Se despertó a las once y media más cansada que cuando se había acostado. Se puso los vaqueros y la camiseta del Dinamo Anticapitalista y bajó al quiosco a por cigarrillos. En la primera página de un dominical sensacionalista aparecía una fotografía desenfocada de Liz. Estaba mirando directamente a la cámara y hacía una mueca. En el pie de foto aparecía el nombre de Maureen. Se vio a sí misma, de cuello para abajo, en un segundo plano, alargando la mano para bajar la persiana.
8. McEwan
Maureen volvió por la callejuela hacia el portal cerrado mientras leía la portada del periódico. Las dos puertas de una furgoneta roja se abrieron a la vez y dos hombres se dirigieron hacia ella. Llevaban trajes oscuros y chubasqueros. Uno de ellos era alto, se estaba quedando calvo, tenía la cara rechoncha y su aspecto era desaliñado. El más bajito se acercó a Maureen y mostró algún tipo de identificación.
– ¿La señorita O'Donnell?
– No -dijo Maureen, que dobló el periódico al revés y se preguntó dónde estaría la cámara-. Me llamo McQuigan. Katrine McQuigan.
Los dos hombres se miraron. Si ahora salía corriendo sabrían seguro que era Maureen O'Donnell.
– Señorita O'Donnell, sé que es usted -dijo el bajito-. Ya la he visto antes. Yo estaba en la escena.
– ¿Dónde está «la escena»?
– Estaba en su casa cuando se la llevaron a la comisaría de policía.
– ¿Cómo dice? -le espetó Maureen-. En mi vida he estado en una comisaría.
Los dos hombres volvieron a mirarse, confusos por la mentira de Maureen. El alto se le acercó y la cogió del brazo con una mano grasienta.
– Joe McEwan quiere verla -dijo, y la apretó con fuerza para que supiera que no iba a dejar que le hiciera perder el tiempo.
– Vaya, son policías -dijo Maureen-. Creí que eran periodistas. No vi bien la placa.
No la creyeron. El gordinflón de aspecto desaliñado le puso la mano en la cabeza, la empujó hacia abajo con violencia, la metió en el coche y se sentó a su lado. El otro policía ocupó el asiento del conductor y la miró por el retrovisor. Estaba claro que no la habían creído.
– De verdad creía que eran periodistas -dijo sin dirigirse a nadie en particular.
Aparcaron encima de la acera de la comisaría de Stewart Street. El hombre de aspecto desaliñado la sujetaba del brazo mientras la llevaban hacia la entrada. Observó que el otro policía caminaba a cierta distancia, cerrándole el paso hacia la carretera por si Maureen intentaba salir huyendo. Inness, el policía del bigote a quien le había vomitado encima, estaba junto a la recepción…
– Hola -la saludó.
Sus ojos revelaban una mirada triunfante y Maureen supuso que el interrogatorio no iba a ser fácil. Los tipos del chubasquero la llevaron a través de pasillos y escaleras, ahora ya familiares, hasta la sala de interrogatorios de la primera planta.
Joe McEwan no se alegraba de verla. El policía de aspecto desaliñado la hizo sentar a la mesa y le susurró algo al inspector al oído. Sin mirarla, McEwan se sentó, puso en marcha la grabadora y nombró a los presentes. La miró sin esconder su repugnancia.
– Muy bien, señorita O'Donnell. El jueves me dijo que nunca había estado en la Clínica Rainbow para seguir ningún tipo de tratamiento, ¿correcto?
– Sí, eso es lo que dije.
– Eso es lo que dijo. ¿Y era verdad?
– ¿A qué se refiere? -dijo Maureen para obtener alguna pista.
– Creo que está muy claro. ¿Me dijo la verdad cuando me contó que no había ido a la Rainbow para ponerse en tratamiento?
Maureen intentó parecer triste. Si no parecía que lo lamentaba, sabrían que intentaba hacerse la lista. Pensó en el sueño que había tenido.
– No -dijo, y se puso a recordar lo que había soñado en busca del momento más doloroso-. No era verdad. Le mentí.
– ¿Por qué me mintió, señorita O'Donnell?
– Porque estaba avergonzada.
– ¿Estaba avergonzada de tener una aventura con su psiquiatra?
Lo más doloroso había sido cuando estaba tumbada con la espalda pegada al suelo; la sensación de sentirse pequeña y atrapada. Recordó lo que había sentido y alzó la vista.
– Me avergonzábale la razón por la que fui a la clínica.
– Eso no nos interesa, señorita O'Donnell. No es importante.
– Pero sí lo es para mí -susurró.
– Escuche -dijo McEwan-, sabemos lo de su padre. Eso no me interesa. Me mintió.
Era evidente que McEwan estaba enfadado.
– ¿Miente continuamente, Maureen? ¿Sabe reconocer cuándo está mintiendo? Hoy he hablado con su psiquiatra, Louisa Wishart. ¿La recuerda? La mujer a quien visita los miércoles a las seis. ¿La recuerda?
– ¿Louisa? ¿Cómo han llegado hasta ella?
– Su nombre salía en su historial de la Rainbow.
– ¿Cómo descubrieron que estuve en la Rainbow?
– La vieron, en el periódico.
– ¿Cómo pudieron verme en el periódico?
McEwan se ruborizó de repente. Se inclinó hacia ella. Su voz adquirió un tono increíblemente elevado.
– ¡Deje de hacerme preguntas!
El policía de aspecto desaliñado retrocedió. El rostro de McEwan recuperó su color habitual con tanta rapidez como lo había perdido. Hojeó un par de páginas de su libreta.
– Veamos -dijo recuperada ya la compostura-, en febrero la enviaron de la Clínica Rainbow al Hospital Albert con Louisa Wishart. Desde entonces ella es su psiquiatra. ¿Se acerca más esta información a la verdad?
– Sí -dijo Maureen.
McEwan hizo una pausa y la miró.
– Quiero saber por qué me mintió -dijo.
Maureen sacó el paquete de cigarrillos que había comprado en el quiosco y lo levantó.
– ¿Puedo?-preguntó.
McEwan asintió con la cabeza.
– ¿Quiere uno?
Hizo que no con un gesto firme pero miró el cigarrillo mientras Maureen lo encendía y le daba unas caladas. La garganta se le cerró al notar el humo áspero del tabaco. Por un momento sintió que se ahogaba y la sensación le recordó el camisón que le apretaba el cuello en el sueño.
– Le mentí por lo del armario.
McEwan estaba intrigado.
– ¿Se metió en el armario? -preguntó con suavidad.
A Maureen le entró humo en los ojos. Se los frotó con fuerza.
– No. Pero cuando sufrí la crisis, me encontraron allí.
McEwan parecía decepcionado.
– Bueno, no sabía qué es lo que habían encontrado ahí dentro y, como usted no hacía más que preguntarme por él, pensé que podría ser algo que coincidiera con algún hecho de mi historial, algo que pudiera hacerme parecer culpable.
– ¿Qué cree usted que había en el armario?
– No lo sé. ¿Una nota o algo así?
– Vuelva a intentarlo.
– ¿Algo mío?
McEwan esbozó una sonrisa enigmática.
– ¿Y por eso mintió?
– No quería que leyeran mi historial psiquiátrico porque pensé que creerían que había sido yo.
Observó la cara de McEwan. No revelaba nada.
– No vuelva a mentirme -dijo mientras le indicaba con la mano que podía marcharse-. Dificulta mi trabajo.
Maureen se levantó. McEwan dijo que el interrogatorio había terminado y apagó la grabadora. Señaló a Maureen con el dedo.
– Y no vuelva a dar un nombre falso a mis agentes si van a buscarla otra vez.
– Sí -dijo Maureen y se marchó con el periódico.
9. Carol Brady
Maureen nunca se había alegrado tanto de ver una botella de whisky. Pidió un Glenfiddich con hielo y zumo de lima. El camarero le preguntó si lo decía en broma. Maureen tuvo que explicarle paso a paso cómo se preparaba.