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– Pero los fritos están bien -dijo Liam.

– ¿Te han dicho algo acerca del armario? -preguntó Maureen mientras intentaba llamar la atención de la camarera, que se acercó cojeando a su mesa. Maureen pidió un helado y un café. Ambas miraron a Liam esperando a que pidiera algo. Ahora comía con ganas las patatas, pinchando tres a la vez con el tenedor y mojándolas en el ketchup que tenía en un lado del plato.

– ¿Desea el señor algo más? -preguntó la camarera.

Liam la miró.

– No.

Mientras la mujer volvía cojeando a la cocina, Liam le clavó con suavidad el tenedor a Maureen.

– ¿Qué decías de un armario?

– Han encontrado algo en el armario.

– ¿Cuál?

– El del recibidor.

– ¿En el que yo te encontré?

– Sí.

– Eso no quiere decir nada.

– No sé lo que quiere decir.

Liam la miró.

– Podría ser sólo una coincidencia. No tiene por qué ser importante que yo te encontrara allí.

– Podría hacerme parecer culpable -dijo en voz baja-, si descubrieran que me encontraste allí. Quizá piensen que lo hice y luego me escondí allí otra vez. Quizá piensen que pasé allí toda la noche y que por eso no les llamé.

Liam se metió el último montoncito dé patatas en la boca y pensó en aquello.

– Sí -dijo-. Pero es más probable que piensen que es importante si no se lo cuentas tú y lo descubren después por otra persona.

– ¿Quién lo sabe aparte de tú y yo?

– Tú, yo y cualquiera de los psiquiatras que hayan visto las notas de tus sesiones.

– Ahí no aparece. Las he visto. Dicen que me escondí en casa, pero no se menciona el armario. Louisa, del Hospital Albert, no lo sabe.

– ¿Qué me dices del médico de la Clínica Rainbow?

– No, Angus tampoco lo sabe. Nunca hablamos de ese día.

– Eso nos deja a ti y a mí.

– Sí.

– Yo no lo hice, Maureen.

– No quería decir eso. Sólo me refería a quién lo sabía. ¿Se lo contaste a alguien?

– ¿A quién?

– No lo sé.

– Pues yo tampoco. -Liam la miró-. Yo no lo hice, Maureen.

– No digo que lo hicieras, Liam. No me refería a eso.

– ¿No le gustó el pastel de carne? -le preguntó la camarera, que estaba al lado de Maureen con una copa de helado y un café. Los puso sobre la mesa y cogió el plato.

– Es que no tengo hambre -dijo Maureen en voz baja. Se llevó a la boca una cucharada de helado con jarabe de frambuesa, saboreándolo con la lengua, dejando que se deshiciera lentamente antes de tragárselo.

Liam cogió la cucharilla del café de Maureen y empezó a comer de su helado.

– ¿Así que estabas trabajando cuándo ocurrió?

– Sí-dijo Maureen, mirando el helado y frunciendo el ceño-. Alguien me llamó al trabajo ayer. Liz creyó que era Douglas pero puede que no fuera él. Le dijo que yo no estaba y que no estaría en todo el día.

– ¿Y?

– Llamó tres veces. El mismo tipo.

– Probablemente era Douglas -dijo Liam.

– Bueno, no sé si era él. Llamaban desde una cabina y Douglas tendría que haber estado trabajando a esa hora. No creo que hubiese vuelto a llamar habiéndole dicho Liz que yo no estaba. No hubiera querido parecer demasiado ansioso.

Liam le robó otra cucharada de helado. Maureen le acercó la copa.

– Cómetelo. No quiero más.

El azúcar y la cafeína empezaban a hacer efecto en el cuerpo de Maureen. La sensación de debilidad desapareció, como lo hace una resaca después de tomar un whisky, y Maureen se sentía relativamente tranquila. Bebió un sorbo de café. Estaba amargo y caliente. Sacó los cigarrillos y encendió uno.

– ¿Crees que alguien quiere incriminarte? -preguntó Liam.

– Quizá. Todavía no sé qué significa lo del armario. Si pudiera descubrir qué pasa con él…

– Deja de intentar averiguarlo todo, cielo. Déjaselo a la policía -dijo Liam, sin una pizca de ironía-. Ellos lo solucionarán.

– Sólo estoy… pensando.

– Mantente alejada. No te conviene involucrarte en esto.

– Ya estoy involucrada.

– De acuerdo -dijo-. No te conviene involucrarte más, Mauri. No te metas.

– Sólo estaba pensando.

– Déjalo, Maureen.

– No hay ningún mal en pensar en ello.

Liam estaba exasperado.

– Mira, algún cabrón chiflado le cortó el cuello a Douglas cuando estaba indefenso y atado a una puta silla. La gente buena no hace eso. El que lo hizo es alguien repugnante y peligroso. Esto no es tu serie de la tele. A los buenos les ocurren cosas malas.

– Y en mi serie también.

– Maureen -dijo Liam-, hay gente muy mala en el mundo. Tú no eres así, no encajas en su ambiente. No tienes ni idea de lo que la gente es capaz de hacer, ni idea.

– Pero, ¿cómo atraparán al verdadero asesino?

– ¿Crees que eso es lo que quiere la policía? ¿Atrapar al verdadero asesino? -Liam le alborotó el pelo-. No encajas en el ambiente de esa gente, Mauri. Quédate al margen, cierra el pico y no te pasará nada.

De vuelta a casa de Benny, Maureen se detuvo en el cajero automático y sacó las últimas veinte libras que tenía en la cuenta. Si el banco le retiraba el crédito de cien libras de la tarjeta antes de que acabara el mes, no podría pagar la cuota exigua de su hipoteca.

Esperó a que Benny se fuera a la cama para tumbarse en el sofá y hacer los ejercicios respiratorios que había aprendido en el Hospital Northern. Se suponía que debían ayudarla a dormir pero, cuando empezaba a relajarse, su mente se llenaba de imágenes y frases de aquel día que la asustaban y la mantenían despierta.

6. Winnie

Liz estaba encantada con todo aquel drama. El policía del bigote había ido a la taquilla y la había interrogado. Le había pedido que firmara una declaración para atestiguar que el día anterior Maureen no había dejado su puesto durante más de cinco minutos. Maureen tardaba diez minutos en llegar al trabajo. Había estado en el servicio quince minutos pero Audrey había hablado con Liz. Ésta le comentó a Maureen que si no era una suerte que Audrey fuera una fumadora compulsiva.

A lo largo del día Maureen alzó la vista un par de veces y sorprendió a Liz mirándola sin disimular una expresión de miedo respetuoso. Le preguntó tres veces por su visita a la comisaría. Maureen no quería hablar del tema. Cuando se había despertado en el sofá de Benny le temblaban las manos, tenía un dolor de cabeza atroz y una sensación terrible de que lo peor aún estaba por venir. Se sentía como cuando tenía miedos nocturnos. Quería trabajar y fingir que era un día como cualquier otro, pero Liz se moría por formar parte del espectáculo.

– Creo que los amigos deberían tenerse confianza -dijo durante la comida.

– Tengo que ir a mear -se excusó Maureen como sólo una dama podría hacerlo.

El señor Scobie parecía estar más traumatizado que nadie. Cuando Maureen fue a esconderse en los servicios esa mañana, le vio caminando hacia ella en el pasillo. Parecía que estaba muerto de miedo y se metió en el guardarropía para no cruzarse con ella. Maureen pensó en ir tras él, sólo por maldad, pero al final decidió no hacerlo.

Por la tarde, Scobie entró nervioso en la taquilla y, con la espalda pegada a la pared, les entregó el sueldo. Maureen vio que le habían rebajado los impuestos. El sobre marrón contenía 150 libras en billetes de diez y de veinte.

– Siento que tengas problemas, querida -dijo Scobie.

– Gracias, señor Scobie.

– ¿Te cogerás más días libres? -cambió el tono de voz a mitad de frase-. ¿O puedo dejar los turnos como están?

– Puede dejarlos como están.

– Bien.

Se fue deprisa. Liz se echó a reír después de asegurarse de que Scobie no podía oírla.

Winnie la llamó por la tarde.