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– Claro que la había, Kate -repuso Dalgliesh-. Piénselo bien.

Se ahorró más explicaciones, y Kate se abstuvo de pedirlas.

En cuanto llegaron a la casa San Mateo, Piers abrió la puerta.

– Estaba a punto de llamarlo, señor -dijo-. Han telefoneado del hospital. El inspector Yarwood ya está en condiciones de ser interrogado. Han recomendado que lo dejemos para mañana, cuando haya descansado un poco.

6

Todos los hospitales, con independencia de su estilo arquitectónico o su ubicación, son iguales en esencia, pensó Dalgliesh. Compartían el mismo olor; la misma pintura; los mismos letreros que indican a los visitantes las salas y pabellones; los mismos cuadros anodinos en los pasillos, obras escogidas para tranquilizar y no para estimular el intelecto; las mismas visitas cargadas de flores o paquetes avanzando con seguridad hacia una habitación conocida; el mismo personal vestido con una variedad de uniformes completos y parciales, moviéndose con soltura en su hábitat natural; las mismas caras cansadas y decididas. ¿En cuántos hospitales había entrado desde sus días de agente raso? ¿Cuántas veces había ido a vigilar a prisioneros o testigos, tomar declaraciones a moribundos o interrogar al personal médico, que continuamente tenía asuntos más urgentes de que ocuparse?

– Siempre procuro evitar estos sitios -dijo Piers mientras se dirigían hacia la sala-. Contagian infecciones que los médicos no saben curar, y si las visitas que uno recibe no lo dejan agotado, lo hacen las de los demás. Es imposible dormir bien y la comida resulta asquerosa.

Al mirarlo, Dalgliesh sospechó que sus palabras destilaban una repugnancia más profunda, cercana a una fobia.

– Los médicos son como la policía -observó-. Uno no piensa en ellos hasta que los necesita, y entonces espera que obren milagros. Quiero que aguarde fuera mientras hablo con Yarwood, al menos al principio. Si preciso de un testigo, lo llamaré. Tendré que actuar con tacto.

Un residente ridículamente joven, con el fonendoscopio de rigor alrededor del cuello, confirmó que el inspector Yarwood se encontraba lo bastante bien para responder a sus preguntas y los envió a una pequeña sala lateral. Un policía uniformado montaba guardia en la puerta. Al verlos, se levantó y se puso en posición de firmes.

– Agente Lane, ¿verdad? -preguntó Dalgliesh-. Creo que su presencia será innecesaria una vez que haya hablado con el inspector Yarwood. Supongo que se alegrará de marcharse.

– Sí, señor, andamos muy cortos de personal.

Y quién no, se dijo Dalgliesh.

La cama de Yarwood estaba situada frente a una ventana con vistas a los tejados de los suburbios, unificados por las ordenanzas municipales. El paciente tenía una pierna suspendida en el aire, sujeta a una polea. Después de que coincidieran en Lowestoft, el comisario sólo lo había visto brevemente una vez en Saint Anselm. Entonces le había sorprendido su gesto de cansado conformismo. Ahora parecía haber encogido, y el cansancio había cedido el paso a la derrota. Los hospitales se apropian de algo más que el cuerpo, pensó Dalgliesh; nadie ejerce poder alguno desde estas camas estrechas y funcionales. Yarwood había empequeñecido tanto desde el punto de vista físico como espiritual, y sus tristes ojos reflejaban una mezcla de perplejidad y vergüenza ante la fatalidad que había precipitado su caída.

Fue imposible eludir la primera pregunta banal mientras se estrechaban la mano.

– ¿Cómo se encuentra?

Yarwood no contestó directamente.

– Si Pilbeam y ese chico no hubiesen dado conmigo a tiempo, ahora estaría en el otro barrio. El fin de los sentimientos. El fin de la claustrofobia. Tanto mejor para Sharon, para los niños y para mí. Lamento comportarme como un llorica. En aquella zanja, antes de perder el conocimiento, no experimenté dolor ni inquietud; sólo paz. No habría sido una mala muerte. Si quiere que le sea franco, señor Dalgliesh, hubiera preferido que me dejaran allí.

– Yo no. Ya ha habido suficientes muertes en Saint Anselm. -No le comunicó la última.

Yarwood fijó la vista en los tejados.

– Ya no tendría que esforzarme por seguir adelante ni me sentiría como un maldito fracasado.

Dalgliesh buscó unas palabras de consuelo con las que sabía que no atinaría.

– No olvide que por terrible que sea el infierno en el que esté sumido ahora, no durará para siempre. Nada es eterno.

– Pero podría empeorar. Aunque me cueste creerlo, es posible.

– Sólo si usted lo permite.

Yarwood tardó unos segundos en responder:

– Entiendo a qué se refiere. Le pido perdón por haberle fallado. ¿Qué sucedió exactamente? Sé que asesinaron a Crampton, pero nada más. Veo que hasta el momento ha conseguido impedir que la noticia llegue a los periódicos nacionales, y en la radio local han sido muy escuetos al respecto. ¿Cómo fue? Supongo que salió en mi busca después de descubrir el cadáver y advirtió que había desaparecido. Justo lo que necesitaba: que un asesino anduviese suelto mientras el único hombre capacitado para prestarle ayuda profesional inmediata hacía todo lo posible para pasar por sospechoso. Aunque resulte extraño, no consigo interesarme por el caso ni superar mi indiferencia; yo, que fui un policía con fama de poner un celo exagerado en su trabajo. A propósito, yo no lo maté.

– Nunca lo he pensado. Crampton apareció muerto en la iglesia, y de momento todo indica que acudió allí engañado. Si usted hubiera querido enzarzarse en una pelea violenta con él, le habría bastado con ir a su habitación.

– Sin embargo, eso vale para todos los que se hallaban en el seminario.

– El asesino quiso incriminar a Saint Anselm. El archidiácono era la víctima principal, mas no la única. No creo que usted albergara semejantes propósitos.

Se produjo un silencio. Yarwood cerró los ojos y removió nerviosamente la cabeza sobre la almohada.

– No -convino-, no lo deseo. Me encanta ese lugar. Y ahora también se ha venido abajo por mi culpa.

– No es tan fácil lograr que Saint Anselm se venga abajo. ¿Cómo conoció a los sacerdotes?

– Fue hace tres años. Yo era sargento y acababa de incorporarme al cuerpo de Suffolk. El padre Peregrine había chocado con un camión en la carretera de Lowestoft. Pese a que no hubo heridos, me vi obligado a interrogarlo. Es demasiado distraído para conducir bien, de modo que lo convencí de que renunciara al volante. Creo que los demás padres me están agradecidos por ello. En fin, nunca me pareció que les molestaran mis visitas. No sé qué tiene ese lugar, pero me sentía distinto cuando iba allí. Cuando Sharon me abandonó, empecé a ir a la misa de los domingos. No soy un hombre religioso, así que no me enteraba de lo que decían. De todas maneras, tampoco me importaba; simplemente me gustaba estar allí. Los padres me han tratado muy bien. No meten las narices en mi vida ni me piden que les haga confidencias; me aceptan como soy. He pasado por todo: médicos, psiquiatras, consejeros… Sin embargo, Saint Anselm es diferente. No, jamás les haría daño. Aun así, hay un agente en la puerta de esta habitación, ¿no? No soy tonto. Quizás esté un poco loco, pero no soy tonto. Me he roto la pierna, no la cabeza.

– El agente está aquí para protegerlo. Yo no sabía lo que usted había visto ni si podría presentar testimonio. Cabía la posibilidad de que alguien quisiera quitarlo de en medio.

– Eso suena exagerado, ¿no?

– No quise correr riesgos. ¿Recuerda lo que ocurrió el sábado por la noche?

– Sí, al menos hasta el momento en que perdí el conocimiento en la zanja. Guardo una impresión muy confusa de la caminata, como si hubiese sido más corta de lo que fue, pero conservo fresco en la memoria el resto. O por lo menos la mayor parte.

– Empecemos por el principio. ¿A qué hora salió de su habitación?