La fugaz expresión de furia se desvaneció. Karen Surtees lo escrutó con los ojos entornados, estudiándolo, pero enseguida se tranquilizó. Dalgliesh identificó el instante en que ella comprendió que sería más prudente -y quizá más satisfactorio- hablar con franqueza.
– De acuerdo, lo convencí de la manera obvia, y si piensa soltarme una perorata sobre la moral, olvídelo. No es asunto suyo. -Miró a Kate con clara hostilidad-. Ni de ella. No veo qué relación guarda esto con el asesinato del archidiácono. Es imposible que la haya.
– La verdad es que no estoy seguro -replicó Dalgliesh-. Es posible que haya alguna relación. Si no la hay, no usaremos esta información. No le estoy preguntando por el robo de la hostia porque sienta una curiosidad lasciva por su vida personal.
– Mire -dijo la chica-, Ronald me caía bien. Bueno, tal vez sería mejor decir que me daba pena. No era un chico exactamente popular aquí. Tenía un padre demasiado rico y poderoso, y encima metido en un mal negocio. Armamento, ¿no? Bueno, la cuestión es que Ronald no encajaba en este sitio. Cuando yo venía a ver a Eric, de vez en cuando nos encontrábamos, íbamos a dar un paseo por el acantilado hasta la laguna y charlábamos. Me contó cosas que usted no le habría sonsacado ni en un millón de años; y tampoco los sacerdotes, por más que lo confesasen. Le hice un favor. Ya había cumplido veintitrés años y todavía era virgen. Estaba desesperado…, se moría por tener relaciones sexuales.
Quizás hubiese muerto por eso, pensó Dalgliesh.
– Seducirlo no resultó del todo engorroso -prosiguió Karen-. Los hombres siempre se quejan de lo que les cuesta seducir a las chicas vírgenes, sabe Dios por qué. Aseguran que es agotador, que no vale la pena… No obstante, a la inversa, la cosa ofrece sus compensaciones. Y si quiere saber cómo se lo ocultamos a Eric, le diré que no nos acostamos en la casa, sino entre los helechos del acantilado. Tuvo mucha suerte de que lo iniciara yo en lugar de una prostituta… De hecho, había ido a ver a una en cierta ocasión, pero le dio tanto asco que no pudo seguir adelante. -Hizo una pausa, y al ver que Dalgliesh no hablaba, continuó en tono más defensivo-: Se estaba formando para ordenarse sacerdote, ¿no? ¿Qué servicio habría prestado a los demás sin una experiencia personal? Él hablaba mucho de las virtudes del celibato, y supongo que el celibato está bien cuando es lo que uno quiere. Pero créame, él no lo quería. Fue afortunado al encontrarme.
– ¿Qué pasó con la hostia? -preguntó Dalgliesh.
– Ah, ¡eso sí que fue mala suerte! No creerá lo que ocurrió: la perdí. La guardé en un sobre, y éste en mi maletín, junto con otros papeles. No volví a verla. Debió de caerse cuando saqué las cosas del maletín. Sea como fuere, no la encontré.
– De manera que le pidió otra a Ronald y esta vez él se mostró menos complaciente.
– Es una forma de plantearlo. Creo que estuvo reflexionando durante sus vacaciones. Cualquiera hubiera dicho que le había destrozado la vida en lugar de contribuir a su educación sexual.
– Y una semana después, Ronald estaba muerto -señaló Dalgliesh.
– Eso no es responsabilidad mía. Yo no le deseaba la muerte.
– Entonces, ¿piensa que quizá lo hayan asesinado?
La chica se quedó atónita, y Dalgliesh percibió sorpresa y terror en sus ojos.
– ¿Asesinado? ¡Por supuesto que no! ¿Quién iba a querer matarlo? Fue una muerte accidental. Se puso a fisgonear al pie del acantilado, y la arena le cayó encima. Hubo una vista. Usted ya sabe cuál fue el veredicto.
– Cuando se negó a proporcionarle una segunda hostia, ¿usted intentó chantajearlo?
– ¡Claro que no!
– ¿Le insinuó que ahora estaba a su merced, que poseía información que podía acarrear su expulsión del seminario e impedir que se ordenase?
– ¡No! -exclamó ella con vehemencia-. No hice nada por el estilo. ¿De qué hubiera servido? Para empezar, habría puesto a Eric en un compromiso. Además, los sacerdotes le creerían a él y no a mí. No me hallaba en condiciones de chantajearlo.
– ¿Cree que él era consciente de ello?
– ¿Cómo diablos quiere que sepa lo que pensaba él? Estaba medio loco, eso es lo único que sé. Oiga, se supone que usted está investigando el asesinato de Crampton. La muerte de Ronald no tiene nada que ver con su caso.
– Si no le importa, eso lo decidiré yo. ¿Qué pasó cuando Ronald Treeves fue a la casa San Juan la noche anterior al día de su muerte? -La chica guardó un hosco silencio-. Usted y su hermano ya han ocultado información vital para este caso -le recordó Dalgliesh-. Si lo que han declarado hoy lo hubiesen dicho el domingo por la mañana, es probable que ya hubiéramos arrestado a alguien. Si ni usted ni su hermano se vieron envueltos en la muerte del archidiácono, le sugiero que responda a mis preguntas con franqueza y veracidad. ¿Qué ocurrió cuando Ronald Treeves fue a San Juan la noche de aquel viernes?
– Yo ya estaba allí. Había venido a pasar el fin de semana. No sabía que él pensaba presentarse. Y Ronald no tenía derecho a irrumpir en la casa de ese modo. De acuerdo, estamos acostumbrados a dejar la puerta abierta, pero San Juan es la casa de Eric. Ronald subió a toda prisa las escaleras y, si quiere saberlo, nos encontró en la cama a Eric y a mí. Se quedó en la puerta, mirándonos fijamente. Parecía un loco, un loco de atar. Después empezó a lanzar acusaciones ridículas. No recuerdo las palabras exactas. Supongo que podría habérmelo tomado a risa, pero en su momento me asustó un poco. Deliraba y gritaba como un lunático. No, miento, no gritaba; en todo momento mantuvo la voz baja. Eso era lo más inquietante. Eric y yo estábamos desnudos, de manera que nos encontrábamos en una situación desventajosa. Nos incorporamos en la cama y escuchamos la interminable perorata de aquella voz aguda. Dios, fue muy raro. ¿Puede creer que pensaba que íbamos a casarnos? ¿Me imagina en el papel de esposa de un párroco? Había perdido la cabeza. Actuaba como un loco y lo estaba -concluyó con desconcierto e incredulidad, con el tono de alguien que charla con un amigo en un bar.
– Usted lo sedujo y él creyó que lo amaba -señaló Dalgliesh-. Le facilitó una hostia consagrada porque usted se la pidió y porque él era incapaz de negarle nada. Sabía muy bien lo que había hecho. Entonces descubrió que nunca había habido amor, que lo habían utilizado. Al día siguiente se suicidó. ¿No se siente mínimamente responsable de esa muerte, señorita Surtees?
– ¡No! -contestó con ímpetu-. Nunca le dije que lo quería. No fue culpa mía que lo creyese. Y no creo que se haya suicidado. Fue un accidente. Es lo que dictaminó el jurado y lo que yo pienso.
– Pues yo no opino igual, ¿sabe? -dijo Dalgliesh-. Me parece que usted está perfectamente al tanto de qué fue lo que empujó a Ronald Treeves al suicidio.
– Aunque lo esté, eso no me convierte en responsable de ello. ¿Por qué demonios tuvo que entrar en San Juan y subir a la planta alta como si fuese el propietario de la casa? Supongo que ahora se lo contará todo al padre Sebastian y los sacerdotes echarán a Eric.
– No, no se lo contaré al padre Sebastian -repuso Dalgliesh-. Usted y su hermano se han metido en una situación muy peligrosa. Debo insistir en que lo que me han dicho ha de permanecer en secreto. Absolutamente todo.
– De acuerdo -asintió ella de malhumor-. No diremos nada. ¿Para qué? Y no entiendo por qué tengo que sentirme culpable por la muerte de Ronald ni por el asesinato de Crampton. Nosotros no lo matamos, aunque pensamos que usted estaría encantado de achacarnos el crimen. Los sacerdotes son sacrosantos, ¿no? Le sugiero que investigue sus motivos en lugar de seguir acosándonos a nosotros. No me pareció que hiciera daño a nadie al ocultarle que Eric había ido a la iglesia. Pensé que lo había matado uno de los seminaristas y que tarde o temprano confesaría. Las confesiones son lo suyo, ¿no? No conseguirá que me sienta culpable. No soy insensible ni cruel. Lamenté mucho lo de Ronald. No lo obligué a procurarme la hostia. Se la pedí y él me la dio. Y no me acosté con él para que me la diera. Bueno, en parte sí, pero no fue la única razón. Lo hice porque me producía lástima, porque estaba aburrida y quizá por otras razones que usted no comprendería ni aprobaría.