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4

Era el jueves 12 de octubre, y Margaret Munroe estaba escribiendo su última anotación en el diario.

Al repasar este diario desde el principio, la mayor parte me parece tan aburrida que me pregunto por qué persevero. Las anotaciones posteriores a la muerte de Treeves han sido poco más que descripciones de mi rutina diaria intercaladas con comentarios sobre el tiempo. Después de la vista y del réquiem, fue como si desearan ocultar la tragedia, como si él nunca hubiera estado aquí. Ninguno de los alumnos habla de él; al menos conmigo y con los sacerdotes. Su cuerpo no regresó a Saint Anselm, ni siquiera para el réquiem. Sir Alred quería que lo incineraran en Londres, de manera que después de la vista se lo llevó una empresa fúnebre londinense. El padre John empaquetó las pertenencias del chico, y sir Alred envió a dos hombres a recogerlas junto con el Porsche. Las pesadillas cada vez son más escasas y ya no me despierto sudando, imaginando a un monstruo ciego y cubierto de arena que avanza a tientas hacia mí.

El padre Martin estaba en lo cierto: escribir todos los detalles de lo ocurrido me ha ayudado, así que seguiré con la tarea. Espero impaciente el final del día, cuando ya he recogido las cosas de la cena y puedo sentarme a la mesa con mi cuaderno. No tengo ningún otro talento, pero disfruto con las palabras, me gusta pensar en el pasado, tratar de analizar las cosas que me han sucedido y buscarles un sentido.

Pero lo que escriba hoy no será aburrido ni rutinario. Ayer fue un día diferente. Sucedió algo importante y debo contarlo para que el relato esté completo. Aunque, no sé si es prudente hacerlo. No es mi secreto y, si bien nadie excepto yo leerá estas líneas, no puedo evitar sentir que hay cosas que no conviene poner en un papel. Los secretos no pronunciados ni escritos permanecen a buen recaudo en la mente, pero escribirlos es como dejarlos sueltos y concederles el poder de propagarse por el aire, como el polen, y entrar en la mente de otros. Suena descabellado, lo sé, pero ha de haber algo de verdad en ello, de lo contrario, ¿por qué tengo la apremiante sensación de que debería detenerme ahora mismo? Por otro lado, no tiene sentido que continúe con el diario si voy a eludir los hechos más importantes. Y no hay peligro de que otros lean estas palabras, ni siquiera si las dejo en un cajón sin llave. Casi nadie entra aquí, y los que lo hacen no fisgonean entre mis cosas. Aunque tal vez debería tener más cuidado. Mañana pensaré en ello, pero ahora contaré lo que sé hasta donde me atreva.

Lo más curioso es que no habría recordado nada de esto si Eric Surtees no me hubiera regalado cuatro puerros de su huerto. Sabe que me gusta comerlos con salsa de queso para cenar, y a menudo me trae verduras. No soy la única; también las lleva a las otras casas y a la demás gente del seminario. Antes de que él llegase, yo estaba leyendo mi relato del descubrimiento del cuerpo de Ronald, y mientras desenvolvía los puerros la escena de la playa estaba fresca en mi memoria. Entonces até cabos y me vino a la mente algo más. El recuerdo se presentó con una claridad fotográfica, y evoqué cada gesto, cada palabra, todo salvo los nombres…, aunque no estoy segura de haberlos sabido nunca. Sucedió hace doce años, pero habría podido ser ayer.

Cené y me llevé el secreto a la cama. Por la mañana, sabía que debía contárselo a la persona interesada. Después, callaría para siempre. Aun así, primero tenía que comprobar si lo que recordaba era exacto, por lo que esta tarde, cuando fui de compras a Lowestoft, hice una llamada telefónica. Dos horas después, conté lo que sabía. No era asunto mío, y ya estoy tranquila. Después de todo, fue fácil, sencillo, nada inquietante. Me alegro de haber hablado. Me habría resultado incómodo seguir viviendo aquí sabiendo lo que sabía y callando, preguntándome constantemente si obraba bien. Ahora no tengo por qué preocuparme. De todos modos, aún me sorprende pensar que no habría atado cabos ni habría recordado nada si Eric no me hubiese traído esos puerros.

Ha sido un día agotador, y estoy muy cansada; quizá demasiado cansada para dormir. Creo que veré el principio del informativo y luego me iré a la cama.

Guardó el cuaderno en un cajón del escritorio. Luego se cambió las gafas por unas más apropiadas para ver la televisión, encendió el aparato y se arrellanó en el sillón de orejas, en uno de cuyos brazos descansaba el mando a distancia. Se estaba quedando sorda. El sonido se elevó de un modo alarmante antes de que regulara el volumen y la sintonía del programa terminara. Probablemente se quedaría dormida en el sillón, pero el esfuerzo de levantarse para ir a la cama se le antojó demasiado grande.

Estaba cabeceando cuando notó una ráfaga de aire fresco y tomó conciencia, más por intuición que porque hubiese oído algo, de que alguien había entrado en la habitación. Oyó que el pestillo de la puerta se cerraba. Estiró el cuello hacia un lado del sillón y vio de quién se trataba.

– Ah, es usted -dijo-. Supongo que le habrá extrañado ver las luces encendidas. Estaba pensando en irme a la cama.

La figura se acercó al respaldo del sillón, y ella alzó la cabeza, esperando una respuesta. Entonces las manos, unas manos fuertes, enfundadas en guantes de goma amarillos, descendieron sobre ella. Le cubrieron la boca y le taparon la nariz, empujándole la cabeza contra el respaldo.

Supo que había llegado su hora, pero no sintió temor; sólo una enorme sorpresa y una cansina resignación. Resistirse habría sido inútil, pero de todas maneras ella no deseaba hacerlo; lo único que quería era irse rápida y tranquilamente, sin dolor. Sus últimas sensaciones terrenas fueron la fría suavidad del guante en su rostro y el olor a látex en la nariz; después su corazón dio un postrer latido compulsivo y se detuvo.

5

El martes 17 de octubre, exactamente a las diez menos cinco, el padre Martin se dirigió a su pequeña buhardilla, situada en el ala sur del edificio y separada del despacho del padre Sebastian por una escalera de caracol y unos metros de pasillo. Hacía quince años que los sacerdotes celebraban su reunión semanal los martes a las diez de la mañana. El padre Sebastian presentaba su informe, y a continuación discutían incidentes y dificultades, ultimaban detalles para la eucaristía cantada del domingo y otros oficios, decidían a qué predicadores invitarían a participar y resolvían pequeños conflictos domésticos.

Después de la reunión, llamaban al delegado de los seminaristas para que hablase en privado con el padre Sebastian. Su tarea consistía en transmitir cualquier idea, queja o comentario del pequeño grupo de alumnos y a su vez recibir instrucciones o información que el claustro de profesores quisiera comunicar a los seminaristas, incluidos los pormenores de los oficios de la semana siguiente. Hasta ahí llegaba la participación de los estudiantes. Saint Anselm aún se ceñía a una anticuada interpretación de in statu pupillari, y todos respetaban la frontera entre educadores y educandos. No obstante, el régimen era sorprendentemente flexible, en particular en lo referente a los permisos de fin de semana, siempre y cuando los alumnos no se marcharan el viernes antes de las vísperas de las cinco y estuvieran de vuelta el domingo para la misa de las diez.

El despacho del padre Sebastian, situado encima del porche, daba al este y ofrecía una ininterrumpida vista del mar entre las dos torres de estilo Tudor. Aunque era demasiado amplio para un estudio, el padre Sebastian -al igual que el padre Martin antes que él- se había negado a estropear sus armoniosas proporciones con un tabique. Su secretaria, la señorita Beatrice Ramsey, ocupaba el recinto contiguo. Trabajaba allí de miércoles a viernes solamente, pero en esos tres días despachaba lo que a otras secretarias les llevaría cinco. Era una mujer madura que intimidaba con su rectitud y gazmoñería; el padre Martin siempre temía que se le escapara un pedo en su presencia. Ella profesaba auténtica devoción al padre Sebastian, aunque no era propensa a la sensiblería ni a la vergonzosa efusividad con que las solteronas suelen expresar su afecto por un párroco. De hecho, daba la impresión de que su respeto iba dirigido al ministerio más que al hombre, y parecía creer que una parte de su deber consistía en encargarse de que él estuviese siempre a la altura.