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– ¿Porqué no?

– Fui a casa de Tonsa a ver a Paulsa.

Tonsa hacía de correo. Iba a Londres en tren una vez al mes y traía crack a Glasgow. Parecía una mujer acomodada de unos treinta y pocos años: tenía una complexión elegante, era delgada y poseía un gusto exquisito y caro para vestir. Liam se la había presentado a Maureen cuando se tropezaron con ella en el mercado Barras un domingo. Parecía una mujer normal hasta que Maureen se fijó en sus ojos: los tenía llorosos y casi cerrados, eran los ojos de un cadáver. Tonsa era una muerta viviente. Hasta ese momento, Maureen había visto a Liam como un dandi del mundo de las drogas. Después de conocer a Tonsa se dio cuenta de que estaba equivocada, que Liam debía de ser un tipo duro. Pero con ella no era así y Maureen se aferraba a eso. Era su hermano mayor, pensaba para convencerse a sí misma, y Maureen tenía todo el derecho del mundo a censurar su vida.

Hacía poco, Tonsa había salido en el periódico: a su novio le habían marcado la cara con una navaja mientras atendía sus negocios legales. El periódico local traía una foto de la encantadora pareja, que exigía que la policía atrapara al malvado responsable. Maureen le había preguntado entonces a Liam por qué Tonsa había permitido que le sacaran ésa foto, seguro que no le interesaba recibir ese tipo de atención. Liam se había encogido de hombros y le había contestado que Tonsa era un caso perdido, que nadie sabía por qué hacía las cosas.

– Liam -dijo nerviosa por lo que iba a preguntarle-, ¿recuerdas lo que le hicieron al novio de Tonsa?

Levantó la vista y la miró.

– ¿Sí?

– Bueno, esto no tendrá nada que ver con aquello, ¿verdad?

– ¿Qué quieres decir? -dijo, desalmándola con la mirada a que continuara.

– Sólo me preguntaba si conocías a alguien…

– ¿Me echas la culpa de lo ocurrido? -le espetó.

– Vale -Maureen movía el dedo de un lado a otro de la mesa-, cálmate. No te echo la culpa, sólo pregunto. No es tan descabellado. Eres la única persona que conozco que trata con ese tipo de gente.

– Sí, muy bien, Maureen -dijo intentando ser razonable porque su hermana había tenido un día de perros-. Pero no somos los únicos que hacemos esa clase de cosas. Hay más chicos malos en el mundo.

– Ya lo sé. Sólo son suposiciones. Los mafiosos hacen estas cosas, ¿no?

Liam sonrió incómodo al otro lado de la mesa.

– Ves demasiadas películas, Maureen. Son hombres de negocios… No sabes de qué va el tema.

Sus palabras no parecían haber convencido a Maureen.

– ¿No intentaría alguien mandarte un mensaje? ¿Una advertencia o algo así?

– A ver, ¿qué forma es ésa de mandarme un mensaje? ¿Por qué mataría alguien al novio de mi hermana pequeña en su casa sin dejar ninguna pista sobre su identidad?

– No sé.

– Si alguien quisiera advertirme de algo, vendrían y me darían una paliza. No lo harían a escondidas. Yo sabría que me había pasado de la raya y qué me podía suceder. A esta gente los mueve la avaricia. No quieren problemas con la policía. Eso les pondría las cosas más difíciles para hacer negocios.

– Muy bien, de acuerdo. Sólo lo pensé por lo que le hicieron a…

– Marcarle la cara a alguien es lo que hacen los aprendices de matón para demostrar a sus colegas que son tipos duros. Ni siquiera conocen al tío a quien se lo hacen, simplemente eligen a alguien -hizo un movimiento rápido de muñeca y a Maureen le preocupó la indiferencia con la que ilustró su interpretación.

– Tú no lo has hecho nunca, ¿verdad? -preguntó Maureen con timidez.

– No seas ridicula -contestó, asombrado de que lo insinuase-. ¿Me crees capaz?

– Supongo que no.

– Mauri, ¿de verdad crees que le haría eso a alguien?

– No, Liam, no. Pero sé que eres muy protector conmigo desde que estuve ingresada en el hospital.

– ¿Protector?

– Sí, protector.

– ¿Y soy lo bastante estúpido como para creer que descuartizar a tu novio en tu salón va a protegerte de algo mucho peor? ¿Como qué? ¿Cómo pelearte con él?

– Vale, ya basta.

– De todas formas -le sonrió-, dudo que lo hiciera si mi coartada me llevara a la cárcel, ¿no? No soy tan tonto.

– Vaya, lo siento, Liam. -Maureen le devolvió la sonrisa-. Hoy estoy un poco aturdida.

Maureen cortó un trozo de pastel de carne y se lo llevó a la boca. No lo habían calentado lo suficiente en el microondas y la grasa no disuelta todavía estaba adherida al interior pegajoso de las paredes frías del pastel. Encontró un hueso e hizo una mueca.

– ¡Qué asco!

Lo escupió en una servilleta, hizo con ella una bolita y la puso en el cenicero. Había perdido el apetito.

– Estoy muy jodido -dijo Liam-. No puedo decirles dónde estaba.

– Pudieron hacerlo por la noche. Eso de la hora de la muerte no es una ciencia exacta. Sólo es una buena conjetura.

– ¿Te lo ha dicho la policía?

– No -dijo-. Pero esta mañana la calefacción de la casa estaba encendida. Estaba altísima. Me pregunto si eso podría alterar la hora de la muerte.

– ¿Cómo?

– Bueno, la deducen comparando la temperatura del cuerpo con la temperatura ambiente. ¿Cuál sería la normal si la persona estuviera viva? ¿Unos treinta y siete grados?

– No lo sé.

– Da igual. ¿Qué pasaría si la temperatura ambiente no fuera constante? Eso alteraría la pérdida de calor del cuerpo. ¿Qué pasaría si hubieran subido la calefacción y la hubieran programado para que funcionara durante una hora antes de que lo descubrieran? Eso calentaría la casa pero no bastaría para calentar el cuerpo. La policía le tomaría la temperatura pensando que el cadáver había estado en una casa con la calefacción puesta todo el rato que llevaba muerto. Pensarían que había muerto antes de lo que lo hizo en realidad.

– Maureen, ¿qué quieres dar a entender? -preguntó Liam serio.

– Podrían haber determinado mal la hora de la muerte. Pudo haber sucedido por la noche.

Liam parecía confuso.

– Pero, ¿no habrá pensado en eso la policía?

Maureen se encogió de hombros.

– Sí, pero aunque lo hubieran hecho, seguiría siendo difícil establecer la hora: no podrían saber cuál era la temperatura antes de que se encendiera la calefacción.

– ¿Se te ha ocurrido pensar que si el asesino hizo a propósito lo que dices, tendría que saber cómo determina la policía la hora de la muerte? De todas formas, ¿de dónde has sacado todo este rollo científico?

– De una serie de la tele.

Liam se rió entre dientes y bajó la vista a su plato. Sabía que eso enfadaría a Maureen pero no pudo evitarlo. Se tapó la boca con la mano.

– Lo siento, Mauri.

– Sí, que te jodan.

– Sí -se rió con disimulo-. Está bien, que me jodan.

– También lo leí en un periódico, Liam.

– Entonces debe de ser verdad.

– ¿Qué hiciste esa noche?

– Estaba con Maggie en casa de sus padres.

– ¿Estaban ellos?

– Sí.

– Bueno, si tengo razón, ellos serán tu coartada.

Liam le sonrió como si Maureen estuviera loca.

– De acuerdo, doctora X.

– No te cachondees, Liam.

– Lo intento pero me lo pones difícil.

Maureen parecía abatida.

– ¿Se lo has contado a la policía? -preguntó Liam.

Maureen puso una cara aún más triste.

– Lo he intentado -dijo.

Liam dejó de sonreír.

– ¿Y qué te han dicho?

Maureen no contestó.

– Bueno -dijo Liam pinchando una patata-, estoy seguro de que encontrarán pronto al que lo hizo. Buccleuch Street es una calle muy concurrida. Alguien tuvo que ver algo.

Maureen cogió una patata. Estaban aceitosas, blandas y calientes. Tendría que comer algo.

– No sé por qué sigo viniendo aquí. La comida es asquerosa.