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– ¿Porqué?

– Por si altera alguna prueba que todavía no hayamos encontrado.

– ¿No sospecharán de mí?

– Aún no sabemos quién lo hizo -dijo, pero miró el bolígrafo de una forma que parecía que sí lo sabían.

Cuando McEwan la acompañaba a la salida, se cruzaron con Elsbeth en el vestíbulo. Era menuda, rubia y llevaba el pelo corto. Tenía facciones angulosas y una buena figura. Y tenía los ojos rojos. Durante los últimos ocho meses, la pobre Elsbeth había sido la causa de un sentimiento de culpa que le revolvía las tripas: Maureen tenía la sensación de que le estaban haciendo algo horrible. De hecho, esa sensación había ido creciendo a medida que sus sentimientos hacia Douglas fueron cambiando. Ver la foto de Elsbeth en el periódico lo empeoró: ahora su sentimiento de culpa iba asociado a un rostro. Parecía que Douglas no pensaba en ello. No se inmutaba cuando Maureen le decía que se sentía culpable; actuaba como si estuviera haciendo una montaña de todo aquello; era como si Maureen fuera la infiel y no Douglas. Cuando Maureen vio a Elsbeth en persona por primera vez, se mareó y sintió mucho calor. Intentó pasar sin que la viera pero Elsbeth la cogió del brazo.

– ¿Lo hiciste tú, Maureen? -le preguntó.

Maureen se quedó de piedra. Elsbeth no tendría por qué saber quién era ella.

– No -respondió, con un gran sentimiento de culpa e incomodidad.

– Yo tampoco -dijo Elsbeth. Su rostro se entristeció de repente y se dirigió lentamente hacia Joe McEwan, que estaba al pie de las escaleras. Muerta de miedo y temblando, Maureen se volvió con dificultad hacia la puerta.

– ¿Maureen? -dijo Elsbeth con una voz tensa y ronca-. ¿Me esperarás?

– Si es lo que quieres -dijo Maureen, aguantándose las ganas de gritar y salir corriendo de allí.

McEwan le sonrió pero cuando Elsbeth se dio la vuelta frunció el ceño y le hizo una señal con la mano para que se marchara. Maureen les observó subir juntos las escaleras. Elsbeth llevaba el jersey de lana que Maureen le había regalado a Douglas por su último cumpleaños.

Salió de la comisaría, cruzó la calle y se dirigió a las tiendas que había dos manzanas más allá. Había decidido prepararle la cena a Benny para darle las gracias por dejar que se quedara en su casa. Decidió comprar mazorcas de maíz, calabacines y pimientos verdes para añadir a la salsa de tomate. Los ajos parecían tener ya un tiempo y estaban grillados. Le preguntó a la dependienta si tenían más en la trastienda y examinó lentamente el local. El corazón empezó a latirle más deprisa mientras pagaba. Dejó el carrito en su sitio y enfiló las dos manzanas corriendo, cruzó deprisa la carretera y llegó a Stewart Street justo en el momento en que Elsbeth salía por la entrada principal de la comisaría. Elsbeth no se sorprendió al verla allí: daba por hecho que la gente hacía lo que ella decía y a Maureen eso le molestó.

– Vayamos a mi casa -dijo, sin levantar la vista, y Maureen la siguió hasta un taxi negro que estaba esperando.

El taxista se dirigió al oeste por la Great Western Road. El tráfico era denso para aquellas primeras horas de la tarde, y el taxi tuvo que detenerse en tres semáforos seguidos.

Elsbeth y Maureen estaban sentadas tan lejos la una de la otra como les permitía el asiento trasero y miraban en silencio por sus respectivas ventanillas cómo los peatones se ocupaban de sus cosas.

– ¿Cómo sabías quién era? -preguntó Elsbeth y su voz penetrante rompió el silencio que se había creado entre ambas,

Maureen se volvió hacia ella e intentó atraer su mirada pero Elsbeth seguía mirando por la ventanilla.

– Vi una foto tuya en el periódico -dijo con tranquilidad-, durante las pasadas elecciones. Salíais tú y Douglas delante de un hotel.

Elsbeth posó la mirada en su regazo y apretó los dientes.

– ¿Y tú cómo me reconociste?-le preguntó Maureen.

– Vi una foto tuya -dijo Elsbeth-. Estaba en la cartera de Douglas. Llevabas un gorrito de fiesta en la cabeza.

Dios mío, la foto del gorrito. Douglas se la había quedado porque pensó que era muy divertida. Maureen estaba borracha y fumaba, y se reía a mandíbula batiente, y llevaba un gorrito puntiagudo lila del que colgaban varios trozos de serpentina. Se había puesto la goma del gorrito por debajo de la nariz, lo que hacía que se la levantara y pareciera la nariz de un cerdito. Debió de ser el insulto final para la perfecta Elsbeth, relegada al papel de cornuda por una borracha ordinaria y de mejillas encendidas.

El West End es el barrio universitario de Glasgow y se concentra alrededor de Byres Road, una calle ancha al pie de la colina donde se encuentra la universidad neogótica. Uno de cada tres locales es una tienda de comestibles o un bar. Cuando Maureen estaba en la universidad trabajaba en un bar del West End y a menudo la gente pensaba que era una actriz en paro. En esa época era joven y se lo tomaba como un cumplido.

Cuando se aproximaron a la universidad, el taxista dejó la Great Western Road y tomó una calle cuesta arriba. A un lado, había bloques de pisos de hormigón amarillento y, al otro, una vistosa barandilla de hierro colado que impedía el acceso al margen empinado del río Kelvin. El taxista estacionó a un lado de la calzada y paró el taxímetro.

Elsbeth se detuvo frente a uno de los bloques y sacó las llaves. Abrió la puerta principal y entraron en un vestíbulo de paredes recubiertas hasta la altura del hombro con baldosines de un verde reluciente y rematados con una cenefa con rosas estilo Mackintosh. La elegante decoración acababa bruscamente en el primer piso y la sustituía una capa de pintura esmalte verde.

Se detuvieron en el segundo piso. Elsbeth metió la llave en la cerradura de la puerta y dejó que ésta se fuera abriendo, mostrando un recibidor enorme con suelo de madera de pino natural. Era el mayor recibidor que Maureen había visto.

– Pasa -dijo Elsbeth, haciendo un gran esfuerzo para sacar la llave de la cerradura y disfrutando con la cara de sorpresa de Maureen-. Te enseñaré el piso.

Elsbeth la llevó por todas las habitaciones y le mostró los muebles poco corrientes y sus objetos preferidos. El piso tenía los techos altos y decorados en exceso. Había pocos muebles pero caros. Todos los cuadros del salón eran grabados de Miró, pero Maureen creyó que se debía más a una decisión decorativa que a una pasión.

Aunque lo intentaba, a Elsbeth se le daba mal esconder su desconcierto. A Maureen le cansaba su tono de voz indignado. La había impresionado que Elsbeth le hablara y le hiciera preguntas: pensó que realmente iban a hablar, pero ahora la trataba como a una vecina recién llegada y Maureen se comportaba como tal.

Fueron a la cocina, grande y luminosa. Elsbeth sacó una botella de agua de la nevera y abrió un armario lleno de vasos. Durante unos segundos, mantuvo la mano suspendida sobre los vasos normales. Se puso de puntillas, movió la mano hacia un lado y escogió una cara copa de vino roja y verde de un juego de seis. Se sirvió el agua y devolvió la botella a la nevera sin ofrecerle a Maureen.

Colgado en la pared junto a la barra de la cocina había un montaje fotográfico enmarcado. Había algunas fotos en las que se veían grupos de amigos sentados a una mesa cubierta con restos de cenas pasadas. Mientras Douglas se sentaba solo a leer o a comer vería fotos en las que el sol resplandecía en aquellos lugares donde habían pasado las vacaciones.

Sólo había dos fotos en las que Douglas y Elsbeth estaban juntos. Una pertenecía a un día de Navidad ya lejano: estaban sentados juntos en un sofá marrón y miraban una tostadora nueva que Douglas sostenía sobre las rodillas. Una solitaria borla de navidad colgaba de la pared, detrás de él. La otra era de su boda. Era una fotografía informaclass="underline" estaban en un jardín, hablando con un hombre mayor, de negro, que podría ser el cura. Elsbeth se reía y parecía frágil y hermosa con un vestido blanco y sencillo, largo hasta los pies. Cogía a Douglas por la cintura. Él a ella no. Tenía los brazos a los lados y una expresión que era una mezcla familiar de desaprobación y entretenida arrogancia. A veces, cuando llevaba un par de copas encima, miraba a Maureen con esa cara; hacía que ella se sintiera como si hubiese hecho algo increíblemente estúpido. La mayor de las fotografías en color era de la madre de Douglas. El grupo de personalidades que la rodeaba miraba algo con el ceño fruncido a la izquierda del fotógrafo. Ella sujetaba un ramo de flores y miraba a la cámara. Una sonrisa pétrea, que decía «saca la foto ya», dominaba su rostro. Elsbeth la vio mirar esa fotografía.