– Ella no lo veía de esa manera. -Después de una pausa, agregó-: Sí, supongo que sí. Aunque no fue culpa suya, sino mía. No tenía por qué aceptar. No quería hacerlo; los padres siempre han sido buenos conmigo. Pero para Karen era importante y al final me convenció. Debía conseguirla este fin de semana porque la necesita para el viernes. Para ella no era más que una hostia. Jamás me hubiera pedido que robase algo valioso.
– Pero una hostia es algo valioso, ¿no? -replicó Dalgliesh. Hubo otro silencio-. Cuénteme todo lo que sucedió la noche del sábado. Haga memoria y piense con claridad. Quiero todos los detalles.
Surtees se había tranquilizado. Estaba más erguido y el color había vuelto a sus mejillas.
– Esperé hasta muy tarde -comenzó-. Tenía que asegurarme de que todos dormían, o por lo menos estaban en sus habitaciones. Y la tormenta me fue de gran ayuda. Supuse que nadie saldría a dar un paseo. Salí a eso de las doce menos cuarto.
– ¿Qué llevaba puesto?
– Unos pantalones marrones de pana y una cazadora de piel. Nada de color claro. Pensamos que sería más seguro usar ropa oscura, pero tampoco iba disfrazado.
– ¿Llevaba guantes?
– No. No creímos… no creí que fuera necesario. Sólo dispongo de los gruesos guantes de jardinería y de un viejo par de lana. Habría tenido que quitármelos para recoger la hostia e introducir la llave en la cerradura. Además, hubiera sido absurdo. Nadie se enteraría de que había entrado. No iban a echar en falta una hostia; en el peor de los casos, pensarían que habían contado mal. Yo sólo dispongo de dos llaves: una de la verja y otra de la puerta que comunica la casa con el claustro norte. No suelo utilizarlas durante el día, ya que tanto la verja como las puertas que dan a los claustros permanecen abiertas. Sabía que las llaves de la iglesia estaban en el despacho de la señorita Ramsey. A veces, en fiestas como Pascua, les llevo flores o ramas y el padre Sebastian me pide que las deje en un cubo de agua en la sacristía. Siempre hay algún estudiante al que se le da bien decorar la iglesia. En ocasiones el padre Sebastian me entrega las llaves, o me indica que las saque del armario, que cierre bien al salir y que las devuelva. En teoría, estamos obligados a firmar cada vez que nos llevamos las llaves, pero en ocasiones la gente no se molesta en hacerlo.
– Le pusieron las cosas muy fáciles, ¿verdad? Aunque siempre es fácil robar a la gente que confía en uno.
Dalgliesh reparó al tiempo en el dejo de desprecio de su propia voz y en la muda sorpresa de Kate. Se percató de que estaba tomándoselo de una forma demasiado personal.
– No pretendía hacerle daño a nadie -protestó Surtees con mayor seguridad de la que había demostrado hasta el momento-. Jamás lo haría. Incluso si hubiera conseguido robar la hostia, no habría perjudicado a nadie del seminario. Dudo que se enterasen. Era sólo una hostia. No ha de valer más de un penique.
– Volvamos a lo que sucedió el sábado -ordenó Dalgliesh-. Dejemos a un lado las excusas y las justificaciones y ciñámonos a los hechos.
– Bueno, como ya he dicho, salí hacia las doce menos cuarto. El viento rugía y el seminario estaba muy oscuro. Sólo había una luz en uno de los apartamentos de invitados, pero las cortinas estaban corridas. Usé mi llave para entrar en el edificio por la puerta trasera, crucé la antecocina y me encaminé hacia la parte principal de la casa. Llevaba una linterna, de modo que no fue preciso encender ninguna luz, aunque había una encendida debajo de la imagen de la Virgen y el Niño, en el vestíbulo. Había preparado una historia por si me topaba con alguien: le aseguraría que había visto luz en la iglesia y que iba a buscar las llaves para investigar. Sabía que no era muy verosímil, pero no creía que tuviera que recurrir a ella. Tomé el llavero, salí por donde había entrado y cerré con llave. Apagué las luces del claustro y caminé pegado a la pared. No me costó abrir la cerradura embutida de la sacristía: siempre está engrasada, y la llave giró con facilidad. Empujé la puerta muy despacio, alumbrando el camino con la linterna, y desconecté la alarma.
»Empezaba a sentirme más tranquilo y optimista, pues todo estaba saliendo de maravilla. Por supuesto, sabía dónde se hallaban las hostias: a la derecha del altar, en una especie de hornacina iluminada por una luz roja. Siempre dejan algunas hostias consagradas allí por si los sacerdotes tienen que dárselas a un enfermo o llevarlas a alguna de las iglesias de los alrededores donde no hay párroco. Me había metido un sobre en el bolsillo para poner la hostia dentro. Sin embargo, cuando abrí la puerta de la iglesia vi que no estaba vacía. Había alguien.
De nuevo se quedó callado. Dalgliesh resistió la tentación de hacer comentarios o preguntas. Surtees, con la cabeza gacha, había enlazado las manos al frente. Era como si de repente recordar supusiera un esfuerzo para él.
– La luz de El juicio final estaba encendida. Y allí mismo había una persona, de pie; un hombre que llevaba una capa marrón con capucha.
Kate, presa de una irrefrenable curiosidad, preguntó:
– ¿Lo reconoció?
– No. Estaba parcialmente tapado por una columna, en penumbra. Además, llevaba la capucha puesta.
– ¿Alto o bajo?
– De estatura mediana, no muy alto. No lo recuerdo muy bien. Entonces, mientras lo observaba, se abrió la puerta sur y entró otro hombre. Tampoco lo reconocí. En realidad, ni siquiera lo vi; sólo le oí decir «¿dónde está?» y me apresuré a cerrar la puerta. Sabía que mi plan se había fastidiado. No me quedaba otro remedio que echar llave a la puerta y regresar a mi casa.
– ¿Está absolutamente seguro de que no reconoció a ninguna de las dos figuras? -quiso saber Dalgliesh.
– Sí. No les vi la cara a ninguno de los dos. De hecho, al segundo hombre ni siquiera llegué a verlo.
– Pero ¿sabe que era un hombre?
– Bueno, le oí hablar.
– ¿De quién cree que se trataba?
– A juzgar por su voz, yo diría que era el archidiácono.
– Entonces debió de hablar bastante alto, ¿no?
Surtees se ruborizó.
– Supongo que habló alto -contestó apesadumbrado-, aunque en su momento no me lo pareció. Claro que la iglesia estaba en silencio y la voz resonaba. No puedo afirmar con certeza que fuese el archidiácono; es sólo la impresión que me asaltó entonces.
Era obvio que no estaba en condiciones de ofrecer datos fidedignos sobre la identidad de ninguna de las dos figuras. Dalgliesh le preguntó qué había hecho después de salir de la iglesia.
– Conecté de nuevo la alarma, cerré la puerta con llave y crucé el patio, pasando junto a la puerta sur de la iglesia. No estaba abierta ni entornada. No recuerdo haber visto luz, aunque tampoco me fijé. Estaba ansioso por alejarme de allí. Atravesé el descampado con dificultad, batallando contra el viento, y le conté lo ocurrido a Karen. Esperaba que surgiese una oportunidad para devolver la llave el domingo por la mañana, pero cuando nos reunieron en la biblioteca y nos informaron del asesinato, supe que sería imposible.
– ¿Y qué hizo con ellas?
– Las enterré en una esquina de la pocilga -respondió Surtees con aflicción.
– Cuando terminemos esta entrevista, el sargento Robbins lo acompañará a buscarlas.
Surtees hizo ademán de levantarse, pero Dalgliesh lo atajó.
– He dicho «cuando terminemos». No hemos terminado todavía.
La información que acababan de recabar era la más valiosa que habían conseguido hasta el momento, y Dalgliesh sintió la tentación de usarla de inmediato. No obstante, antes había que confirmar la versión de Surtees.
8
En respuesta a la llamada de Kate, Karen Surtees entró en la sala con aparente serenidad, se sentó junto a su hermanastro sin esperar a que Dalgliesh la invitara a hacerlo, colgó un bolso negro del respaldo de la silla y se volvió de inmediato hacia Surtees.