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– Hacia las doce menos cinco. La tormenta me despertó. Aunque había estado dormitando, no había llegado a conciliar un sueño profundo. Encendí la luz y consulté el reloj. Ya sabe lo que sucede cuando uno pasa una mala noche: está deseando que sea más tarde de lo que es, que llegue pronto la mañana. Entonces me asaltó el pánico. Me quedé paralizado de terror y empecé a sudar. Tenía que salir de la habitación, de Gregorio, de Saint Anselm. Me habría sentido igual en cualquier otro sitio. Por lo visto, me puse el abrigo sobre el pijama y los zapatos sin calcetines. No me acuerdo de eso. El viento no me preocupó; de hecho, en el estado en que me encontraba, me hizo bien. Habría salido incluso bajo una nevada y con el suelo cubierto por varios metros de nieve. Dios, ojalá hubiera sido así.

– ¿Cómo abandonó el recinto?

– Por la verja de hierro que se alza entre la iglesia y Ambrosio. Dispongo de una llave… Se la entregan a todos los huéspedes. Aunque usted ya lo sabe.

– Encontramos la verja cerrada con llave -explicó Dalgliesh-. ¿Recuerda haber cerrado al salir?

– Debí de hacerlo, ¿no? Es la clase de cosa que uno hace automáticamente.

– ¿Vio a alguien cerca de la iglesia?

– A nadie. El patio estaba desierto.

– ¿No oyó nada ni vio alguna luz, o la puerta de la iglesia abierta, por ejemplo?

– No oí nada aparte del viento y no recuerdo que hubiese luz en la iglesia. Si la había, no la vi. Creo que habría notado que la puerta estaba abierta de par en par, pero no me hubiera fijado en ella si estaba entornada. Vi a alguien, aunque no cerca de la iglesia, sino antes, cuando pasé por delante de Ambrosio. Era Eric Surtees. Estaba en el claustro norte, entrando en el edificio principal.

– ¿No le extrañó verlo allí?

– No mucho. No sabría describir lo que me pasaba por la cabeza en esos momentos. Respirar el aire fresco, la sensación de estar fuera de aquellas paredes… En el caso de que me hubiese detenido a pensar en Surtees, presumo que habría dado por sentado que lo habían llamado para solucionar alguna emergencia doméstica. Al fin y al cabo, es el encargado de mantenimiento, ¿no?

– ¿A medianoche y en medio de una tormenta?

Los dos se quedaron callados. A Dalgliesh le llamó la atención que el interrogatorio, lejos de inquietar a Yarwood, parecía haberle levantado el ánimo y desviado su atención, al menos por el momento, de sus problemas personales.

– Cuesta imaginarlo como un asesino, ¿no? -dijo éste-. Un muchacho tranquilo, tímido y servicial. Que yo sepa, no tenía motivos para odiar a Crampton. Por otro lado, estaba entrando en la casa, no en la iglesia. ¿Qué hacía si no lo habían llamado?

– Quizás iba a buscar las llaves de la iglesia. Sabría dónde encontrarlas.

– ¿No hubiera sido una imprudencia? ¿Y por qué tanta prisa? ¿No debía pintar la sacristía el lunes? Creo que se lo oí decir a Pilbeam. Y si quería una llave, ¿por qué no la robó antes? Era libre de pasearse por la casa.

– Se habría expuesto a que lo descubrieran. El seminarista encargado de preparar la iglesia habría notado que faltaba un juego de llaves.

– Muy bien, de acuerdo. Pero lo que dijo de mí es válido también para Surtees. Si quería pelear con Crampton, sabía dónde encontrarlo. Y también sabía que la puerta de Agustín no tenía llave.

– ¿Está seguro de que era Surtees? ¿Lo bastante seguro para jurarlo ante los tribunales si fuese necesario? Pasaba de medianoche, y usted no se encontraba bien.

– Era Surtees. Lo conozco bien. Las luces de los claustros son poco potentes, pero sé que no me equivoco. Podría jurarlo ante los tribunales y durante interrogatorios posteriores, si es eso lo que quiere saber. A pesar de todo, no sería de gran utilidad en un juicio. Ya me figuro el alegato final del defensor: mala visibilidad; una figura vislumbrada por un segundo o dos; un testigo perturbado, lo bastante loco como para salir a caminar durante una fuerte tormenta. Y luego, naturalmente, los indicios de que yo, a diferencia de Surtees, detestaba a Crampton.

Yarwood empezaba a cansarse. Su súbito entusiasmo por la investigación parecía haberlo agotado. Era tarde, y con esta nueva información, Dalgliesh estaba impaciente por marcharse. No obstante, primero debía cerciorarse de que no hubiese más información por asimilar.

– Necesitaremos una declaración, desde luego -dijo-, pero no corre prisa. A propósito, ¿cuál cree que fue la causa de su ataque de pánico? ¿La discusión que sostuvo con Crampton a la hora del té?

– ¿Se ha enterado? Claro que sí, es evidente. No esperaba verlo en Saint Anselm y supongo que me llevé una sorpresa tan grande como la suya. Yo no encendí la discusión; fue él. Se puso a lanzarme sus antiguas y venenosas acusaciones. Temblaba de furia, como si fuese a sufrir un ataque. Todo se remonta a la muerte de su esposa. En ese entonces yo era sargento, y aquél fue mi primer caso de asesinato.

– ¿Asesinato?

– Él mató a su esposa, señor Dalgliesh. Yo estaba seguro de ello entonces y sigo estándolo ahora. De acuerdo, me excedí, fastidié toda la investigación. Al final me denunció por acoso y me amonestaron. No benefició mi carrera. Dudo que hubiera llegado a ser inspector si me hubiese quedado en la Metropolitana. Sin embargo, no me cabe duda de que mató a su esposa y salió impune.

– ¿En qué se basa para afirmar eso?

– Había una botella de vino junto a la cama de la mujer, que murió de una sobredosis de alcohol y aspirinas. La botella no presentaba huellas porque las habían limpiado. No sé cómo consiguió obligarla a que tomase un frasco entero de pastillas, pero sé que lo hizo. Crampton declaró que ni siquiera se había acercado a la cama. ¡Hizo mucho más que eso!

– Quizá mintiese sobre la botella y al decir que no se había acercado a la cama -concedió Dalgliesh-, pero eso no significa que la matase. Es posible que el pánico se apoderara de él al encontrarla muerta. La gente reacciona de forma extraña en situaciones de estrés.

– La mató, señor -repitió Yarwood con terquedad-. Lo leí en su cara y en sus ojos. Mintió. De cualquier modo, no crea que aproveché la ocasión para vengar a aquella mujer.

– ¿Podría haberlo hecho alguien? ¿Ella tenía parientes cercanos, hermanos o un ex amante?

– No, señor Dalgliesh. Sólo unos padres que no se mostraron especialmente afectados. Nunca se le hizo justicia, y a mí tampoco. Aunque no lamento la muerte de Crampton, yo no lo maté. Y no me importaría que nunca descubriesen a su asesino.

– Lo descubriremos -replicó Dalgliesh-. Y usted es policía. En el fondo no está convencido de lo que acaba de afirmar. Me mantendré en contacto. No comente con nadie lo que me ha contado. Claro que usted sabe bien lo que es la discreción.

– ¿De veras? Bueno, supongo que sí. Ahora me cuesta creer que algún día regresaré al trabajo.

Volvió el rostro en un gesto de deliberado rechazo. No obstante, Dalgliesh necesitaba formular una última pregunta.

– ¿Habló de sus sospechas sobre el archidiácono con alguien de Saint Anselm?

– No. No era algo que les hubiese gustado oír. Además, todo eso pertenecía al pasado. No esperaba volver a ver a ese hombre. Aunque seguramente lo sabrán ya…, si es que Raphael Arbuthnot se ha molestado en sacarlo a la luz.

– ¿Raphael?

– Estaba en el claustro sur cuando Crampton me abordó. Raphael lo oyó todo.

7

Se habían desplazado al hospital en el Jaguar de Dalgliesh. Ni él ni Piers hablaron mientras se abrochaban los cinturones de seguridad, y ya habían dejado atrás los barrios periféricos del este de la ciudad cuando el comisario explicó escuetamente lo que había averiguado. Piers lo escuchó en silencio y luego dijo: -No veo a Surtees como un asesino, pero si fue él, no actuó solo. Su hermana debió de echarle una mano. Dudo que ella pasara por alto algo de lo que ocurrió en la casa San Juan durante la noche del sábado. Aun así, ¿por qué iban a desear la muerte de Crampton? Bueno, sabían que el archidiácono estaba empeñado en cerrar Saint Anselm, cosa que no le habría hecho gracia a Surtees. Parece muy contento en su casita y con sus cerdos. Sin embargo, no iba a evitar el cierre matando a Crampton. Y si se había enzarzado en una discusión personal con él, ¿por qué iba a molestarse en urdir un complicado plan para llevarlo a la iglesia? Sabía dónde dormía el archidiácono; tenía que saber también que la puerta no se cerraba con llave.