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En cuanto llego al hotel, llamo a Guikas por teléfono y le cuento la historia.

– Muy bien, mañana mismo tendrán la orden de arresto a través del consulado griego -me dice-. Enviaremos, además, otro documento, dirigido a la policía turca, solicitando que te acepten como representante de la policía griega.

Tardo casi un minuto en digerir lo que me acaba de decir y, aun así, conservo una mínima esperanza de haberle entendido mal.

– ¿Qué quiere decir? -pregunto.

– Que te quedarás allí hasta que se aclare esta historia, Rostas.

– Señor director…

– Escúchame. No me fío ni un pelo de los turcos y no sé qué líos podrían montar a nuestras espaldas. Imagínate: una asesina de noventa años oriunda de la costa del Mar Negro… Pueden convertirla en cualquier cosa, desde espía a víctima de los griegos. Si mañana la cosa se tuerce, nuestros nacionalistas empezarán a gritar que los turcos nos han colado otra y no sabremos dónde escondernos. Por eso quiero que te quedes ahí y me avises a tiempo si ves algo sospechoso.

No podría decir que me lo esté pasando mal en este viaje, teniendo en cuenta las circunstancias, pero no me entusiasma en absoluto la idea de quedarme indefinidamente. Ahora que toda la familia tenemos los nervios hechos trizas, no quisiera estar mucho tiempo lejos de Atenas. Por otro lado, comprendo los temores de Guikas, aunque no los comparto. ¿Qué jugo pueden sacar los turcos de una nonagenaria que ha matado a su hermano en las afueras de Drama? Si hubiera alguna orden de arresto pendiente contra ella en Turquía, lo entendería, aunque, incluso en esas circunstancias, sería competencia del consulado. No obstante, aún nos quedan cinco días en Estambul y puedo ocuparme del asunto en mis ratos libres.

– Necesito que me envíe copia de las declaraciones que la policía de Drama tomó a los vecinos -le digo a Guikas.

– Dame un número de fax y las tendrás mañana.

Le doy el fax del hotel, que encuentro en un folleto informativo con los datos telefónicos, y cuelgo el auricular.

Adrianí, que se está preparando para nuestra salida nocturna, me mira con suspicacia en cuanto cuelgo y me veo obligado a explicarle lo sucedido.

– Rostas, quien con perros se acuesta, con pulgas se levanta, como decía mi pobre padre. -Ya me ha soltado uno de sus proverbios.

Además, me pregunto por qué mete a su padre, que era empleado del Departamento de Depósitos y Préstamos, con asuntos de perros, pero, en fin, qué se le va a hacer.

– Estás de vacaciones -añade-, no tienes por qué inmiscuirte. En todo caso, yo no pienso modificar mis planes por tu culpa.

Con esta declaración pone punto final a nuestra breve conversación. Y me deja para bajar al vestíbulo del hotel.

Capítulo 6

Una de cal y otra de arena, así es la vida. Ayer Guikas me tiró la cal y hoy viene la arena para cambiar mi suerte. El ferry surca el mar sereno y nos devuelve a Estambul después de nuestra visita a las islas Prínkipos. Y cuando hablo de las islas no me refiero a las cuatro del grupo, sino a una sola, la propia Prínkipos. Las demás las vimos de lejos, cuando el barco pasó por delante o mientras atracaba en la «escala», como la llama la señora Murátoglu.

Todos deseábamos visitar Jalki y la Escuela de Teología, pero estaba cerrada. Así que terminamos en Prínkipos y, en calesas, dimos la «vuelta pequeña» a la isla, según nos explicó la señora Murátoglu, que conocía la historia de cada mansión de madera, de todos los viejos propietarios griegos y de algunos armenios y judíos. Nosotros nos comimos montones de fondos de la Unión Europea y no fuimos capaces de crear un mísero registro de la propiedad, mientras que la señora Murátoglu se sabe de memoria a quién pertenecen las fincas de los griegos de aquí.

Mi móvil suena en cuanto atracamos en Proti, la isla más cercana a Estambul. Leo en la pantalla el número de Katerina y me entra el pánico. ¿Cómo debo hablarle? Todas las opciones están abiertas, como se suele decir, desde un seco «dime» o «te escucho» hasta el más tierno «¿cómo estás, hija mía?». Resuelvo el dilema recurriendo a una expresión neutra, que podría utilizar tanto con mi mujer como con mi hija o incluso con algún colega que no veo desde hace tiempo:

– ¡Vaya, qué sorpresa!

Veo que Adrianí me mira extrañada y me alejo hacia la popa del barco, para poder hablar tranquilamente, libre de su mirada inquisidora.

– ¿Qué tal, papá? ¿Cómo va el viaje?

Su voz suena apagada, monótona, sin su vitalidad de siempre. La pregunta, sin embargo, me da la oportunidad de contestarle en plan turista y me aferro a ella. Empiezo a hablarle de nuestra estancia, de las excursiones, los monumentos, Santa Sofía, San Salvador, la Mezquita Azul y el recorrido por las islas Prínkipos. Al final, mis postales telefónicas decaen y me quedo sin existencias. El otro extremo de la línea permanece un rato en silencio hasta que vuelve a sonar la voz de Katerina:

– La he cagado, ¿verdad?

La pregunta es tan inesperada que me quedo sin palabras y recurro al clásico:

– ¿Qué quieres decir?

– Vamos, papá, sabes muy bien lo que quiero decir. ¡La he cagado! -repite, como si necesitara oírlo una vez más-. ¿Qué habría pasado si hubiera llevado un vestido de novia y un velo? ¡Nada en absoluto! Lo único que he conseguido es ponerme a malas contigo, con mamá y con mis suegros. Y vale, vosotros sois mis padres, pero mis suegros no me dan más que los buenos días, y a regañadientes. Y lo peor es que están cabreados también con Fanis, porque piensan que debió hacer valer su hombría para arrastrarme a la iglesia en contra de mi voluntad. Y todo eso por no querer aguantar media hora de pie en la iglesia e intercambiar coronas nupciales. ¡No entiendo qué me pasa a veces, que me pongo como una mula!

La noto tan agobiada que mi enfado se convierte en preocupación.

– ¿Qué opina Fanis de todo esto? -pregunto. Cuando las cosas se ponen feas, yo también recurro al hombre.

– Fanis es médico, papá. Como profesional y como persona. Siempre busca el remedio apropiado, se trate de una cardiopatía o de un problema familiar.

– ¿Y lo ha encontrado?

– Propuso que nos volviéramos a casar. Esta vez por la Iglesia.

Es la solución en la que nadie había pensado. Dos ceremonias: la primera, para que Katerina esté contenta; la segunda, para que estemos contentos los demás. A pesar de todo, intento no alegrarme antes de tiempo.

– ¿Y tú qué dices? -pregunto con recelo.

– Yo sólo quiero que termine el mal rollo. No puedo dormir, no tengo ganas de trabajar. En el despacho se preguntan qué me pasa. Ya se está rumoreando que no me llevo bien con Fanis. Que haya una segunda boda, que mis suegros inviten a su familia, mamá a la suya, tú a tus colegas, y acabemos con esto.

– ¿Y para cuándo esa boda?

– Por eso te he llamado. Te lo cuento a ti pero para los demás será una sorpresa. No le digas nada a mamá. Cuando volváis a Atenas encontraréis la invitación en casa.

Colgamos después de intercambiar abrazos telefónicos y yo me quedo mirando la estela que dejan las hélices del barco y la isla de Proti, que hemos dejado atrás. Mi pensamiento vuela al caso que me ha encargado Guikas. Si se prolonga demasiado, corro el riesgo de perderme la boda de mi hija. Se me ocurre advertir a Katerina que esperen hasta que pueda aclarar el caso, pero enseguida descarto la idea. En última instancia, puedo llamar a Guikas y pedirle que me sustituya otro para que yo pueda ir a la boda. La otra duda es si debo hablar con Adrianí, siquiera a escondidas de Katerina. Sé que me comerán los remordimientos si la dejo sufrir cuando podría librarla de su tormento.

Con estos pensamientos vuelvo a mi asiento. Adrianí hace un gesto que significa: «¿Qué pasa?». Con ademanes le respondo que no pasa nada y miro hacia el otro lado, para poner fin a aquel diálogo de sordomudos. Mi mirada cae sobre un rompeolas que termina en un faro.