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Petros Márkaris

Muerte en Estambul

Nº 6 Serie Comisario Kostas Jaritos

En memoria

de la verdadera María Jámbena,

que nos crió.

Agradecimientos

Quisiera darle las gracias a mi amiga Alki Zei, por una historia que me contó hace tiempo. También a mi amigo el doctor Hasmet Pamuk, por sus utilísimas informaciones sobre Kerasunda y la región del Mar Negro.

Agradezco a mi amigo el actor Ieroklis Mijailidis su consejo para el último capítulo de la novela. Y, finalmente, quiero darle las gracias al escritor Stamatis E. Dagdelenis por permitirme utilizar su apellido en la novela.

…mucho me han asediado desde mi juventud,

pero no pudieron vencerme.

Sobre mi espalda araron los labradores

trazando largos surcos.

Salmo 129

Capítulo 1

La Virgen me contempla desde las alturas con expresión severa, casi reprensora. Eso me parece, aunque podría ser mi impresión o un exaltado complejo grecocristiano. ¿Por qué iba a fijarse en mí la madre de Dios?

Ella contempla a su rebaño, que se apelotona en el pórtico inmenso. Y por pura casualidad me encuentro yo entre ellos, con mi esposa y un hatajo de turistas atenienses.

– El mosaico de la Virgen con el Niño data del 867 y es el más antiguo de cuantos se conservan. -La voz de la guía turística me devuelve al presente-. Fue elaborado hacia el final del periodo iconoclasta.

– Gracias, Señor, por haberme permitido verlo -susurra a mi lado Adrianí y se santigua mientras concluye-: Santa María, madre de Dios, escucha mi plegaria. -Yo sé por qué reza, pero prefiero no remover el asunto.

– La altura de la cúpula de Santa Sofía es de cincuenta y cinco metros con sesenta centímetros -suena de nuevo la voz de la guía-. Su diámetro de norte a sur es algo más corto que el diámetro de este a oeste. Allí donde se puede apreciar el texto árabe, en torno a los radios más pequeños, estaba el mosaico del Pantocrátor. El texto árabe, añadido en el siglo XVIII, corresponde al primer versículo del Corán.

En la gran cúpula central, desde el punto que señala la guía, los mosaicos se expanden en franjas que terminan delante de pequeñas ventanas iluminadas por el sol.

– ¿Crees que, si rascamos los garabatos, asomará Cristo debajo? Sería divertido -dice Stelaras, y su risa chabacana resuena por la nave mientras su madre le sisea «¡chitón!» al oído.

– No es seguro que aparezca el Pantocrátor -explica la guía-. Muchos arqueólogos y conservadores sostienen que gran parte del mosaico se destruyó.

– A la vuelta de los siglos todo será nuestro de nuevo [1], pero ¿qué habrá quedado que pueda ser recuperado? -comenta Despotópulos con pesadumbre.

Finjo estar embobado con la grandeza del lugar y me alejo del grupo con la mirada perdida en el entorno, porque Despotópulos, general de una división acorazada en la reserva, es amante de la sagrada alianza entre las fuerzas armadas y los cuerpos de seguridad. Por eso, cada vez que lo acomete la exaltación patriótica me pregunta lo mismo: «¿Usted qué opina, comisario?». Y yo tengo que aguantarme las ganas de contestar que, puesto que los albaneses conquistaron Atenas cuando llegaron a miles tras la caída del régimen comunista, ya es hora de que nosotros reconquistemos Constantinopla [2], a modo de intercambio de poblaciones a la inversa.

Retrocedo desde el pórtico hasta la puerta imperial, para poder contemplar la iglesia en toda su magnitud. Es curioso, da la impresión de que Santa Sofía hubiera sido construida de tal modo que uno siempre tiene que mirar hacia el cielo, nunca hacia los infiernos. Por más que uno intente fijar la vista en lo bajo y terrenal, ella insiste en deslizarse hacia lo alto, hacia las columnas, las galerías del gineceo, las cúpulas y las ventanas que, selectivamente, iluminan el pórtico con algunas pinceladas de claroscuro. Sin duda, esto tiene que ver con el sobrecogimiento que produce el templo. Por otra parte, todo lo hermoso de la iglesia se encuentra en lo alto y hay que levantar la cabeza para admirarlo. Busco a alguien que mire hacia abajo o a su alrededor, y no encuentro a nadie.

Recorro la iglesia en círculo para admirarla en toda su inmensidad y estudiar la iluminación. Me pisa los talones un batiburrillo de lenguas: inglés, francés, alemán, griego, italiano, turco. Cierro los ojos porque me ciegan los flashes de un grupo de japoneses que se fotografían unos a otros alegremente, mientras, a mi lado, unos monjes embutidos en hábitos color marrón oscuro, con capuchas y unas cruces enormes, escuchan las explicaciones en lengua eslava de un sacerdote.

Adrianí me hace gestos desde lejos para que me reúna con ellos. Obedezco sin demasiado entusiasmo, porque me gusta pasear a mi aire y la cháchara informativa de la guía turística, más que ilustrarme, me confunde.

– Ven, subimos al gineceo -me dice Adrianí pasando la mano por debajo de mi brazo, como en las procesiones de Semana Santa.

– El ala noroeste, que conduce al gineceo y a la sala de consejos del Santo Sínodo, fue construida en el siglo VI -prosigue la guía.

Subimos por un pasillo enlosado, una rampa en zigzag parecida a un callejón cubierto. En cada recodo, un ventanuco cuadrado ilumina el pasillo lo necesario para que uno no se rompa la crisma.

– ¡Deja ya el móvil, hijo mío, te vas a caer! -riñe la señora Stefanaku a su hijo.

– Quiero ver si en esta mazmorra hay cobertura.

– ¡Arranca ya, Stelaras, a ver si avanzamos! -interviene su padre, el señor Stefanakos [3].

Stelaras, el retoño del matrimonio Stefanakos, tiene quince años, una edad en la que el propio Marlon Brando era torpe y desgarbado. Su madre le llama Stelios, pero su padre, por razones inexplicables, prefiere el aumentativo Stelaras al diminutivo Stelakos.

– ¿Por aquí subía el emperador montado en su caballo? -pregunta la señora Pajaturidu a la guía.

– No, por aquí subía la emperatriz para asistir a la santa liturgia -puntualiza la guía, que va delante-. El emperador se quedaba abajo, en el pórtico.

– ¿Está segura?

La guía se detiene y le sonríe.

– Encontrará el protocolo en muchos libros. En ninguna parte se dice que el emperador subiera al gineceo montado a caballo.

La señora Pajaturidu se agacha y susurra al oído de Adrianí:

– ¿De dónde han sacado a esa ignorante? No sabe de qué habla. El Seisdedos [4] subía por aquí a caballo. Está comprobado.

En cuanto salimos del pasillo estrecho y mal iluminado, nos recibe la luz procedente de las amplias ventanas. Ventanas a la derecha, columnas a la izquierda y, en el centro, un ancho corredor con suelo de mármol.

– Desde aquí la emperatriz seguía la santa liturgia. -La guía señala a la izquierda, hacia el punto donde se erigía el trono de la emperatriz.

Por primera vez miro al revés, de arriba abajo, y me pregunto si alguna vez se llenaba Santa Sofía. ¿Cuántos fieles tenían que acudir los domingos y días festivos para que pareciera decorosamente llena? Salvo que fuera una especie de templo oficial, únicamente destinado a las ceremonias de los cortesanos y de la jerarquía eclesiástica. Mi sospecha cobra cuerpo cuando entramos en la sala donde se reunía el Santo Sínodo. Si, en efecto, se reunía aquí, es lógico pensar que se trataba de una especie de sede oficial y no de una iglesia para los fieles. Desde luego, todo esto me lo estoy inventando, porque mi relación con la Iglesia no va más allá de ir a la misa de Resurrección, a la misa por la festividad de algún santo patrón, adonde solía llevarme mi madre a rastras, y a la misa dominical cuando iba a la Academia de Policía.

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[1] Es una frase hecha y alude a los anhelos de los griegos de recuperar Estambul. (N. de la T.)

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[2] Los griegos siguen llamando Constantinopla a la ciudad de Estambul, pese a que este nombre se adoptó en 1928. De ahí que los personajes griegos de esta novela la llamen así en numerosas ocasiones. (N. del E.)

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[3] La diferencia en la terminación de los apellidos, como en el caso de Stefanaku y Stefanakos, obedece al uso del nominativo cuando se refiere al hombre (el señor Stefanakos) y del genitivo cuando se refiere a la mujer (la señora de Stefanakos). Esta terminación varía, pues hay distintas declinaciones y los nombres que pertenecen a cada una de ellas cambian en consecuencia. (N. de la T.)

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[4] Según la leyenda, el último emperador de Bizancio, Constantino Paleólogo, tenía seis dedos en una mano. (N. de la T.)