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– Padre, tenemos que encontrarla pronto. ¿Qué hizo con ella?

– La enrollé bien y la guardé en el fondo de mi armario. Sé que fue una tontería, pero en su momento me pareció razonable. No creí que fuese un asunto urgente. Sin embargo, los días fueron pasando, y la cuestión se me antojaba cada vez más difícil de solucionar. Por fin, un sábado supe que debía tomar una decisión. Aguardé a que mi hermana saliera a dar un paseo, agarré un pañuelo, lo empapé con agua caliente y jabón y conseguí eliminar la mancha. Luego colgué la capa delante de la estufa de gas. Juzgué conveniente quitarle la etiqueta con el nombre para que no le recordase a nadie la muerte de Ronald. Después bajé y colgué la capa en una de las perchas del guardarropa. Así podría usarla cualquier seminarista que olvidara la suya. Decidí que luego le comunicaría al padre Sebastian que no había enviado la capa de Ronald junto con el resto de sus cosas. No le daría ninguna explicación; simplemente le informaría de que la había colgado en el guardarropa. Sabía que él supondría que había sido un descuido mío. De verdad me pareció la mejor solución.

Dalgliesh sabía por experiencia que era contraproducente apremiar a un testigo, de modo que se esforzó por reprimir su impaciencia.

– ¿Y dónde está la capa ahora, padre?

– ¿No está en el gancho donde la colgué, el último de la derecha? La puse allí el sábado antes de las completas. ¿No sigue en su sitio? No pude comprobarlo…, aunque tampoco se me habría ocurrido… porque ustedes cerraron el guardarropa.

– ¿Exactamente cuándo la colgó allí?

– Ya se lo he dicho, justo antes de las completas. Yo fui uno de los primeros en entrar en la iglesia. Con tantos estudiantes fuera, éramos pocos, y todas las capas estaban colgadas allí. No las conté, desde luego. Me limité a colgar la de Ronald de la última percha.

– ¿Alguna vez se puso la capa mientras obró en su poder?

El padre Betterton lo miró con asombro.

– No, jamás habría hecho una cosa así. Nosotros tenemos nuestras propias capas, que son negras. No necesitaba ponerme la de Ronald.

– ¿Los estudiantes llevan siempre su propia capa, o son comunitarias?

– No, cada uno usa la suya. Puede que alguna vez se confundan, pero es imposible que eso sucediera esa noche. Los ordenandos no llevan la capa puesta para las completas excepto en las noches más frías de invierno. Sólo tienen que recorrer una corta distancia por el claustro norte. Y Ronald jamás le habría dejado su capa a nadie. Era muy quisquilloso con sus pertenencias.

– ¿Por qué no me contó todo esto antes, padre? -inquirió Dalgliesh.

El padre John lo observó, perplejo.

– Porque no me lo preguntó.

– No obstante, cuando examinamos la ropa y las capas por si había manchas de sangre, ¿no se le ocurrió pensar que necesitábamos saber si faltaba algo?

– No -respondió el sacerdote-. Además, la capa estaba allí, colgada en el vestuario con las demás, ¿no? -Dalgliesh aguardó. La confusión del padre John se había convertido en angustia. Miró primero a Dalgliesh y después a Piers y no halló consuelo en ninguno de los dos. Por fin dijo-: No pensé en los pormenores de la investigación, en lo que estaban haciendo ni en lo que podía significar. No me apetecía pensar en ello y no creí que fuese un asunto de mi incumbencia. Lo único que he hecho es responder a sus preguntas con sinceridad.

Era una queja justa, pensó Dalgliesh. ¿Por qué iba a pensar el padre John que la capa era importante? Otra persona más conocedora de los procedimientos policiales, más curiosa o interesada en el caso, habría ofrecido voluntariamente esa información aunque dudase de su utilidad. Sin embargo, el padre John no poseía ninguno de esos rasgos, e incluso si se le hubiera ocurrido hablar, habría preferido proteger el penoso secreto de Ronald Treeves.

– Lo siento -se disculpó con expresión contrita-. ¿He estorbado el trabajo? ¿Tan importante es?

¿Era posible responder a eso con veracidad?, se preguntó Dalgliesh.

– Lo importante es la hora exacta en que colgó la capa del gancho. ¿Está seguro de que fue justo antes de las completas?

– Oh, sí, segurísimo. Serían las nueve y cuarto. Yo suelo ser de los primeros en entrar en la iglesia… Planeaba comentarle lo de la capa al padre Sebastian después del oficio, pero se marchó a toda prisa y no me dio ocasión. A la mañana siguiente, cuando nos informaron del asesinato, me pareció absurdo importunarlo con esa pequeñez.

– Gracias por su ayuda, padre -dijo Dalgliesh-. Lo que nos ha revelado es importante, pero es aún más importante que lo mantenga en secreto. Le agradecería que no hablase con nadie de esta conversación.

– ¿Ni siquiera con el padre Sebastian?

– Con nadie, por favor. Cuando la investigación haya terminado, será libre de contarle lo que quiera al rector. Por el momento, no quiero que nadie sepa que la capa de Ronald Treeves está en algún lugar del seminario.

– Pero si no está en «algún lugar» del seminario. -Lo miró con ojos llenos de inocencia-. Continúa colgada del gancho, ¿no?

– No, padre -repuso Dalgliesh-, pero la encontraremos.

Acompañó al padre Betterton a la puerta. El sacerdote parecía haberse convertido de pronto en un anciano preocupado. Aun así, al llegar a la puerta hizo acopio de valor y se volvió para pronunciar unas últimas palabras:

– Naturalmente, yo no hablaré con nadie de esta conversación. Usted me ha pedido que no lo divulgue, y no lo divulgaré. ¿Podría usted hacerme el favor de no decir nada sobre la relación de Ronald Treeves con Karen?

– Si está vinculada con la muerte del archidiácono Crampton, tarde o temprano saldrá a la luz. El asesinato es así, padre. Pocas cosas permanecen en secreto cuando se ha matado a un ser humano. A pesar de todo, sólo se revelará si es necesario y en el momento oportuno.

Dalgliesh le recordó de nuevo la importancia de no mencionar la capa a nadie y lo dejó marchar. Una de las ventajas de tratar con los sacerdotes y seminaristas de Saint Anselm, pensó, era que uno podía estar prácticamente seguro de que cumplirían sus promesas.

12

Al cabo de cinco minutos el equipo completo, incluidos los técnicos, se reunió a puerta cerrada en la casa San Mateo. Dalgliesh informó de su último descubrimiento.

– Bien -dijo-, ahora debemos emprender la búsqueda. Primero hay que aclarar el asunto de las llaves. Después del asesinato sólo faltaba un juego. Surtees se llevó uno durante la noche y no lo devolvió. Ya lo hemos desenterrado de la pocilga. Eso significa que Caín robó otro juego y lo devolvió. Suponiendo que Caín fuera el individuo que llevaba la capa marrón, ésta podría estar escondida en cualquier parte, dentro o fuera del seminario. Si bien no es una prenda fácil de ocultar, Caín dispuso de todo el campo y la playa, así como de tiempo de sobra para hacerla desaparecer entre la medianoche y las cinco y media de la madrugada. Hasta es posible que la quemara. En los alrededores hay multitud de zanjas donde un fuego pasaría inadvertido. Lo único que necesitaba era un poco de queroseno y una cerilla.

– Yo sé lo que habría hecho yo, señor -dijo Piers-. Se la habría arrojado a los cerdos. Esos animales son capaces de comer cualquier cosa, sobre todo una prenda manchada de sangre. En ese caso, tendremos suerte si encontramos algo aparte de la pequeña cadena de latón del cuello de la capa.

– Entonces busquen eso -ordenó Dalgliesh-. Usted y Robbins empiecen por la casa San Juan. El padre Sebastian nos ha autorizado para movernos libremente, de modo que no necesitamos orden de registro. Sin embargo, si alguno de los ocupantes de las casas pone objeciones, nos veremos obligados a conseguir una orden judicial. Es importante que nadie sepa qué buscamos. ¿Dónde están los seminaristas ahora? ¿Alguien lo sabe?