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Winnie se levantó y se dirigió al fregadero, con la taza entre las manos. Se quedó de espaldas a Maureen como si estuviera recolocando los vasos en el escurridor.

– ¿Como qué?

– Ya lo sabes… -y susurró algo entre suspiros, algo que acababa con «Mickey».

Maureen no la había oído pronunciar ese nombre desde que estuvo internada en el hospital. Notó como iba encogiéndose en su silla.

– No te preocupes -dijo Winnie alzando la taza-. Estaré a tu lado, hayas hecho lo que hayas hecho -se terminó el vino.

Era un golpe bajo haber hecho alusión a los abusos. Era lo más rastrero que podría haber dicho.

– Bebes demasiado, mamá -dijo Maureen para devolverle el cumplido-. No estarías al borde de la histeria si bebieras menos.

Winnie se dio la vuelta y la miró furiosa por haber mencionado su problema con la bebida.

– ¿Cómo te atreves? -dijo con los labios apretados por la rabia-. Te he pagado el taxi.

– No quería que lo hicieras.

– Pero me has dejado.

Maureen sacó diez libras del sobre de su nómina y las puso sobre la mesa dando un golpe.

– Un billete de diez, mamá. Estamos en paz.

– ¡No quiero dinero! -le gritó Winnie.

Maureen entornó los ojos justo en el momento en que George aparecía por la puerta de la cocina.

– Vaya -dijo en voz baja-, no te he oído llegar.

– Hola, George -dijo Maureen.

– Hola, pequeña -dijo George y frunció el ceño-. He oído lo de ayer. Mala suerte.

No hablaba mucho de ello, pero Maureen sospechaba que George no había tenido una adolescencia nada fácil. Tenía un talento encantador para minimizar el dolor y, al vivir con Winnie, a menudo debía usarlo.

– Sí -dijo Maureen, y se sintió cansada de repente-. No ha sido nada bueno.

George le dio unas palmaditas suaves en la nuca y se volvió hacia Winnie.

– ¿Hay pan, muñeca? Las gaviotas vuelven a estar en la ventana.

Winnie le dio algo del pan que quedaba en la bandeja y George se marchó, desmenuzando las rebanadas y dejando migas por todo el recibidor. Winnie volvió a la mesa y alargó el billete de diez a Maureen.

– Quédate el dinero -dijo-. Sólo me he puesto un poco tensa. Siento haberte gritado.

– Bueno, no deberías pagar nada si de verdad no quieres hacerlo.

Winnie se sentó a la mesa.

– Lo sé. Es sólo que… me pongo nerviosa… y ahora todo esto.

– No te preocupes, mamá. La policía les encontrará pronto.

Miró a Maureen y animó la cara.

– ¿Crees que lo harán?

Maureen asintió con la cabeza.

– Sé que sí.

Winnie se sentó derecha y miró la bola enorme de queso que descansaba en la encimera.

– ¿Qué demonios voy a hacer con todo este queso?

Maureen le echó un vistazo y se echó a reír.

– Mamá, ¿por qué diablos lo compraste?

Winnie se encogió de hombros, confusa por su propio comportamiento.

– En ese momento me pareció una buena idea. Lo utilizamos para adornar el jardín hasta que comimos el suficiente como para que cupiera por la puerta.

Estaban juntas ahí sentadas y se rieron de la cantidad industrial de queso que había. Maureen miró a su madre. Winnie estaba contenta de reírse de sí misma, no estaba ni triste ni enfadada, no pedía nada: era la vieja Winnie, la Winnie de antes de que la bebida se convirtiera en un problema. Y entonces dejó de reírse y miró la taza vacía y la vieja Winnie desapareció. Levantó la mano y la pasó por el pelo de Maureen pero le apretó tanto la cabeza que algunos cabellos se quedaron enganchados en su anillo de compromiso. Winnie tiró con fuerza. Maureen se aguantó un grito de queja por si Winnie pensaba que estaba rechazando su gesto de cariño.

– ¿Cómo lo estás llevando?

Maureen se frotó la cabeza dolorida.

– Bien.

– Si se te hace una montaña -dijo Winnie-, quiero que me prometas que volverás al hospital.

– Mamá, por el amor de Dios, no soy la persona más loca del mundo. No tienen una cama libre preparada sólo para mí.

– Ya lo sé, pero estoy segura de que te admitirán si dices que ya has estado allí antes.

Maureen se encogió todavía más en su silla.

Cuando se marchó, caminó un par de manzanas y se detuvo en un banco que había enfrente de una iglesia baptista. Estaba nublado y lloviznaba. Al otro lado de la carretera un hombre paseaba a un perro viejo y cansado. El hombre le hablaba, le animaba con susurros, llamándole por su nombre. El perro se detuvo. Jadeaba y las patas casi se le doblaban debido al peso del cuerpo. El hombre le dio unas palmaditas en el lomo y el viejo perro se puso en marcha.

Maureen se fumó un par de cigarrillos y se imaginó en su casa, en su pisito acogedor, antes de que sucediera todo esto. Se metía en la bañera de su cuarto de baño azul y blanco y se sentaba en el sofá sin braguitas a ver la tele y comer galletas mientras dejaba que el contestador cogiera las llamadas.

Le llevó una taza de té a Benny, que estaba en su habitación. Estaba sentado a un lado de la cama y enfrente tenía una mesa baja con todo tipo de libros abiertos. Había sacado punta a algunos lápices en una taza con restos de posos de café. Debía de estar histérico por los exámenes. Benny dejó de leer y le preguntó muy serio si quería hablar de lo ocurrido el día anterior.

– No, ahora no. Ni siquiera puedo pensar en ello.

– De acuerdo -dijo, con una mirada solemne y nerviosa.

– ¿Te sientes bien con todo esto, Benny?

Su rostro pasó a tener una expresión de alivio.

– Dios mío, es un poco raro, ¿no? Uno no piensa que estas cosas le puedan suceder a gente como nosotros, ¿verdad?

– Supongo que no. -Maureen señaló los libros-. ¿Tienes examen mañana?

– No -dijo-. La semana que viene, pero no he estudiado lo suficiente.

– Siempre dices lo mismo y siempre apruebas. Intenta alejar a Douglas de tu mente y concéntrate en los exámenes. -Maureen cogió la taza sucia y con restos de punta de lápiz-. Me llevaré esta guarrada.

Una vez en el recibidor oyó que alguien arañaba silenciosamente la puerta. Se acercó a la mirilla. Era Leslie, que estaba en el rellano con el casco en una mano y se apartaba despacio el pelo de la cara con la otra. Tenía ojeras oscuras y parecía agotada.

– Leslie -dijo Maureen con una sonrisa ancha.

Leslie entró en el recibidor, alargó la mano hacia Maureen y le estrechó el brazo.

– ¿Estás bien, cielo? -le preguntó. Por su voz parecía que había estado fumando mucho y/o que acababa de levantarse-. ¿Cómo va todo?

– Sí -dijo Maureen-. Supongo que Liam te habrá llamado para contártelo.

– No, la policía vino a verme.

Maureen señaló el cuarto de Benny y Leslie le dio una patadita a la puerta para que se abriera un poco y asomó la cabeza.

– ¿Todo bien, Benny?

Maureen oyó el «sí» de Benny al otro lado de la puerta. Leslie la cerró y la señaló con el dedo.

– Está estudiando -dijo-. ¿Por qué cono no me llamaste, Mauri?

– Bueno -dijo Maureen encogiéndose de hombros incómoda-, ya tienes demasiadas cosas en la cabeza.

– Joder, Maureen, no soy la presidenta del mundo.

– Yá lo sé, es sólo que… Estaré bien.

– Eres patológicamente independiente.

– Dejémoslo -dijo Maureen y se dirigió a la cocina-. ¿Quieres una taza de té?

– Café -dijo Leslie y dejó el casco en el sofá-. Necesito un café bien cargado -fue a sentarse pero se detuvo-. Ya lo hago yo -dijo, casi tambaleándose hacia la cocina.

Maureen fue tras ella.

– Joder, Leslie, ve a sentarte.

– No -dijo Leslie sacudiendo la cabeza tajantemente-. Tendría que hacerlo yo.

– No me mataron a mí, Leslie. Ve a sentarte.

Leslie parecía abatida.

– Joder, lo siento mucho, Maureen. No me gustaba Douglas pero lo siento mucho.

– Sí, bueno.