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– ¡Me importa un rábano! No consentiré que acusen a Raphael de asesinato. Manden a buscarlo y se lo diré yo mismo. Pero primero quiero ducharme. Preferiría no hacer esta revelación apestando a sudor.

Se adentró en la casa, y enseguida oyeron sus pasos en la escalera. Entonces Dalgliesh se dirigió a Kate.

– Vaya a ver a Nobby Clark y pídale una bolsa para pruebas. Quiero llevarme el chándal. E indíquele a Raphael que venga dentro de cinco minutos.

– ¿Es realmente necesario? -preguntó Kate.

– Sí, es por su bien. Gregory tiene razón: para convencernos de que Raphael ignora la identidad de su padre, debemos encontrarnos presentes cuando se lo diga.

Kate regresó con la bolsa un par de minutos después. Gregory todavía estaba en la ducha.

– He visto a Raphael -dijo Kate-. Llegará dentro de cinco minutos.

Aguardaron en silencio. Dalgliesh escrutó la ordenada estancia y el estudio contiguo, cuya puerta estaba abierta: el ordenador sobre el escritorio, el archivador gris, las estanterías con los volúmenes encuadernados en piel escrupulosamente dispuestos. Allí no había elementos superfluos, ornamentales ni ostentosos. Era el refugio de un hombre cuyos intereses se ceñían a cuestiones intelectuales y que deseaba llevar una vida cómoda y ordenada. Dalgliesh pensó con ironía que estaba a punto de perder ese orden.

Oyeron el ruido de la puerta y poco después Raphael entró en el anexo. Al cabo de unos segundos apareció Gregory, ahora vestido con pantalones y una camisa recién planchada de color azul marino, pero todavía despeinado.

– Será mejor que nos sentemos -dijo.

Lo hicieron. Raphael, desconcertado, paseó la vista entre Dalgliesh y Gregory, sin hablar.

Gregory se volvió hacia su hijo.

– He de decirte algo -anunció-. Pese a que nunca habría elegido este momento, la policía ha demostrado más interés en mis asuntos personales del que yo había previsto, de manera que no me queda alternativa. Me casé con tu madre el 27 de abril de 1988. Supongo que pensarás que habría resultado más apropiado que esa ceremonia se celebrase hace veintiséis años. No hay forma de decir esto sin que suene melodramático. Soy tu padre, Raphael.

– No le creo. No es verdad -replicó el joven, mirándolo a los ojos. Era una respuesta normal ante una noticia inesperada y desagradable. La repitió en voz más alta-: No le creo.

No obstante, su expresión desmentía sus palabras. La frente, las mejillas y el cuello empalidecieron de manera progresiva, como si la sangre hubiese invertido su curso normal. Se levantó y se quedó muy quieto, posando los ojos en Dalgliesh y Kate, buscando con desesperación una negación de lo que acababa de oír. Los músculos de su rostro parecieron volverse momentáneamente flácidos, y las incipientes arrugas se hicieron más profundas. Dalgliesh advirtió fugazmente y por primera vez cierta semejanza entre Raphael y su padre, que desapareció en cuanto reparó en ella.

– No te pongas así, Raphael -le reconvino Gregory-. Podemos representar esta escena sin recurrir a Henry Wood, ¿no? Siempre he detestado los melodramas Victorianos. ¿Crees que mentiría sobre un asunto como éste? El comisario Dalgliesh tiene una copia del certificado de matrimonio.

– Eso no significa que usted sea mi padre.

– Tu madre sólo se acostó con un hombre en toda su vida. Yo admití mi responsabilidad en una carta que le envié. Por alguna razón, ella exigió ese pequeño reconocimiento de mi estupidez. Después de la boda, me entregó toda nuestra correspondencia. Por otra parte, también está la posibilidad de someternos a un análisis de ADN, desde luego. Los hechos son incontestables. -Guardó silencio por unos instantes y dijo-: Lamento que la noticia te repugne tanto.

Raphael habló con tanta frialdad que su voz sonó casi irreconocible.

– ¿Y qué pasó? Lo habitual, supongo. Usted se la tiró, la dejó embarazada, descubrió que no le apetecía casarse ni tener un hijo y la abandonó, ¿verdad?

– No exactamente. Ninguno de los dos deseaba un hijo y ni siquiera nos planteamos la posibilidad de casarnos. Yo era el mayor y con seguridad merezco cargar con la mayor parte de la culpa. Tu madre contaba dieciocho años. ¿Acaso tu religión no se basa en la indulgencia cósmica? Entonces, ¿por qué no la perdonas? Los curas te han cuidado mejor de lo que lo habría hecho cualquiera de nosotros dos.

– Yo habría sido el heredero de Saint Anselm -murmuró Raphael después de una larga pausa.

Gregory miró a Dalgliesh.

– Es el heredero de Saint Anselm -afirmó éste-, a menos que se me haya escapado alguna sutileza legal. He hablado con los abogados. Agnes Arbuthnot dispuso en su testamento que, si el seminario cerraba, todo lo que ella había donado iría a parar a los legítimos herederos de su padre, por línea masculina o femenina, siempre y cuando éstos fuesen miembros practicantes de la Iglesia anglicana. No escribió «nacidos dentro del matrimonio», sino «legítimos según las leyes de Inglaterra». Sus padres se casaron después de la entrada en vigor de la Ley de Legitimación. Eso lo convierte a usted en hijo legítimo.

Raphael caminó hasta la ventana y contempló el campo en silencio.

– Supongo que me resignaré. Me resigné a la idea de que mi madre me había dejado como quien deja un atado de ropa vieja en una tienda benéfica. Me resigné a no saber el nombre de mi padre, ni siquiera si estaba vivo. Me resigné a crecer en un seminario mientras que mis compañeros tenían un hogar. También me resignaré a esto. Por el momento, lo único que quiero es perderlo de vista para siempre.

Dalgliesh se preguntó si Gregory habría notado que la voz de su hijo temblaba de emoción, una emoción que se apresuró a controlar.

– Eso tiene arreglo, por supuesto -repuso Gregory-, pero no ahora. Me imagino que el comisario Dalgliesh querrá retenerme aquí. Esta emocionante información me ha proporcionado un móvil para el asesinato. Y a ti también, desde luego.

Raphael se volvió hacia él.

– ¿Lo mató usted?

– ¡Dios, qué ridiculez! -exclamó, y le soltó a Dalgliesh-: Creía que su obligación era investigar un asesinato, no complicarle la vida a la gente.

– Me temo que las dos cosas van unidas a menudo.

Dalgliesh intercambió una mirada con Kate y juntos se encaminaron hacia la puerta.

– Obviamente, habrá que decírselo a Sebastian Morell -señaló Gregory-. Preferiría que lo dejasen en mis manos o en las de Raphael. -Se dirigió a su hijo-. ¿Te parece bien?

– Yo no diré nada -respondió Raphael-. Cuéntele lo que quiera. Me es totalmente indiferente. Hace diez minutos no tenía padre. Y ahora tampoco lo tengo.

– ¿Cuánto tiempo piensa esperar? -preguntó Dalgliesh a Gregory-. No puede posponerlo indefinidamente.

– No lo haré, aunque después de doce años, no creo que importe que espere una semana más. Preferiría callar hasta que usted termine su investigación, suponiendo que alguna vez la termine. Pero no; eso no sería práctico. Se lo diré a finales de esta semana. Creo que deberían permitirme elegir el momento y el lugar.

Raphael ya había salido de la casa, y a través de los grandes paneles de cristal tiznados por la bruma, lo vieron caminar en dirección al mar.

– ¿Estará bien? -se preocupó Kate-. ¿No deberíamos seguirlo?

– Sobrevivirá -aseguró Gregory-. No es Ronald Treeves. A pesar de lo mucho que se compadece de sí mismo, Raphael ha sido un consentido durante toda su vida. Mi hijo está protegido por una saludable soberbia.

Cuando Nobby Clark acudió a buscar el chándal, Gregory no opuso reparos; se limitó a observar con una sonrisa sardónica mientras lo metían en la bolsa de plástico y lo etiquetaban. Luego acompañó a Dalgliesh, Kate y Clark a la puerta con la actitud formal de quien sale a despedirse de unos invitados queridos.

– Tiene un móvil -comentó Kate en el camino hacia San Mateo-. Supongo que ahora Gregory es nuestro principal sospechoso, pero no tiene mucho sentido, ¿no? Están a punto de cerrar el seminario, y al final Raphael heredaría los bienes. No había razón para precipitarse.