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Ya no quedaba nada por decir, así que, después de darle las gracias, Kate y Robbins regresaron al coche. La señorita Fawcett los observaba desde la puerta, de modo que Kate continuó hasta estar fuera de su vista antes de detener el coche en el arcén cubierto de hierba. Levantó el teléfono móvil.

– Por fin algo positivo que informar. -Sonrió-. Ahora sí que estamos progresando.

4

Después del almuerzo, como el padre John no había aparecido, Emma subió y llamó a la puerta de su apartamento privado. Le causaba aprensión la idea de verlo, pero cuando abrió la puerta, advirtió que ofrecía el aspecto de siempre.

– Padre, lo siento, lo lamento muchísimo -dijo conteniendo las lágrimas.

Se recordó que había ido allí para consolarlo, no para aumentar su dolor. Sin embargo, era como reconfortar a un niño. Hubiese deseado abrazarlo. Él la condujo hasta un sillón situado junto a la chimenea -seguramente el de su hermana, pensó Emma- y se sentó frente a ella.

– Me preguntaba si querría hacerme un favor, Emma -dijo.

– Desde luego. Lo que quiera, padre.

– Es su ropa. Sé que hay que ordenarla y donarla. Parece muy pronto para pensar en ello, pero supongo que usted se marchará antes del fin de semana y me preguntaba si estaría dispuesta a hacerlo. Sé que la señora Pilbeam me ayudaría. Es muy amable, pero yo preferiría que lo hiciera usted. Quizá mañana, si no tiene inconveniente.

– Cuente conmigo, padre. Lo haré mañana después de la clase de la tarde.

– Todo cuanto poseía está en su dormitorio. Debe de haber algunas joyas. En tal caso, ¿le importaría llevárselas y venderlas por mí? Me gustaría que el dinero fuese a parar a alguna institución benéfica dedicada a los presos. Supongo que habrá alguna.

– Estoy segura de que sí, padre. Lo averiguaré. De cualquier modo, ¿no preferiría mirar primero las joyas para ver si quiere conservar alguna?

– No, gracias, Emma. Es usted muy considerada, pero prefiero que se lo lleve todo. -Calló por unos instantes y agregó-: La policía ha estado aquí esta mañana, examinando el apartamento y su habitación. El inspector Tarrant vino con uno de esos funcionarios de bata blanca, a quien presentó como el señor Clark.

– ¿Registraron el apartamento? -preguntó Emma con aspereza-. ¿Qué buscaban?

– No me lo dijeron. No se quedaron durante mucho tiempo y dejaron todo muy ordenado. -Hizo otra pausa y dijo-: El inspector Tarrant quería saber dónde había estado y qué había hecho entre las completas de ayer y las seis de la mañana de hoy.

– ¡Es vergonzoso! -exclamó Emma.

El sacerdote esbozó una sonrisa triste.

– No es para tanto. Están obligados a formular esas preguntas. El inspector Tarrant procedió con mucho tacto. Sólo cumplía con su obligación.

Emma pensó enfurecida que gran parte del sufrimiento del mundo estaba ocasionado por gente que afirmaba que sólo cumplía con su obligación.

La queda voz del padre John se quebró.

– Vino el forense. Supongo que lo habrá oído.

– Debió de oírlo todo el mundo. No fue una llegada discreta.

El padre John sonrió.

– No, ¿verdad? Él tampoco permaneció aquí mucho rato. El comisario Dalgliesh me preguntó si quería estar presente cuando retiraran el cadáver, pero yo preferí quedarme tranquilo aquí arriba. Al fin y al cabo, la persona que se llevaron no era Agatha. Ella se marchó hace tiempo.

Hace tiempo. ¿Qué quería decir exactamente? Esas dos palabra resonaron en su mente con la fuerza de unas campanadas fúnebres.

Al levantarse para irse, ella lo tomó de nuevo de la mano.

– Lo veré mañana, padre, cuando venga a empaquetar la ropa. ¿Está seguro de que no quiere que haga algo más por usted?

– Se lo agradezco -contestó él-. Hay otra cosa. Espero no estar abusando de su bondad, pero ¿podría buscar a Raphael? Aunque no lo he visto desde que ocurrió, sé que esto le afectará muchísimo. Siempre se mostraba amable con Agatha, y ella lo quería.

Encontró a Raphael de pie al borde del acantilado, a unos cien metros del seminario. Cuando la vio, se sentó. Emma lo imitó y le tendió la mano.

Con la vista fija en el mar, sin volverse, Raphael dijo:

– Era la única persona a quien yo le importaba.

– ¡No es verdad, Raphael! -protestó Emma-. Y tú lo sabes.

– Me refiero a que me quería a mí, a Raphael, no al objeto de la benevolencia colectiva. No como posible candidato a sacerdote. No como al último de los Arbuthnot…, aunque sea un bastardo. Ya te lo habrán contado. Me abandonaron aquí cuando era un crío de pecho, en uno de esos moisés de paja con un asa a cada lado. Habría resultado más apropiado que me dejasen entre los juncos de la laguna, pero supongo que a mi madre se le debió de ocurrir que allí no me encontrarían. Por lo menos me quería lo suficiente para traerme al seminario. No les quedó otro remedio que aceptarme. Sin embargo, ese hecho les ha permitido ejercitar la virtud de la caridad durante veinticinco años.

– Tú sabes que sus sentimientos no son ésos.

– Es como me siento. Sé que parezco un egoísta y un tipo que se compadece de sí mismo. De hecho, soy egoísta y me compadezco de mí mismo. No necesitas decírmelo. Antes pensaba que todo se arreglaría si tú accedieras a casarte conmigo.

– Eso es absurdo, Raphael. Cuando aclares tus ideas lo comprenderás. El matrimonio no es una terapia.

– Pero sería algo definitivo. Me serviría de apoyo.

– ¿No cumple esa función la Iglesia?

– La cumplirá cuando me ordene sacerdote. Entonces no habrá vuelta atrás.

Emma reflexionó por unos instantes.

– No tienes por qué ordenarte -observó al fin-. La decisión fue tuya, de nadie más. Si no estás seguro, no deberías seguir adelante.

– Hablas como Gregory. Si le menciono la palabra «vocación», me dice que no hable como un personaje de Graham Greene. Más vale que volvamos. -Hizo una pausa y rió-. A veces Agatha se ponía muy pesada durante nuestras escapadas a Londres, pero nunca deseé estar con otra persona.

Se levantó y echó a andar hacia el seminario. Emma no intentó alcanzarlo. Caminando más despacio por el borde del acantilado, la embargó una profunda tristeza por Raphael, el padre John y todas las personas de Saint Anselm que se habían granjeado su afecto.

Cuando llegó a la verja de hierro del claustro oeste, oyó una voz que la llamaba. Al volverse vio que Karen Surtees cruzaba el descampado en dirección a ella. Si bien habían coincidido en otras ocasiones, sólo habían intercambiado un saludo de buenos días. A pesar de ello, Emma nunca había considerado que existiese antipatía entre las dos. Ahora la aguardó con curiosidad. Karen echó un rápido vistazo a San Juan antes de hablar:

– Lamento haberte gritado de esa manera. Sólo quería preguntarte una cosa. ¿Qué es eso de que encontraron a la señorita Betterton muerta en el sótano? El padre Martin ha venido a avisarnos esta mañana, pero no ha entrado en pormenores.

Emma decidió que no había motivo para ocultar lo poco que sabía.

– Creo que tropezó en el primer escalón.

– O la empujaron, ¿no? Bueno, esta vez no nos achacarán la muerte a Eric o a mí…, al menos si murió antes de medianoche. Anoche fuimos al cine y a cenar a Ipswich. Nos hacía falta alejarnos de este sitio. Supongo que no tendrás idea de cómo marcha la investigación, ¿verdad? Me refiero a la del asesinato del archidiácono.

– No. La policía no nos cuenta nada -respondió Emma.

– ¿Ni siquiera el guapo comisario? Bueno, claro que no. ¡Dios, ese tipo es siniestro! Ojalá se dé prisa, porque quiero regresar a Londres. De cualquier manera sólo me quedaré con Eric hasta el fin de semana. En fin, sólo quería consultar algo contigo. Aunque es posible que no puedas o no quieras contestarme, no sé a qué otra persona recurrir. ¿Eres religiosa? ¿Comulgas? -La pregunta fue tan inesperada que Emma se quedó sin habla durante unos segundos. Karen añadió con impaciencia-: Me refiero a si vas a la iglesia y recibes la comunión.