Haciendo un gran esfuerzo por mantener la calma, Maureen se deslizó por la pared hasta la ventanilla, se inclinó y bajó la persiana. Se quedó quieta y Liz se sentó sin decir una palabra. Con miedo a moverse, las dos escucharon los insultos de los dos hombres y sus golpes contra la ventanilla y la puerta lateral. Al cabo de un rato, los periodistas desistieron.
– Seguro que no se han ido -susurró Liz-. Estarán al otro lado de la calle.
A sugerencia de Maureen, cerraron la taquilla, salieron por la puerta de servicio y se fueron al cine toda la tarde. Vieron una película horrorosa sobre un hombre que se dedicaba a matar gente.
– Vaya mierda de peli -dijo Maureen al salir.
– Pues a mí me ha gustado -dijo Liz-. El tío era mono.
Liz se ofreció a hacerle el turno del lunes. De todas formas le debía uno.
– Me vendría genial, Liz. Necesito tomarme un par de días libres.
Ya se estaba haciendo de noche y las calles estaban tranquilas como correspondía a un sábado a la hora de la cena, cuando las familias se reúnen para ver programas basura en la tele y colocar la compra en su sitio. Incluso el rellano de Benny estaba en silencio. No se oían los ruidos habituales que salen de la tele ni niños gritando. Parecía un cementerio.
Benny había dejado una nota en la mesita del café que decía que había ido a una reunión de Alcohólicos Anónimos y que volvería más tarde. Maureen encendió todas las luces del piso y el televisor del salón e intentó pensar en cualquier cosa que no tuviera que ver con Douglas. La casa empezó a caérsele encima.
Se preparó algo para comer, no porque tuviera hambre sino simplemente por hacer algo. Encontró algo de pan, pero no había mantequilla en la nevera.
Sonó el teléfono. Se le cayeron las rebanadas de pan y salió corriendo a cogerlo. Era Winnie. Intentaba disimular que estaba borracha poniendo voz de pija. La habían llamado algunos periodistas.
– No les digas nada, mamá, por favor. Y por Dios, no les des ninguna foto.
– No les he dicho nada -dijo Winnie-. Y tú tampoco hables con ellos.
– Difícilmente voy a hacerlo, ¿no crees?
– Bueno, a veces la gente hace cosas, cosas que normalmente no haría, cuando las cosas se ponen… un poquito…
Se le olvidó de qué estaba hablando.
– Estás borracha, ¿no?
Winnie no tenía fuerzas para pelearse con ella.
– ¿Cómo te atreves? -dijo y tiró el teléfono. Decía algo acerca de Mickey. Maureen oyó unos pasos y luego la voz de fondo de George que preguntaba algo.
Éste cogió el teléfono.
– ¿Sí?
– Hola, George. Soy yo.
– Vaya. ¿La has llamado tú?
– No. Me ha llamado ella.
– Bueno, está un poco… un poco cansada. Te ha estado llamando al trabajo esta tarde pero no contestaba nadie.
– Bueno, hay algunos problemas con la centralita. La habrán pasado con la taquilla de atrás -dijo Maureen. Era una buena mentira, inventada sobre la marcha pero había elevado demasiado el tono de voz, había hablado demasiado rápido.
– Vale. Hasta luego -dijo George con indiferencia y colgó.
Maureen mojó pan duro en un vaso de leche: era la mejor cura para la acidez. Se sentó frente al televisor e hizo zapping intentando encontrar algo que la distrajera de sus pensamientos. Los programas eran tan estúpidos que ninguno consiguió centrar su atención más de treinta segundos.
Si Benny estuviera en casa podrían ver la tele juntos. Podría llamar a Leslie pero entonces tendría que contárselo todo; y todavía no podía enfrentarse a ello.
Maureen se sobresaltó cuando llamaron a la puerta. El modo en el que tocaron era educado y no le resultaba familiar. Se dirigió con miedo hacia el recibidor deseando que no fuera la policía y se acercó a la mirilla.
Jamás le había visto. Tendría unos veinticinco años, llevaba vaqueros, una chaqueta verde de aviador y el pelo engominado hacia atrás. Estaba delante de la puerta con una pose natural, frente a Maureen, y miraba fijamente la mirilla, como si supiera que ella le observaba.
Maureen tenía la mano en el pomo y entonces la ranura para el correo se abrió lentamente.
– Maureen -susurró el hombre, que tenía una voz nasal y pedante -. Sé que estás ahí, Maureen. Te oigo moverte.
Aterrorizada de repente, se apartó hacia la pared y lentamente fue hacia el interior.
– Aún te oigo moverte -dijo-. ¿Vas a abrirme la puerta?
– ¿Quién es? -dijo Maureen en voz baja. Se le estaba formando una fina capa de sudor sobre el labio superior.
– Abre la puerta y te lo diré. -El hombre intentó abrir:
– Que te jodan.
– Vamos.
Maureen le oyó retroceder y resoplar. Debía de oír cualquier movimiento que hacía: la puerta era muy delgada. Bajó de puntillas hasta el piso de abajo. Maureen intentó respirar con normalidad. Oyó pasos en el rellano y al hombre que volvía a subir de puntillas.
De nuevo, éste se inclinó para mirar por la ranura del correo.
– ¿Aún sigues ahí? -susurró.
Maureen echó un vistazo a su alrededor en busca de un arma y descolgó una fotografía enmarcada de la pared. Podría romper el marco y sacar un pedazo de cristal a través de la ranura del correo, ponérselo delante de la cara, de los ojos, quizás, y luego podría llamar a la policía.
– ¿Todavía sigues ahí? -El hombre dejó escapar una risita y soltó la tapa de la ranura del correo, que se cerró de golpe..
Maureen dejó caer la foto. Aterrizó en una esquina de la moqueta, y el cristal saltó del marco sin romperse. Era de plexiglás.
– Vengo de parte de Carol Brady.
Maureen tardó unos segundos en reconocer el nombre.
– Quiere verte mañana.
– ¿Dónde?
– Donde quieras. ¿Por qué no quedáis para comer? Será agradable y civilizado.
Maureen se tomó un tiempo para pensarlo.
– En DiPriano -dijo. Era un marisquería de la ciudad. Sería de idiotas sugerir un lugar de menor categoría.
La ranura del correo se abrió otra vez.
– ¿A qué hora?
Maureen no sabía a qué hora abría el restaurante. No quería almorzar a la hora de mayor ajetreo.
– A las dos.
La ranura del correo se cerró.
Maureen le oyó bajar las escaleras con agilidad. Esperó en el recibidor por si volvía. Esperó mucho rato.
Con movimientos lentos, Maureen preparó el sofá cama y se acostó. Cerró los ojos y fingió estar dormida. Sólo después de que Benny llegara a casa, se preparara algo de comer y se fuera a la cama, Maureen volvió a moverse. Tenía el lado derecho del cuerpo entumecido.
Soñó con el desayuno de los domingos después de haber ido a misa. Siempre le había parecido que era una especie de trato porque tenían hambre: no podían comer antes de comulgar. Soñó con el té dulce y caliente en aquellos días en que todo el mundo lo tomaba con azúcar; con los rollitos de bacon y huevo frito y con los periódicos escritos con palabras cortas que los niños podían entender, esos que traían noticias sobre escándalos sexuales; soñó con la familia sentada alrededor de la mesa de la salita de estar como solían hacer entonces, a medio vestir para ir a misa con ropita delicada e incómoda que se habían quitado y puesto en sus cuartos: las chaquetas de terciopelo que se mancharían de grasa de bacon, las medias que les picaban y los zapatos que les apretaban. Ahora todos habían crecido, todos excepto su padre, a quien Maureen recordaba tal y como era entonces: treinta y cuatro años y el doble de grande que cualquiera de ellos; sentado en el mejor sillón, junto a la ventana.
Maureen estaba tumbada junto a la butaca de Michael. Sólo él sabía que estaba allí y no la miraba. Ella llevaba un camisón de franela muy pulcro de cuello alto, abotonado hasta arriba. Él se lo había subido desde el dobladillo arremangándolo con cuidado para dejarla desnuda de cintura para abajo. Maureen no podía levantarse porque tenía la espalda pegada al suelo. Sin apartar los ojos del periódico, Michael se agachó para tocarla. Ella intentó levantarse, agitando con fuerza brazos y piernas en el aire como una araña moribunda, pero entonces se le partieron las entrañas y un dolor la penetró a través del abdomen e hizo que se quedara quieta y cerrara los ojos.