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– ¿Te encuentras bien, Eric? ¿Te han aplicado el tercer grado?

– Estoy bien. Lo siento, Karen. Les he contado todo. -Repitió-: Lo siento.

– ¿Por qué? Hiciste lo que pudiste. No fue culpa tuya que hubiese alguien en la iglesia. Lo intentaste. Y es una suerte para la policía que lo hicieras. Supongo que te estarán agradecidos.

Los ojos de Surtees se habían iluminado al verla, y cuando ella le tocó por un instante una mano, la fuerza que le transmitió fue casi palpable. Aunque las palabras del joven habían sido de disculpa, no había el menor rastro de servilismo en la expresión de su rostro. Dalgliesh detectó en el acto la más peligrosa de las complicaciones: el amor.

Ahora la joven dirigió su atención hacia él, clavándole una mirada intensa y desafiante. Abrió mucho los ojos, y a Dalgliesh le pareció que reprimía una sonrisa hermética.

– Su hermano ha admitido que estuvo en la iglesia el sábado por la noche.

– Más bien en la madrugada del domingo. Pasaba de la medianoche. Y es mi hermanastro… El mismo padre, distintas madres.

– Sí, ya se lo dijo a mis agentes. He oído la versión de su hermanastro. Ahora me gustaría oír la suya.

– Será la misma. Como ya habrán comprobado, Eric no es muy hábil para mentir. Aunque resulta muy inconveniente en ocasiones, tiene sus ventajas. Bueno, no hay para tanto. No ha hecho nada malo, y la idea de que pudiese causar daño a alguien o, peor aún, matar a alguien, es ridícula. ¡Ni siquiera es capaz de matar a sus cerdos! Le pedí que me consiguiera una hostia consagrada. Por si no entienden de estas cosas, les diré que son unos pequeños discos blancos, supongo que hechos de harina y agua, del tamaño de una moneda de dos peniques. Aunque lo hubiesen pillado robándola, dudo que los jueces lo hubieran enviado a juicio. El valor de una hostia es insignificante.

– Eso depende de su escala de valores -le apuntó Dalgliesh-. ¿Para qué la quería?

– No veo que eso guarde relación con su caso, pero no me importa contárselo. Soy periodista y estoy escribiendo un artículo sobre sectas satánicas. Me lo han encargado y ya he acabado la mayor parte de la investigación. La gente que he logrado infiltrar necesita una hostia consagrada, y yo les prometí que les conseguiría una. No me digan que habría podido comprar una caja entera de hostias sin consagrar por un par de libras. Es lo que sugirió Eric. Sin embargo, ésta es una investigación rigurosa y necesitaba el artículo auténtico. Quizá no respeten mi trabajo, pero yo me lo tomo tan en serio como ustedes el suyo. Prometí llevar una hostia consagrada y eso era lo que iba a hacer. De lo contrario, todo lo que he hecho hasta ahora habría resultado una pérdida de tiempo.

– De modo que convenció a su hermanastro para que la robase.

– Bueno, el padre Sebastian no me daría una aunque se lo pidiese cortésmente, ¿verdad?

– ¿Su hermano fue solo?

– Por supuesto. Si lo hubiese acompañado, el riesgo habría aumentado. Al menos él podía justificar su presencia en el seminario. Yo no.

– Pero ¿lo esperó levantada?

– Todavía no nos habíamos metido en la cama, al menos para dormir.

– De manera que se enteró de lo que había ocurrido de inmediato, no a la mañana siguiente, ¿verdad?

– Me lo refirió todo en cuanto volvió. Yo estaba esperándolo.

– Señorita Surtees, esto es muy importante: por favor, piense y trate de recordar las palabras exactas que le dijo su hermano.

– No sé si recordaré las palabras exactas, pero el sentido me quedó muy claro. Me dijo que no había tenido dificultades para agarrar la llave. Abrió la puerta de la sacristía y luego la que comunica con la iglesia alumbrándose con la linterna. Fue entonces cuando vio luz encima del óleo que está en la pared del fondo, El juicio final, ¿no? Y también vio a una persona de pie cerca del cuadro, alguien que llevaba una capa con capucha. Luego se abrió la puerta principal y entró otra persona. Le pregunté si había reconocido a alguna de las dos y me contestó que no. La que llevaba la capa llevaba la capucha puesta, y no llegó a ver a la que entró después. Le pareció oír que ésta preguntaba «¿dónde está?», o algo por el estilo. A Eric le produjo la impresión de que se trataba del archidiácono.

– ¿Y no hizo alguna conjetura sobre quién podría ser la otra persona?

– No. ¿Por qué iba a hacerlo? Quiero decir que no se le ocurrió pensar que hubiese algo siniestro en la presencia de un hombre embozado en la iglesia. Le extrañó que estuviera allí a esas horas de la noche y frustró nuestros planes, pero Eric dio por sentado que sería uno de los sacerdotes o de los seminaristas. Y yo pensé lo mismo.

Sólo Dios sabe qué hacían en la iglesia después de medianoche. Por mí, como si hubiesen estado celebrando su propia misa negra. Por supuesto, si Eric hubiera sospechado que iban a asesinar al archidiácono, habría prestado más atención, digo yo. ¿Qué crees que habrías hecho si te hubieses topado con un asesino armado con un cuchillo, Eric?

Surtees miró a Dalgliesh.

– Salir corriendo, supongo -respondió-. Habría dado la alarma, desde luego. Como los apartamentos de huéspedes no se cierran con llave, tal vez habría ido a buscarlo a usted. Sin embargo, lo que en realidad sucedió fue que me llevé una decepción porque había conseguido sacar la llave sin que me vieran y, a pesar de que todo parecía ir sobre ruedas, tendría que volver y reconocer que había fallado.

Por el momento no obtendrían más información de Surtees. Dalgliesh le dejó marchar, aunque antes les advirtió a los dos que debían mantener en absoluto secreto lo que habían revelado allí. Ya se habían expuesto a una acusación de obstrucción a la justicia, o incluso a un cargo peor. El sargento Robbins acompañaría a Surtees a recuperar las llaves, que pasarían a manos de la policía. Los dos prometieron lo que se les exigía: Eric Surtees con tanta formalidad como si estuviese jurando en los tribunales; su hermana a regañadientes.

Cuando Surtees se levantó para irse, su hermanastra lo imitó, pero Dalgliesh la detuvo.

– Si no le importa, me gustaría que se quedase. He de hacerle un par de preguntas más.

En cuanto la puerta se cerró detrás del muchacho, Dalgliesh dijo:

– Durante el interrogatorio, su hermano aseveró que usted le había pedido otra hostia, de manera que ésta no fue la primera. Lo habían intentado antes. ¿Qué ocurrió en esa primera ocasión?

Aunque la joven estaba rígida, su voz sonó serena cuando respondió.

– Eric debió de equivocarse. No hubo ninguna otra hostia.

– No lo creo. Si quiere, lo mando llamar otra vez y se lo pregunto; de hecho, tengo la intención de hacerlo. No obstante, sería más sencillo que usted me explicase qué pasó la otra vez.

– No tuvo nada que ver con este asesinato -replicó ella a la defensiva-. Sucedió el trimestre pasado.

– Será el juez quien decida qué cosas tienen que ver con este asesinato. ¿Quién robó la hostia para usted la primera vez?

– Nadie la robó. Me la dieron.

– ¿Quién? ¿Ronald Treeves?

– Pues sí, ya que lo pregunta. Algunas de las hostias consagradas se llevan a las parroquias de los alrededores que se han quedado temporalmente sin sacerdote y donde se requieren para la Comunión. El encargado de transportarlas es el seminarista que va a ayudar a celebrar el oficio. Esa semana le tocó a Ronald, y él consiguió una hostia para mí. Una de tantas. Era una pequeñez.

– Usted debía de saber que no significaba una pequeñez para él -intervino Kate de improviso-. ¿Cómo le pagó? ¿De la manera obvia?

La chica enrojeció, no de vergüenza sino de furia. Por un instante Dalgliesh creyó que iba a montar en cólera, lo que, a su juicio, habría estado justificado.

– Lamento si la pregunta le ha parecido ofensiva -dijo-. La formularé de otro modo: ¿cómo consiguió convencer a Ronald?