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– Sí, a veces.

– Estaba pensando en las hostias consagradas. ¿Cómo funciona eso? O sea, ¿abres la boca y te la ponen dentro, o te la dan en la mano?

Pese a lo estrafalario de la conversación, Emma contestó:

– Algunos abren la boca, pero en la Iglesia anglicana es más común tender las dos palmas juntas.

– Y supongo que el sacerdote se queda mirando mientras te la comes, ¿no?

– Es posible, sobre todo si está recitando las palabras del devocionario, aunque por lo general pasa al siguiente comulgante. También es posible que se produzca una pequeña espera mientras él u otro sacerdote va a buscar el cáliz. ¿Por qué quieres saberlo?

– Por nada en particular. Simple curiosidad. He pensado que a lo mejor vaya a un oficio y no quiero ponerme en ridículo. Pero ¿no es necesario que uno esté confirmado? No me gustaría que me echaran.

– No creo que lo hagan -repuso Emma-. Mañana por la mañana se celebrará una misa en el oratorio. -Añadió con un dejo de picardía-: Podrías decirle al padre Sebastian que te gustaría asistir. Quizá te formule algunas preguntas o quiera que te confieses primero.

– ¿Confesarme al padre Sebastian? ¿Estás loca? Me parece que esperaré a volver a Londres para regenerarme espiritualmente. A propósito, ¿cuánto tiempo más piensas pasar aquí?

– Debería irme el jueves -respondió Emma-, aunque tal vez me quede un día más. Supongo que me marcharé antes del fin de semana.

– Bueno, gracias por la información y que te vaya bien.

Dio media vuelta y arrancó a caminar rápidamente y con los hombros inclinados hacia la casa San Juan.

Mientras la observaba, Emma pensó que era una suerte que no se hubiese entretenido un rato más con ella. Habría resultado tentador hablar del asesinato con otra mujer que además tenía su edad; tentador y quizás imprudente. Karen podría haberla interrogado sobre el hallazgo del cuerpo del archidiácono y le habría costado mucho eludir sus preguntas. En Saint Anselm todos los demás habían mostrado una respetuosa reserva, cualidad que ella no asociaba con Karen Surtees. Continuó andando, intrigada. De todas las preguntas que podría haber hecho Karen, la que le había planteado era la que menos se esperaba.

5

Era la una y cuarto, y Kate y Robbins ya habían regresado. Dalgliesh notó que Kate trataba de controlar el tono de triunfo y emoción de su voz mientras presentaba un meticuloso informe de su misión. A pesar de que siempre actuaba de forma flemática y profesional en los momentos de éxito, ahora el entusiasmo se evidenciaba en sus ojos y en su tono, y Dalgliesh se alegró de que así fuese. Quizá recuperaría a la antigua Kate, aquella para quien el trabajo policial representaba algo más que un empleo, un salario adecuado y una perspectiva de ascenso, más que una escalera para escapar del lodazal de privaciones de su infancia. Tenía ganas de volver a ver a esa Kate.

Le había contado lo de la boda por teléfono en cuanto ella y Robbins se habían despedido de la señorita Fawcett. Dalgliesh le había ordenado que fuese en busca de una copia del certificado de matrimonio y regresase a Saint Anselm cuanto antes. Al estudiar el mapa, habían descubierto que Clampstoke-Lacey estaba a sólo veinte kilómetros de distancia, de manera que les pareció razonable pasar primero por la iglesia.

Sin embargo, no tuvieron suerte. Ahora Saint Osyth formaba parte de un conjunto de parroquias y se encontraba en un interregno, con un sacerdote nuevo que celebraba interinamente los oficios. Él se encontraba de visita en otra de las parroquias y su joven esposa ignoraba dónde estaba el antiguo registro de la iglesia; de hecho, ni siquiera sabía qué era y se limitó a sugerirles que aguardasen a su esposo. Lo esperaba a cenar, a menos que lo invitara uno de sus feligreses. En tal caso, telefonearía para avisar, aunque en ocasiones se enfrascaba tanto en los asuntos de la parroquia que olvidaba hacerlo. El matiz de resentimiento que Kate detectó en su voz le indicó que eso ocurría con cierta frecuencia, por lo que resolvió pasar por el registro civil de Norwich, donde encontraron lo que necesitaban. Rápidamente les hicieron una copia del certificado de matrimonio.

Entretanto Dalgliesh había telefoneado a Paul Perronet. Deseaba aclarar dos cuestiones importantes antes de entrevistarse con George Gregory. La primera eran los términos exactos del testamento de la señorita Arbuthnot. La segunda guardaba relación con las disposiciones de cierta ley parlamentaria y la fecha en que ésta había entrado en vigor.

Kate y Robbins, que no habían comido, se abalanzaron con avidez sobre los bocadillos de queso y el café que había preparado la señora Pilbeam.

– Estamos en condiciones de inferir cómo fue que Margaret Munroe recordó la boda -dijo Dalgliesh-. Había estado escribiendo en su diario, rememorando el pasado, y de repente asoció dos imágenes: Gregory en la playa, quitándose el guante izquierdo para tomarle el pulso a Ronald Treeves, y la página de fotografías de bodas de la Sole Bay Weekly Gazette: la unión de la vida y la muerte. Al día siguiente telefoneó a la señorita Fawcett, no desde su casa, donde podían interrumpirle, sino desde una cabina de Lowestoft. Le confirmaron lo que sin duda sospechaba: el nombre de la novia. Entonces habló con «la persona interesada». Esa expresión sólo era aplicable a dos personas: George Gregory y Raphael Arbuthnot. Y unas horas después de hablar y de que la tranquilizaran, Margaret Munroe murió. -Dobló la partida de matrimonio y agregó-: Interrogaremos a Gregory en su casa, no aquí. Me gustaría que viniera conmigo, Kate. He visto su coche, de manera que él no puede estar muy lejos.

– Pero ese matrimonio no constituye un motivo para que Gregory asesine al archidiácono. Se celebró veinticinco años atrás. Raphael Arbuthnot no heredará. El testamento establece que tiene que ser legítimo según la legislación inglesa.

– Y la boda lo convierte exactamente en eso: en hijo legítimo según la legislación inglesa.

Saltaba a la vista que Gregory acababa de regresar a su casa. Abrió la puerta vestido con un chándal negro y con una toalla al cuello. Llevaba el cabello mojado y el jersey de algodón adherido al pecho y los brazos.

– Me disponía a darme una ducha -comentó sin apartarse para dejarlos entrar-. ¿Los trae un asunto urgente?

Los trataba como a una pareja de vendedores inoportunos, y por primera vez Dalgliesh percibió en sus ojos una clara hostilidad.

– Sí, es urgente -respondió-. ¿Podemos pasar?

– Tiene el aire de un hombre que cree estar haciendo progresos, comisario -observó Gregory mientras los guiaba al anexo-. En opinión de algunos ya sería hora. Confiemos en que esto no acabe en el abismo de la desesperación.

Les señaló el sofá y se sentó al escritorio, haciendo girar la silla y extendiendo las piernas, para acto seguido empezar a secarse enérgicamente la cabeza. Dalgliesh alcanzaba a oler su sudor desde el otro extremo de la sala.

– Usted se casó con Clara Arbuthnot el 27 de abril de 1988, en la iglesia de Saint Osyth, en Clampstoke-Lacey, Norfolk -señaló sin sacar el certificado de matrimonio del bolsillo-. ¿Por qué no me lo dijo? ¿De verdad creía que las circunstancias de ese matrimonio no venían al caso en esta investigación de asesinato?

Por un par de segundos Gregory se quedó callado e inmóvil, pero cuando habló su voz sonó serena y despreocupada. Dalgliesh se preguntó si haría días que se preparaba para este encuentro.

– Puesto que se ha referido a «las circunstancias de ese matrimonio», doy por sentado que entiende el significado de la fecha. No se lo conté porque no estimé que se tratara de un asunto de su incumbencia. Esa es la primera razón. La segunda es que le prometí a mi esposa que la boda permanecería en secreto hasta que yo se la comunicase a nuestro hijo… A propósito, Raphael es mi hijo. La tercera es que aún no se lo he dicho a él porque no me parecía que hubiera llegado el momento oportuno. Sin embargo, usted va a obligarme a hacerlo.