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Estaban una frente a la otra, muy cerca, y apartaron la mirada un segundo.

– Siento como si tuviéramos que abrazarnos o algo así -dijo Maureen.

– ¿Quieres que lo hagamos?

– No -contestó Maureen-. La verdad es que no.

– Tendrías que haberme llamado -dijo Leslie en voz baja.

– Si te necesito, te llamaré.

– No esperes a necesitarme. Soy tu amiga, no los bomberos.

Leslie emitió un suspiro sonoro y abrió desmesuradamente los ojos en señal de sorpresa.

– Lo que ha ocurrido es de locos.

– Joder -dijo Maureen-, lo sé.

Leslie le contó que la policía la había interrogado acerca de la relación de Maureen y Douglas. Parecía que les interesaba más eso que saber el tiempo que habían estado cenando en el Pizza Pie Palace. Luego, Leslie le pidió a Maureen que le contara lo que había pasado. Maureen sintió cómo el nudo de su estómago se contraía. Esta noche no podía hablar de ello: eso haría que lo ocurrido se convirtiera en algo real.

– ¿Quieres aferrarte al estado de shock un poco más? -preguntó Leslie comprensiva.

– Sí -dijo Maureen-. El estado de shock está bien.

Leslie le contó que estaba muy cansada porque había estado trabajando en la apelación, tenía que estar lista el martes por la mañana y le costaba entender los libros de Derecho. Le pidió a Maureen que no se lo contara a Benny; insistiría en echarle una mano y tenía que estudiar para los exámenes. Maureen le dijo que era patológicamente independiente.

Se fumaron un cigarrillo. Leslie quitó el filtró al suyo para que fuera más fuerte y así poder despertarse. Cada vez que le daba una calada al pitillo, los dientes y los labios le quedaban cubiertos de trocitos de tabaco. Maureen se rió y se apoyó en la mesa.

– Vete a casa, tonta estúpida.

Leslie se rindió y aplastó el cigarrillo en el cenicero.

– Mauri, cariño, no puedo dejarte.

– Leslie, nos veremos el martes por la tarde. Mi vida todavía será una mierda el martes por la tarde.

Maureen la acompañó a la puerta y le dijo que condujera con cuidado.

– Escucha, llámame si quieres hablar de Douglas antes del martes.

– Vete ya -dijo Maureen, y la echó al rellano.

Sintiéndose extrañamente animada, encendió la televisión y se fue a la cocina a prepararse un bocadillo. Empezaron las noticias de la noche. Carol Brady, eurodiputada por Strathclyde, volvía de una conferencia sobre ecología en Brasil después de conocer la trágica noticia sobre su hijo, Douglas Brady. Maureen asomó la cabeza por la puerta y observó la pantalla. En el aeropuerto, Carol Brady se abría paso rápidamente entre una multitud inmensa de periodistas que no dejaban de ladrar. Caminaba con pasos tan firmes que Maureen tuvo la sensación de que iba a por ella.

El comunicado de su gabinete de prensa decía que la familia estaba consternada por la muerte de Douglas y que agradecerían que la prensa fuera respetuosa en unos momentos tan difíciles. Confiaban plenamente en que la policía encontraría al culpable muy pronto.

Un agente de policía de edad avanzada declaró en la conferencia de prensa que todo estaba bajo control y que cualquier persona que hubiera visto algo, que por favor se pusiera en contacto con la policía. Dio un número especial a tales efectos.

7. Periodistas

Fue a trabajar al día siguiente sin sospechar nada. Era un sábado triste y húmedo y no había mucho trabajo en las taquillas; incluso los teléfonos estaban tranquilos. Liz estaba de mejor humor. Le contó a Maureen una historia divertida sobre la alopecia nerviosa de un tío suyo muerto hacía tiempo.

El señor Scobie no estaba, así que utilizaban el teléfono por turnos e iban y venían de los servicios para matar el tiempo. Liz se fue al baño con un periódico y Maureen llamó por teléfono. Liam no estaba en casa, así que le dejó un mensaje en el contestador. Al segundo de haber colgado, Liam ya le devolvía la llamada. La policía estaba interrogando a todos sus conocidos y le preocupaba que a alguien se le escapara algo sobre él.

– ¿Han hablado con mamá?

– Sí -dijo Liam-. Llevaba un pedo de la hostia. La estaba esperando en la planta baja. No sé lo que hizo pero estaban impacientes por sacarla de allí. No dejaba de gritar «hábeas corpus». La oía desde abajo.

– «El alcoholismo: la enfermedad secreta» -dijo Maureen entre risas, citando el título de un panfleto que les habían dado en el colegio. Su bienintencionado tutor, el señor Glascock, les hizo salir de clase y les llevó a una sala de ayuda psicopedagógica. Les habló de un grupo de apoyo a familiares de alcohólicos llamado Al-Anon y les dio unos folletos. Le dieron las gracias por preocuparse por ellos y le dijeron que sí, que irían a verle si necesitaban hablar con alguien. Se partieron de risa cuando se fue.

En el colegio habían sabido que Winnie era alcohólica cuando la directora la llamó para hablarle del comportamiento subversivo de Liam en clase. Winnie fue tambaleándose a la escuela, le dijo a la secretaria que era una gilipollas y se quedó dormida en la sala de espera. No podían despertarla. George tuvo que ir a recogerla, la llevó en brazos hasta el coche y allí siguió roncando tranquilamente. Los profesores dejaron de ponerles las cosas difíciles después de ese incidente. Los miraban con cara de lástima y hacían la vista gorda cuando no traían hechos los deberes. La forma en la que les hablaban era insultante, como si sus vidas fueran patéticas y siempre lo fueran a ser, como si no pudieran hacer nada para cambiarlas. Maureen hubiera preferido que la trataran como a una niña mala que como a una desgraciada. La provocación de Liam fue más allá: se esforzó para ser un niño malo.

– La vi ayer -dijo Maureen-. De hecho, me preguntó si había sido yo.

– Creo que tendrías que alejarte de todos ellos -dijo Liam serio-. Al menos por un tiempo, hasta que acabe todo esto.

– ¿Sabe la policía algo de tu negocio…?

Liam la interrumpió.

– No. No hablemos de eso por teléfono, colega -dijo.

Maureen se disculpó.

– ¿Has pensado en lo que te comenté? ¿Aquello de la hora de la muerte?

– Sí, Mauri. Es una tontería.

– ¿Qué me dices de lo del armario?

– Yo se lo contaría. No querrás que lo descubran por otra persona. ¿Qué tal la cabeza?

– Bueno, como siempre. Me estalla.

Liz regresó del baño y le tocó a Maureen hacer el vago. Se encerró en el lavabo y se fumó un cigarrillo. Volvió a pensar en su rutina en el piso, sentada en la cama tomando café; de pie mirando por la ventana del salón a la luz de los primeros rayos de sol de la mañana. Entró en la taquilla por la puerta lateral justo cuando Liz retiraba el cartel de volvemos en cinco minutos y subía las persianas.

Había dos hombres esperando. Maureen se detuvo. Había algo raro en ellos: estaban demasiado cerca de la ventanilla, encorvados para mirar por debajo de la persiana a medida que Liz la subía. El tipo que estaba más cerca llevaba un traje de algodón verde lima y un abrigo negro encima. El segundo llevaba un anorak de varios colores y sujetaba una cámara con teleobjetivo. Se la puso despacio delante de la cara, como si estuviera al acecho de un pájaro asustadizo y enfocó a Liz. El hombre del traje verde lima metió el puño con una grabadora por debajo de la ventanilla.

– ¿Qué tiene que decir sobre el asesinato de su novio, señorita O'Donnell? -le ladró a Liz.

El fotógrafo le iba sacando instantáneas.

– ¿Le mató usted, señorita O'Donnell? -gritó otra vez el hombre de la grabadora.

Liz reaccionó. Empujó la bandeja del cambio contra la piel suave de la muñeca del periodista, que pegó un grito pero no soltó la grabadora. Liz movió la bandeja deprisa hacia adelante y hacia atrás y le hizo sangre en la mano mientras él intentaba retirarla. El segundo hombre tomó fotos de la reacción de Liz y ella le sacó la lengua y le puso cara de loca furiosa.