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– Una gran importancia, sir Alred. Gracias por su ayuda. ¿Es posible localizar a la señora Mellors en casa de usted?

La voz adoptó un tono decididamente exasperado.

– No tengo idea. No vigilo los movimientos de mis criados. Pero ella vive en mi casa, así que supongo que la encontrará allí.

De nuevo les sonrió la suerte cuando llamaron a la casa de Holland Park. Atendió el teléfono la misma voz masculina y dijo que pasaría la llamada a la habitación del ama de llaves.

Después de que Dalgliesh le explicase que había hablado con sir Alred y contaba con su aprobación, la señora Mellors le tomó la palabra y contestó que sí, que ella había abierto el paquete de la ropa del señor Ronald y había elaborado una lista del contenido. No figuraba ninguna capa marrón. Sir Alred le había concedido permiso gentilmente para quedarse con el traje. En cuanto al resto de los artículos, ella misma los había llevado a la tienda de Oxfam de Notting Hill Gate. Había tirado la sotana; aunque le apenaba desaprovechar la tela, había supuesto que nadie querría usarla.

Luego añadió algo sorprendente para una mujer que, a juzgar por su confiada voz y sus inteligentes respuestas, debía de ser sensata:

– Encontraron la sotana junto al cuerpo, ¿no? No me habría gustado usarla. Me pareció un poco macabra. Pensé en cortar los botones, que podrían haber resultado útiles, pero no quise tocarla. Para serle franca, fue un alivio arrojarla a la basura.

Dalgliesh le dio las gracias y colgó el auricular.

– ¿Qué pasó entonces con la capa? -dijo-. ¿Y dónde está ahora? El primer paso será interrogar a la persona que lió el paquete. Según el padre Martin, fue John Betterton.

10

Emma impartía su tercera clase delante de la gran chimenea de piedra de la biblioteca. Al igual que con las primeras, abrigaba pocas esperanzas de distraer la mente de su pequeño grupo de alumnos de las actividades tétricas y serias que se desarrollaban alrededor. El comisario Dalgliesh aún no había autorizado la reapertura de la iglesia ni el oficio de consagración que había preparado el padre Sebastian. Los técnicos de la policía seguían trabajando: todas las mañanas llegaban en una siniestra furgoneta que alguien debía de haberles enviado desde Londres y que, pese a las protestas del padre Peregrine, siempre aparcaban en el patio delantero. Dalgliesh y sus dos inspectores continuaban con sus misteriosos interrogatorios, y las luces de la casa San Mateo permanecían encendidas hasta altas horas de la noche.

El rector había prohibido a los estudiantes que discutieran el caso, lo que, en sus palabras, equivalía a «actuar en connivencia con el mal y agravar la situación con chismorreos desinformados o especulativos». Sin embargo, no era realista esperar que su prohibición se respetase, y Emma tenía la impresión de que había sido contraproducente. Circulaban rumores más discretos e intermitentes que generalizados o prolongados, pero el hecho de que les hubiesen desautorizado añadía culpa a la carga colectiva de ansiedad y tensión. Ella era de la opinión de que habría convenido más hablar abiertamente del tema. Como había dicho Raphael, «tener a la policía en casa es como sufrir una invasión de ratones; uno sabe que están ahí incluso cuando no los ve ni los oye».

La muerte de la señorita Betterton no había incrementado mucho el malestar. Era un segundo golpe, más suave, sobre unos nervios ya anestesiados por el horror. Ansiosa por aceptar que esta muerte era accidental, la comunidad pugnaba por desvincularla del terrible asesinato del archidiácono. La señorita Betterton no había tenido mucho trato con los seminaristas, y sólo Raphael había lamentado sinceramente su pérdida. Sin embargo, incluso él parecía haber recuperado la compostura y mantenía un precario equilibrio entre el ensimismamiento en su mundo particular y arrebatos de cruel mordacidad. Desde la charla en el acantilado, Emma no había vuelto a quedarse a solas con él. Se alegraba. No constituía una compañía agradable.

Si bien había una sala para seminarios al fondo de la segunda planta, Emma había preferido usar la biblioteca. Le pareció más práctico tener a mano los libros que necesitarían consultar, pero sabía que su elección obedecía a un motivo menos lógico. La sala de seminarios le producía claustrofobia; no debido a su tamaño, sino a su atmósfera. Por muy temible que resultase la presencia de la policía, era más soportable estar en el corazón de la casa que encerrada en el segundo piso, aislada de una actividad que resultaba menos traumática vista que imaginada.

La noche anterior había dormido bien. Habían instalado cerraduras de seguridad en los apartamentos de huéspedes y les habían dado las llaves. Se alegraba de dormir en Jerónimo en lugar de al lado de la iglesia, con aquella vista ineludible y tenebrosamente amenazadora. No obstante, sólo Henry Bloxham había mencionado el cambio; lo había oído hablando con Stephen: «Tengo entendido que Dalgliesh se cambió de apartamento para estar junto a la iglesia. ¿Acaso espera que el asesino vuelva al escenario del crimen? ¿Crees que se pasa la noche en vela, montando guardia junto a la ventana?» Nadie había comentado ese asunto con Emma.

Los sacerdotes, cuando estaban libres de otras ocupaciones, asistían a sus clases, siempre después de pedir permiso. Nunca hablaban, y Emma jamás había sentido que la estuvieran vigilando. Hoy fue el padre Betterton quien se unió a los cuatro ordenandos. Como de costumbre, el padre Peregrine trabajaba en silencio al fondo de la biblioteca, inclinado sobre su escritorio y aparentemente ajeno a la presencia de los demás. Estos se sentaron junto al pequeño fuego de la chimenea -destinado a confortar más que a añadir calor al ambiente- en sillas de respaldo bajo. Sólo Peter Buckhurst había escogido una de respaldo alto, que ocupaba erguido y silencioso, con las pálidas manos apoyadas sobre el texto como si leyese en braille.

Para este trimestre Emma había planeado leer y discutir la poesía de George Herbert. Hoy, rechazando la facilidad de lo conocido, había escogido un poema más complejo: «La quididad.» Henry acababa de leer en voz alta la última estrofa:

No es un arte, un oficio, un instrumento ni es la Bolsa ni el Ayuntamiento, sino aquello que siempre tengo a mano y con lo que contigo el monte gano.

Después de un breve silencio, Stephen Morby preguntó:

– ¿Qué quiere decir «quididad»?

– Lo que es una cosa, su esencia.

– ¿Y las palabras finales «y con lo que contigo el monte gano»?

– Según la nota de mi edición -señaló Raphael-, alude a un juego de cartas donde el ganador se lleva el monte, es decir la totalidad de las cartas que hay en la mesa para robar. Así que supongo que Herbert quiere decir que, cuando escribe poesía, busca la mano de Dios, la mano ganadora.

– Herbert era muy aficionado a las metáforas relacionadas con los juegos de azar -explicó Emma-. ¿Recordáis «El pórtico de la iglesia»? En el caso que nos ocupa podría tratarse de un juego en el que hay que descartar naipes con el fin de conseguir otros mejores. No debemos olvidar que Herbert está hablando de su poesía. Cuando escribe lo tiene todo, porque está en comunión con Dios. Los lectores de la época debían de saber a qué juego se refería.

– Ojalá lo supiera yo -comentó Henry-. Deberíamos investigar y descubrir cómo se juega. No sería muy difícil.

– Pero sí inútil -le protestó Raphael-. Yo quiero que el poema me conduzca al altar y al silencio, no a un libro de consulta ni a una baraja.

– De acuerdo. Esto es típico de Herbert, ¿no? Santificar lo mundano, incluso lo frívolo. Aun así, me gustaría conocer el juego.