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No había más que hablar. Karen estaba asustada; no avergonzada. Nada de lo que le dijese Dalgliesh iba a hacerla admitir su responsabilidad en la muerte de Ronald Treeves. El comisario meditó sobre la desesperación que había impulsado al joven a buscar aquel horrible fin. Se había visto obligado a escoger entre dos opciones terribles: permanecer en Saint Anselm, con el constante temor a que lo traicionaran y los angustiosos remordimientos por lo que había hecho, o confesárselo todo al padre Sebastian, quien con toda probabilidad lo enviaría a casa, donde habría de presentarse ante su padre como un fracasado. Dalgliesh se preguntó qué habría dicho y hecho el padre Sebastian. El padre Martin habría demostrado clemencia, sin duda. En el caso del rector, no estaba seguro. No obstante, aun si lo hubiesen perdonado, ¿habría aguantado Treeves vivir en el seminario con la humillante sensación de que lo estaban vigilando?

Al final dejó ir a la joven. Lo embargaban una gran tristeza y una rabia dirigida hacia algo más profundo y menos identificable que Karen Surtees y su frialdad. Por otra parte, ¿qué derecho tenía él a enfadarse? Ella observaba su propia moral. Cuando prometía entregar una hostia consagrada, no faltaba a su palabra. Era una periodista de investigación que se tomaba su trabajo muy en serio y actuaba con diligencia, aunque para ello fuera preciso recurrir al engaño. No habían llegado a compenetrarse; habría sido imposible. Para Karen Surtees resultaba inconcebible que alguien se matara por un pequeño disco de harina y agua. Para ella las relaciones sexuales con Ronald no habían significado nada más que un remedio provisional contra el aburrimiento, la satisfactoria sensación de poder derivada del acto de iniciación; una experiencia nueva, un inofensivo intercambio de placer. Tomárselas más en serio conducía, en el mejor de los casos, a celos, exigencias, recriminaciones y problemas; en el peor, a un ser ahogado en la arena. ¿Acaso él mismo, en sus años de soledad, no había separado su vida sexual del compromiso? Era innegable, por mucho que se hubiera mostrado más prudente en su elección de pareja y más sensible ante los sentimientos de los demás. Se preguntó qué le diría a sir Alred; quizá que el veredicto no concluyente era más acertado que el de muerte accidental, pero que no había indicios de que hubiese ocurrido algo turbio. Y sin embargo, algo turbio había ocurrido.

Respetaría el secreto de Ronald. El joven no había escrito una nota de suicidio. No había modo de saber si en sus últimos segundos de vida, demasiado tarde, había cambiado de idea. Si había muerto porque no soportaba la idea de que su padre se enterase de la verdad, Dalgliesh no era quién para revelársela ahora.

Tomó conciencia de su prolongado silencio y de que Kate, sentada a su lado, se preguntaba por qué no hablaba. Detectó la controlada impaciencia de la chica.

– Bien -dijo él-. Por fin estamos progresando. Hemos encontrado las llaves perdidas. Eso significa que, después de todo, Caín regresó al seminario a devolver las suyas. Y ahora, a buscar la capa marrón.

– Si es que todavía existe… -apostilló Kate, como si le hubiese leído el pensamiento.

9

Dalgliesh llamó a Piers y a Robbins a la sala de interrogatorios y los puso al tanto de las novedades.

– ¿Revisaron todas las capas? ¿Las negras y las marrones?

Fue Kate quien respondió:

– Sí, señor. Ahora que Treeves está muerto, quedan diecinueve estudiantes internos y diecinueve capas. Hay quince alumnos ausentes y todos se han llevado su capa, con la excepción de uno que fue a celebrar el cumpleaños y el aniversario de bodas de su madre. Eso significa que en el vestuario debía haber cinco capas, y allí las encontramos. Las hemos examinado meticulosamente, al igual que las de los sacerdotes.

– ¿Las capas tienen etiquetas con el nombre? No me fijé cuando las vimos por primera vez.

– Sí, todas -confirmó Piers-. Por lo visto, son las únicas prendas con etiquetas. Me imagino que esto obedece a que son idénticas; sólo se diferencian por la talla. No hay ninguna sin nombre.

No podían saber si el asesino llevaba puesta la capa al atacar a Crampton. Era posible que una tercera persona aguardara al archidiácono en la iglesia, alguien a quien Surtees no hubiese visto. No obstante, ahora que sabían que alguien, probablemente el asesino, había usado una capa, habría que mandar las cinco al laboratorio para que las analizaran en busca de fibras, pelos y minúsculas manchas de sangre. Además, ¿qué había sucedido con la vigésima capa? ¿Y si después de la muerte de Ronald Treeves no la hubiesen enviado a la casa de su familia, junto con el resto de la ropa?

Dalgliesh rememoró su entrevista con sir Alred en New Scotland Yard. El chófer de Alred había ido con otro conductor a recoger el Porsche y un paquete de ropa. Sin embargo, ¿contenía éste la capa? Se esforzó por recordar. Estaba seguro de que el magnate había mencionado un traje, zapatos y una sotana, pero ¿también una capa marrón?

– Localice a sir Alred -ordenó a Kate-. Me entregó una tarjeta con su dirección y su número particular. La encontrará en su expediente. Aunque dudo que esté en su casa a estas horas, seguramente habrá alguien. Dígale a quienquiera que atienda la llamada que necesito hablar con él cuanto antes.

Había previsto dificultades. No era fácil comunicarse con sir Alred por teléfono, y siempre cabía la posibilidad de que estuviese en el extranjero. No obstante, tuvieron suerte. El hombre que se puso al teléfono tardó en dejarse convencer de la urgencia del asunto, pero acabó por darles el número de las oficinas de Mayfair. Allí contestó la típica voz aristocrática y displicente. Sir Alred se encontraba reunido. Dalgliesh pidió que fuesen a buscarlo. ¿Sería el comisario tan amable de llamar dentro de unos tres cuartos de hora? Dalgliesh repuso que no podía esperar ni siquiera tres cuartos de minuto.

– No cuelgue, por favor -dijo la voz.

Menos de un minuto después, sir Alred se puso al teléfono. Pese a que la voz grave y autoritaria no sonaba preocupada, dejaba traslucir cierta impaciencia contenida.

– ¿Comisario Dalgliesh? Aguardaba noticias suyas, pero no en medio de una reunión. Si tiene novedades que comunicarme, preferiría oírlas en otro momento. Doy por sentado que ese asunto de Saint Anselm está relacionado con la muerte de mi hijo, ¿no?

– Todavía no hay pruebas que lo demuestren. Me pondré en contacto con usted para hablarle del veredicto de la vista en cuanto haya completado mi investigación. Por el momento, el asesinato tiene prioridad. Ahora sólo quería preguntarle por la ropa de su hijo. Recuerdo que me contó que se la devolvieron. ¿Se hallaba presente cuando abrieron el paquete?

– No exactamente cuando lo abrieron, pero sí poco después. Si bien no suelo ocuparme de esa clase de asuntos, mi ama de llaves me consultó al respecto. Aunque yo le había indicado que regalara la ropa a la beneficencia, el traje era de la talla de su hijo y ella me preguntó si me importaba que se quedara con él. También le preocupaba la sotana. No creía que le encontraran utilidad en una organización benéfica y se preguntaba si debía enviarla de vuelta al seminario. Le respondí que si la habían enviado sería porque no la querían, y que se deshiciera de ella como mejor le pareciese. Creo que la tiró a la basura. ¿Algo más?

– ¿Y la capa? ¿No había una capa marrón?

– No.

– ¿Está seguro, sir Alred?

– Claro que estoy seguro. Yo no abrí el paquete, pero si hubiese habido una capa, la señora Mellors me habría preguntado con toda seguridad qué hacer con ella. Que yo recuerde, me enseñó el paquete entero. La ropa todavía estaba envuelta en papel marrón, con la cuerda colgando. No veo razón alguna para que sacase la capa. ¿Debo entender que reviste alguna importancia para su investigación?