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– Como todos los que estaban en el seminario -señaló Dalgliesh-, incluidos los huéspedes. Quienquiera que matase a Crampton quería que supiéramos que se trataba de un asunto interno. Eso ha estado claro desde el principio. No existe ningún móvil aparente para Surtees ni para su hermanastra. Si nos centramos en el móvil, Gregory ha de ser el principal sospechoso.

Estaba de más abundar en el tema, y Piers deseó haber mantenido la boca cerrada. Sabía que cuando Dalgliesh estaba meditabundo más valía callar, sobre todo si no había nada nuevo que añadir.

Una vez en la casa San Mateo, el comisario decidió interrogar a los Surtees con la ayuda de Kate. Llegaron cinco minutos después, escoltados por Robbins. Karen Surtees se quedó en la sala de espera, con la puerta firmemente cerrada.

Era obvio que Surtees estaba limpiando la pocilga cuando Robbins había ido a buscarlo, pues cuando llegó a la sala de interrogatorios despedía un fuerte aunque no desagradable olor a tierra y a animales. Sólo se había tomado el tiempo justo para lavarse las manos, que ahora descansaban, cerradas en puños, sobre su regazo. Las mantuvo allí con una inmovilidad tan controlada que parecían ajenas al resto de su cuerpo, y a Dalgliesh le recordaron a dos animalillos acurrucados y paralizados por el pánico. No había tenido ocasión de ponerse de acuerdo con su hermana, y las miradas que dirigió a la puerta después de entrar pusieron de relieve cuánto necesitaba la cercanía y el apoyo de la mujer. Ahora permanecía sentado con una rigidez antinatural; sólo sus ojos se posaron alternadamente en Dalgliesh y Kate hasta fijarse por fin en aquél. El comisario era un hombre experimentado en reconocer el miedo, de manera que no lo interpretó erróneamente. Sabía que a menudo eran los inocentes quienes se mostraban más asustados; los culpables, una vez que habían elaborado su ingeniosa historia, estaban impacientes por contarla y se sometían al interrogatorio con una mezcla de arrogancia y bravuconería que se llevaba por delante cualquier embarazosa manifestación de culpa o temor.

Sin perder el tiempo en formalidades, fue al grano.

– El domingo, cuando mis subalternos lo interrogaron, usted aseguró que no había salido de San Juan en ningún momento de la noche del sábado. Se lo preguntaré otra vez. ¿Estuvo en la iglesia o en el seminario después de las completas del sábado?

Surtees echó un rápido vistazo a la ventana, como deseando escapar por ella, antes de obligarse a clavar la vista de nuevo en Dalgliesh. Contestó en un tono extrañamente agudo.

– No, claro que no. ¿Por qué?

– Señor Surtees, un testigo lo vio entrar en Saint Anselm por el claustro norte poco después de medianoche -dijo Dalgliesh-. Lo identificaron de forma inequívoca.

– No era yo. Debió de ser otra persona. Nadie puede haberme visto porque no estuve allí. Es mentira.

La confusa negativa debió de sonar poco convincente incluso para Surtees.

– ¿Quiere que lo arrestemos por asesinato? -preguntó el comisario con notable paciencia.

Surtees pareció encogerse. Presentaba todo el aspecto de un niño. Después de un silencio, dijo:

– De acuerdo, entré en el seminario. Me desperté y vi luz en la iglesia, así que fui a investigar.

– ¿A qué hora vio luz?

– Hacia la medianoche, como ha dicho usted. Me levanté para ir al baño y vi luz.

Kate habló por primera vez.

– Sin embargo, todas las casas están diseñadas de igual manera, con los dormitorios y los cuartos de baño en la parte trasera. En su casa dan al noroeste. ¿Cómo alcanzó a ver la iglesia?

Surtees se humedeció los labios.

– Tenía sed. Fui a buscar un vaso de agua y vi la luz por la ventana del salón. Al menos me pareció verla. Era muy tenue. Pensé que debía salir a investigar.

– ¿No se le ocurrió despertar a su hermana o telefonear al señor Pilbeam o al padre Sebastian? -inquirió Dalgliesh-. Hubiera sido lo más natural.

– No quería molestarlos.

– Debe de ser muy valiente para salir solo en una noche de tormenta a enfrentarse con un posible ladrón -opinó Kate-. ¿Qué se proponía hacer cuando llegara a la iglesia?

– No lo sé. No pensaba con claridad.

– Tampoco está pensando con claridad ahora, ¿verdad? -terció Dalgliesh-. Pero continúe. Según usted fue a la iglesia. ¿Qué encontró allí?

– No entré. No podía porque no tenía llave. La luz continuaba encendida. Entré en la casa y fui a buscar las llaves al armario de la señorita Ramsey, pero cuando volví al claustro norte la luz de la iglesia estaba apagada. -Ahora hablaba con mayor seguridad, y sus manos se habían relajado visiblemente.

Tras cambiar una mirada con Dalgliesh, Kate se hizo cargo del interrogatorio.

– ¿Y qué hizo entonces?

– Nada. Creí que me había confundido respecto a la luz.

– Sin embargo antes había estado muy seguro, de lo contrario no habría salido en medio de la tormenta, ¿o sí? Primero hay luz y luego se apaga misteriosamente. ¿No se le ocurrió acercarse a la iglesia a ver qué sucedía? Ése era su propósito al salir de casa, ¿no?

– No me pareció necesario -farfulló Surtees-, puesto que ya no había luz. Ya se lo he dicho; pensé que me había equivocado. -Y añadió-: Probé a abrir la puerta de la sacristía, pero estaba cerrada con llave, así que me convencí de que no había nadie dentro.

– Después de que se encontrara el cuerpo del archidiácono, descubrimos que faltaba uno de los juegos de llaves de la iglesia. ¿Cuántos había cuando usted agarró uno?

– No lo recuerdo. No me fijé. Estaba impaciente por salir del despacho. Sabía exactamente dónde estaban las llaves y me limité a llevarme el juego más cercano.

– ¿Y no las devolvió?

– No. No quise entrar de nuevo en la casa.

Dalgliesh intervino con voz queda:

– En ese caso, ¿dónde están ahora, señor Surtees?

Kate había visto pocos sospechosos tan aterrorizados como éste. La valiente fachada de esperanza y seguridad se desmoronó, y Surtees se encorvó en la silla, con la cabeza gacha y tiritando de la cabeza a los pies.

– Voy a preguntárselo una vez más -advirtió Dalgliesh-. ¿Entró en la iglesia el sábado por la noche?

Surtees consiguió sentarse derecho e incluso fijar los ojos en los del comisario, y Kate tuvo la impresión de que el terror se transformaba en alivio. Estaba a punto de decir la verdad y se alegraba de poner fin a la angustia que le provocaba mentir. Ahora él y la policía estarían en el mismo bando. Aprobarían su conducta, lo absolverían, le dirían que entendían su posición. Kate había visto esa misma escena muchas veces.

– De acuerdo, entré en la iglesia -reconoció Surtees-. Pero yo no maté a nadie, lo prometo. ¡No sería capaz! Juro por Dios que ni siquiera me acerqué al archidiácono. Estuve allí menos de un minuto.

– ¿Haciendo qué? -preguntó Dalgliesh.

– Fui a buscar algo para Karen, una cosa que necesitaba. No tiene nada que ver con el archidiácono. Es un asunto privado.

– Señor Surtees, eso no nos vale -lo reprendió Kate-. En una investigación de asesinato nada es privado. ¿Para qué entró en la iglesia?

Surtees miró a Dalgliesh como implorándole comprensión.

– Karen necesitaba otra hostia consagrada. Tenía que estar consagrada. Me pidió que fuese a buscarla.

– ¿Le pidió que la robase por ella?