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No podía hablar de ello. Sus sesiones con la doctora Paton acabaron siendo horas muertas en las que, mirando siempre al suelo, derramaba lágrimas que se deslizaban por su rostro inmóvil. La doctora intentó hacer que hablara, pero no lo consiguió. Las dos sabían que era por culpa de Winnie. La doctora Paton se sentaba a su lado, le cogía la mano y le secaba la cara con un pañuelo. Maureen volvió a perder peso. Revisaron su fecha de salida y la retrasaron un mes.

Leslie sabía que algo iba mal. No hacía más que preguntarle pero Maureen no podía decirlo en voz alta. Al fin, después de pasarse dos semanas acribillándola a preguntas, Leslie logró que Maureen le contara qué había sucedido. Se puso furiosa. Se fue a casa de Winnie en su moto, la dejó en el precioso jardín de George, irrumpió en la cocina donde en ese momento almorzaban Una y Winnie y le rugió que si volvía a negar los abusos, incluso en sus oraciones, ella misma le patearía la cabeza. Después de eso, a Winnie dejó de gustarle Leslie.

Leslie hizo que Maureen escribiera una lista de los hechos que probaban los abusos sufridos y le trajo libros donde víctimas de éstos relataban sus experiencias y cómo habían reaccionado sus familiares al saberlo. Parecía que los daños físicos, las pruebas de ADN, incluso las condenas a prisión podían quedar a un lado si la familia no quería creer y Winnie no quería creer.

El día en que Maureen salió por fin del hospital, la doctora Paton se la llevó aparte.

– Quiero que sepas que no tengo la más mínima duda de qué ocurrió -dijo-. Y, a un nivel estrictamente no profesional, creo que tu madre es una cabrona egoísta.

Maureen y Winnie no volvieron a hablar del tema, pero gracias a la visita de Leslie, su madre sabía cuál era el talón de Aquiles de Maureen, y siempre cabía la posibilidad de que lo sacara a relucir cuando la borrachera despertara su crueldad.

Maureen se despidió de Liz y salió de trabajar con un nudo en el estómago y haciendo verdaderos esfuerzos para caminar. Daría lo que fuera para salir a emborracharse con Leslie en lugar de tener que ir a pelearse con Winnie.

La familia se había mudado a aquella casa cuando George y Winnie sé casaron. Estaba en un pequeño barrio de viviendas de protección oficial. Las casas eran modestas, de hormigón, y tenían dos pisos. Delante de la casa había un jardín simbólico de reducidas dimensiones que George cuidaba con meticulosidad y, delante, la acera ancha que llevaba a la calle tranquila, donde los niños jugaban hasta la hora de cenar. Era un barrio bonito, poblado por familias pobres pero que vivían bien y que planeaban un gran futuro para sus hijos. Los vecinos sabían que Winnie era una borracha y compadecían a los niños de la familia O'Donnell por ello.

Maureen no tenía intención de dejar que Winnie pagara. Pensaba hacerlo ella misma y dejar que el taxi se fuera antes de entrar en la casa, pero Winnie estaba mirando por la ventana y salió corriendo de la casa cuando vio que el taxi se acercaba. Metió un billete de diez por la ventanilla del taxista.

– Cóbrese de aquí -dijo.

– Hola -dijo Maureen, intentando que su voz sonara alegre.

Winnie parecía tener una resaca espantosa. Acercó la mano a la cara de Maureen.

– Hola, cariño -dijo y pareció que iba a llorar.

Maureen la siguió y entraron en la casa. Winnie y George pertenecían a una generación que creía en el valor y la longevidad de los materiales sintéticos. La casa estaba decorada con moquetas marrones y amarillas y con cortinas y muebles que habían sobrevivido a los años setenta.

George estaba dormido en el sofá del salón a oscuras; la televisión sin sonido parpadeaba en una esquina. George bebía tanto y tan a menudo como Winnie pero era un borracho encantador y melancólico cuyos mayores defectos eran quedarse dormido en momentos raros y una tendencia a recitar poesía sensiblera sobre Irlanda.

Maureen sintió el calor de los fogones antes de entrar por la puerta de la cocina.

– He estado todo el día cocinando -dijo Winnie. Abrió el horno con un movimiento exagerado y sacó una bandeja. Cortó una rebanada gruesa de pan de jengibre, la untó con mantequilla y se la dio a Maureen acompañada de una taza de café.

El pan de jengibre sabía igual que el de McCall's, una panadería famosa de Rutherglen donde siempre cocían demasiado la canela. Pero era una farsa agradable, diseñada para hacer que Maureen sintiera que Winnie se preocupaba por ella.

– Gracias, mamá -dijo-. Está riquísimo.

Winnie se sentó a su lado. Sujetaba entre sus manos una taza opaca recubierta de un esmalte oscuro en el interior. Maureen intentaba husmear el aire disimuladamente para descubrir qué estaba bebiendo Winnie. De todas formas, no era café. Winnie no suspiraba después de cada trago, así que no era licor. Puede que fuera vino. No tenía la lengua roja. Vino blanco. Había bebido lo suficiente como para estar de mal humor pero aún no lo suficiente como para ponerse agresiva. Unas dos copas. Maureen supuso que disponía de al menos media hora antes de que Winnie empezara a ponerse imposible.

Winnie estaba sentada a la mesa junto a ella y le ofreció a Maureen su antigua habitación.

– Podrías quedarte el tiempo que quisieras -dijo. Maureen le dijo que en casa de Benny estaría bien. Winnie preguntó si el número estaba en la guía.

– Sí -contestó antes de tomarse un tiempo para pensar en ello. Se puso a maldecir su estupidez mientras Winnie intentaba darle algo de dinero.

– Estoy bien, mamá, de verdad. No necesito nada.

– Tengo queso en la nevera. Se lo compré a un mayorista. Es de las islas Orkney.

– No quiero queso, mamá. Gracias.

– Te cortaré un trozo para que te lo lleves a casa -se levantó, abrió la puerta de la nevera y sacó con gran esfuerzo una bola de queso Cheddar naranja de tres quilos y la puso sobre la encimera.

– No quiero queso, mamá. Gracias.

Winnie no le hizo caso. Abrió el cajón de los cubiertos, sacó un cuchillo largo del pan y empezó a cortar un trozo que pesaría medio quilo. Se detuvo y se desplomó sobre el queso.

– ¿Estás bien, mamá?

– Me preocupo por ti -dijo Winnie, volviéndose hacia Maureen. Estaba al borde de las lágrimas-. Me preocupo tanto por ti.

– Pues no tienes por qué, mamá.

– Pero eres… Nunca sé… Si sólo pudieras… -Dejó el enorme trozo de queso y volvió a sentarse a la mesa, levantó la taza y tomó un trago-. Creo que tengo gripe -susurró entre lágrimas.

– Entonces tendrías que ir al médico.

Winnie parecía desamparada.

– Estoy un poco deprimida -dijo con énfasis.

Maureen suspiró.

– Mamá -dijo-, ahora no puedo consolarte.

– No quiero que me consueles -dijo Winnie llorando a moco tendido-. Sólo quiero estar segura de que estás bien.

– Estoy bien.

– Me preocupo tanto -gimoteó.

– No tienes por qué hacerlo.

Winnie se sentó recta, recuperando el control de repente.

– Maureen, soy tu madre.

– Sé quién eres -dijo Maureen, intentando animarse. El vino debía de estar haciéndole efecto: Winnie cambiaba de humor con facilidad. Quizás había tomado más de dos tazas, quizá tres.

– Sólo quiero saberlo -dijo Winnie con suavidad-. ¿Lo hiciste?

– ¿Hacer el qué, madre?

Winnie bajó la cabeza.

– ¿Mataste a ese hombre? -preguntó en voz baja y se mordió el labio.

Maureen se alejó de ella bruscamente. La exasperaba la capacidad para el melodrama de Winnie.

– Vamos, mamá, por el amor de Dios, sabes muy bien que no lo hice.

Winnie se ofendió.

– No lo sé muy bien… -dijo y volvió la cara como si le hubieran dado una bofetada.

– Sí que lo sabes -dijo Maureen-. Sabes que no lo maté. Eres tan teatral. De verdad, eres como una imitadora mala.

– No sé si no lo hiciste -dijo Winnie con solemnidad-. A menudo has hecho cosas de las que no te creía capaz.