diario y si una consulta anterior no me hubiese refrescado la memoria. Ver las palabras escritas, aunque no haya nombres, me ha permitido rememorar los hechos con sorprendente claridad. Fue un día precioso; el jardín de la iglesia de Saint Osyth estaba cubierto de narcisos amarillos, y al salir nos encontramos con un sol radiante.
– ¿La paciente era Clara Arbuthnot? -inquirió Kate.
La señorita Fawcett la miró.
– Sí.
– ¿Y el novio?
– No tengo idea. No recuerdo su nombre ni su cara y tampoco creo que Margaret lo recordase si estuviera viva.
– Y sin embargo habrá firmado un certificado de matrimonio. Y seguramente se mencionaron los nombres durante la ceremonia.
– Supongo que sí. Pero no había una razón especial para que ella los retuviese en la memoria. Al fin y al cabo, en una boda por la iglesia sólo se pronuncian los nombres de pila. -Hizo una pausa y añadió-: Debo confesar que no he sido del todo sincera. Quería tiempo para pensar, para decidir cuánto debía hablar, si es que debía hacerlo. No tenía necesidad de consultar el diario para responder a su pregunta. Había leído esa anotación hace poco. El jueves 12 de octubre, Margaret Munroe me telefoneó desde una cabina de Lowestoft. Me pidió el nombre de la novia, y se lo di. No me vino a la mente el del novio. No está en mi diario, y si alguna vez lo supe, lo olvidé.
– ¿Recuerda algo, cualquier cosa, del novio? Su edad, su aspecto, su forma de hablar… ¿Alguna vez regresó a la clínica?
– No, ni siquiera cuando Clara estaba a punto de morir y, que yo sepa, no asistió a la incineración. Una firma de abogados de Norwich se ocupó de ese asunto. No volví a verlo ni supe más de él. Aunque recuerdo una cosa: cuando estaba en el altar y le puso el anillo a Clara, reparé en que le faltaba la parte superior del anular izquierdo.
Kate experimentó una emoción y una sensación de triunfo tan grandes que temió que su semblante la delatara. No miró a Robbins. Esforzándose por mantener la voz serena, preguntó:
– ¿La señorita Arbuthnot le reveló los motivos de su boda? ¿Es posible, por ejemplo, que hubiese un hijo de por medio?
– ¿Un hijo? Nunca comentó que tuviera descendencia y, que yo recuerde, en su historial médico no se mencionaba ningún embarazo. Jamás la visitó alguien lo bastante joven para ser hijo suyo. Claro que tampoco la visitó su marido.
– De manera que no le habló de ello.
– Sólo dijo que quería casarse, que la boda debía permanecer en secreto y que necesitaba mi ayuda. Yo se la presté.
– ¿Hay alguien a quien pudiese haber confiado esta información?
– El sacerdote que la casó, el padre Hubert Johnson, pasó mucho tiempo junto al lecho de muerte de Clara. Recuerdo que le administró la Comunión y la confesó. Yo me ocupaba de que nadie los molestara mientras estaban juntos. Debió de contárselo todo, ya fuera como sacerdote o como amigo. Pero él también estaba gravemente enfermo y murió dos años después.