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Emma mantenía los ojos fijos en el libro, de manera que no reparó en que alguien había entrado en la biblioteca hasta que los cuatro estudiantes se pusieron simultáneamente de pie. El comisario Dalgliesh estaba en la puerta. No demostró sorpresa por descubrir que había interrumpido una clase, y la disculpa que le presentó a Emma sonó más formal que sincera.

– Lo siento, no sabía que estaba con sus alumnos en la biblioteca. Quería hablar con el padre Betterton y me han dicho que lo encontraría aquí.

Ligeramente nervioso, el padre John se dispuso a levantarse de la silla tapizada en piel. Emma se ruborizó, e, incapaz de ocultar ese sonrojo delator, se obligó a mirar los negros y serios ojos de Dalgliesh. Permaneció sentada y la asaltó la impresión de que los cuatro seminaristas se habían acercado un poco más a ella, como un grupo de guardaespaldas con sotanas que la protegían de un intruso.

Raphael habló con ironía y en un tono demasiado alto cuando dijo:

– Las palabras de Mercurio parecen demasiado severas después de oír las canciones de Apolo. El policía poeta, justo el hombre que necesitábamos. Estamos batallando con un poema de George Herbert, comisario. ¿Por qué no se une a nosotros y aporta su erudición?

Dalgliesh lo contempló en silencio por unos instantes.

– Estoy seguro de que la señorita Lavenham está dotada de la erudición necesaria. ¿Nos vamos, padre?

En cuanto la puerta se cerró tras ellos, los cuatro seminaristas se sentaron. Para Emma, el episodio había tenido una trascendencia que iba más allá de las palabras y las miradas que se habían intercambiado. «Al comisario no le cae bien Raphael», pensó. Intuía que era un hombre que nunca permitía que sus sentimientos influyeran en su trabajo. Casi con seguridad, tampoco lo permitiría en este caso. Aun así estaba convencida de que no se había equivocado al detectar una pequeña chispa de antagonismo. Lo más extraño era la fugaz satisfacción que había experimentado ella ante esa idea.

11

El padre Betterton caminó junto a él por el vestíbulo, a través de la puerta principal y a lo largo del costado sur del seminario hasta la casa San Mateo, forzando sus cortas piernas a seguir el paso de Dalgliesh, como un niño obediente, y con las manos cruzadas y metidas en las mangas de la sotana. El comisario se preguntaba cómo reaccionaría ante el interrogatorio. De acuerdo con su experiencia, cualquier persona cuyo contacto previo con la ley hubiese acabado en arresto nunca volvía a sentirse cómoda con la policía. Temía que la comparecencia del sacerdote ante los tribunales y su estancia en la prisión, que debieron de ser terriblemente traumáticas para él, le impidieran ahora afrontar esta situación. Según le había contado Kate, el sacerdote había actuado con una estoica y mal disimulada repugnancia mientras le tomaban las huellas digitales, pero pocos sospechosos en potencia aceptaban de buen grado ese robo oficial de la identidad. A pesar de esto, el padre John parecía menos afectado por el asesinato del archidiácono y la muerte de su hermana que el resto de la comunidad y mantenía un aire de perpleja resignación ante una vida que, más que dominar, había que soportar.

En la sala de interrogatorios se sentó en el borde de una silla, sin dar muestras de prepararse para un suplicio.

– ¿Usted fue el encargado de empaquetar la ropa de Ronald Treeves, padre? -preguntó Dalgliesh.

Ahora el ligero gesto de turbación se vio sustituido por un inconfundible rubor de culpa.

– Oh, vaya, creo que cometí una estupidez. Supongo que quiere preguntarme por la capa, ¿no?

– ¿La envió a casa de la familia, padre?

– No, me temo que no. Es difícil de explicar. -Seguía más alterado que asustado cuando miró a Kate-. Sería más sencillo si estuviera presente su otro ayudante, el inspector Tarrant. Verá, resulta algo embarazoso.

Aunque normalmente Dalgliesh no habría accedido a una petición semejante, las presentes circunstancias no eran normales.

– Como funcionaría de la policía, la inspectora Miskin está acostumbrada a oír confidencias embarazosas. De todos modos, si cree que se sentirá más cómodo…

– Oh, sí, desde luego, por favor. Sé que es una tontería, pero me facilitaría las cosas.

A una señal de Dalgliesh, Kate se marchó. Piers estaba en la planta alta, sentado ante el ordenador.

– El padre Betterton quiere declarar algo demasiado sórdido para mis castos oídos femeninos -le informó Kate-. El jefe te reclama. Parece que la capa de Ronald Treeves nunca llegó a casa de papá. Si es así, ¿por qué diablos no lo dijeron antes? ¿Qué le pasa a esta gente?

– Nada -respondió Piers-. Simplemente no piensan como policías.

– No piensan como nadie que yo haya conocido. Prefiero mil veces a cualquier villano de la vieja escuela.

Piers le cedió el asiento y bajó a la sala de interrogatorios.

– Bien, ¿qué es lo que sucedió exactamente? -preguntó Dalgliesh.

– Supongo que el padre Sebastian le habrá dicho que me pidió que empaquetara la ropa. Pensó… bueno, pensamos que no sería justo pedirle algo así a un miembro del personal. La ropa de los muertos es algo tan íntimo, ¿no? Siempre causa malestar. Así que fui a la habitación de Ronald y recogí sus prendas. No tenía muchas, por supuesto. Les pedimos a los estudiantes que traigan sólo lo imprescindible. Cuando estaba doblando la capa, noté que… -Titubeó y luego prosiguió-:…en fin, noté que estaba manchada en el interior.

– ¿Manchada, padre?

– Bueno, era obvio que había hecho el amor encima de la capa.

– ¿Era una mancha de semen?

– Sí, así es. Y bastante grande. No quise enviársela así a su padre. Ronald no lo habría deseado y yo sabía… todos sabíamos que sir Alred se había opuesto a que viniese a Saint Anselm y a que se ordenara sacerdote. Si hubiese visto la capa, quizás habría ocasionado problemas al seminario.

– ¿Se refiere a que habría estallado un escándalo sexual?

– Sí, algo así. Y habría sido humillante para el pobre Ronald. Era lo último que él hubiese deseado. Yo estaba confundido, pero me pareció mal mandar la capa de vuelta en ese estado.

– ¿Por qué no intentó limpiarla?

– Lo pensé, pero no habría sido fácil. Temía que mi hermana me viese con la capa y me interrogase al respecto. No se me da muy bien lavar ropa y, naturalmente, no quería que me viesen haciéndolo. El apartamento es pequeño y no tenemos… no teníamos mucha intimidad. Me limité a desentenderme del problema. Sé que fue una tontería, pero el paquete debía estar listo para cuando llegase el chófer de sir Alred y pensé que me ocuparía de la capa en otro momento. Y había algo más; no deseaba que nadie se enterase, y mucho menos el padre Sebastian. Verá, yo sabía quién era la mujer con quien había estado haciendo el amor.

– ¿Así que era una mujer?

– Oh, sí, era una mujer. Sé que puedo contar con su discreción.

– Si esto no tiene nada que ver con el asesinato del archidiácono, no lo divulgaremos -le prometió Dalgliesh-. De cualquier forma, creo que puedo ayudarle. Era Karen Surtees, ¿no?

El semblante del padre Betterton reflejó alivio.

– Sí, era ella. Me temo que era Karen. Verá, soy aficionado a la observación de las aves y los avisté con mis prismáticos. Estaban en el helechal. No lo comenté con nadie, por supuesto. El padre Sebastian no haría la vista gorda ante una cosa así. Además, pensé en Eric. Es un buen hombre y está muy a gusto aquí, con nosotros y con sus cerdos. No quería causarle dificultades. Y a mí no me parecía algo terrible. Si se querían, si eran dichosos juntos… Claro que no sé qué clase de relación mantenían. No obstante, cuando uno piensa en la crueldad, la arrogancia y el egoísmo que tan a menudo condenamos…, bueno, no consideré que lo que hacía Ronald fuese muy grave. No vivía feliz aquí, ¿sabe? No terminaba de encajar, y creo que tampoco era feliz en su casa. Así que quizá necesitase encontrar a una persona que lo tratara con un poco de amabilidad y comprensión. La vida de los demás es misteriosa, ¿no? No debemos juzgarla. Los muertos merecen tanta indulgencia como los vivos. De manera que recé por él y opté por no decir nada. Claro que aún debía resolver el problema de la capa.