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– Sirva el Glenfiddich en un vaso, muy bien. Ahora póngale los cubitos. Y ahora, añada el zumo de lima.

– ¿Cuánto quiere?

– La misma cantidad que de whisky.

El camarero miró la bebida mientras la ponía sobre la barra.

– Si el jefe entrara y me viera sirviendo whisky de malta con jugo de lima, no sé qué me diría.

– Sí, ya -dijo Maureen y se lo bebió de tres tragos, deseando que Leslie estuviera con ella.

El whisky se deslizó por su garganta, le besó el estómago y un escalofrío agradable le recorrió la columna vertebral. Una sensación de bienestar se acomodó en su nuca. Puso un billete de diez libras sobre la barra.

– Otro, por favor.

El camarero preparó la sencilla bebida con movimientos complicados. Se la sirvió y le preguntó qué nombre tenía.

– Whisky con lima -dijo Maureen y fue a sentarse a una mesa.

El interior de DiPriano era modernista. La decoración era orgánica y ligeramente puesta al azar, como se supone que tiene que ser el modernismo. La iluminación le daba al local un aspecto acogedor. Pasado el bar, con su barra cóncava con el borde de cromo, se encontraba el atril del maître, de forma convexa y hecho en madera de nogaclass="underline" era la antesala del restaurante, que estaba decorado con frescos con conchas de color melocotón suave.

Maureen no iba vestida acorde a la categoría del restaurante. Los otros clientes del bar-salón Ostra llevaban trajes de lana y de lino. Ella iba con la camiseta del Dinamo Anticapitalista y con los vaqueros negros. Cogió el whisky y se pasó a una mesa que estaba más cerca de unos turistas alemanes, siempre omnipresentes, que vestían de manera desenfadada con ropa informal y chillona.

Carol Brady llegó dos whiskies más tarde. Pasó por el bar sin detenerse y entró en el restaurante. El hombre del pelo engominado trotaba tras ella, pisándole los talones. Carol Brady se acercó a una mesa, esperó a que su ayudante le retirara la silla y se sentó de cara al bar. El maître le sonrió desde detrás de su atril y le hizo una pequeña reverencia.

El mensajero risitas de Brady era mucho más bajo, de lo que Maureen había imaginado. Llevaba un traje azul barato, zapatos marrones sin cordones y calcetines blancos. Miró hacia el bar y vio que Maureen les observaba expectante. Le hizo una señal con la mano para que se les uniera.

– Hola -dijo Maureen inquieta, de pie junto a la mesa y sujetando el vaso con lo que quedaba de su whisky.

Brady levantó los ojos hacia ella.

– Sí -dijo-, hola.

Brady la miró de arriba abajo. Su mirada de desaprobación se detuvo en el pecho de Maureen. Leyó lo que había escrito en la camiseta.

– ¿No vas a sentarte?

Maureen lo hizo.

Carol Brady no era atractiva. Tenía muchas arrugas pero no parecía que fueran el resultado de haberse divertido demasiado. Los párpados le caían sobre las pestañas achaparradas, presionándolas hacia abajo. Tras esas pequeñas cortinas de piel, sus ojos aparecían rojos por la desesperación estremecedora que produce la muerte reciente de un familiar. Se le estaba cayendo el pelo. Lo tenía castaño y se lo peinaba con laca. Parecía un casco hecho de encaje.

El camarero les trajo la carta, que estaba encuadernada en cuero, y la señora Brady le pidió una botella grande de agua mineral. Cuando se fue, Brady le dijo que Douglas nunca le había hablado de ella.

– ¿Cómo os conocisteis?

– En un bar -dijo Maureen con voz débil, y sintió como si su presencia allí supusiera una mancha en la reputación de Douglas.

Brady fingía estar leyendo la carta.

– Entonces no fue a través de su trabajo. -Lo dijo como si sólo estuviera confirmando los hechos pero esperó porque quería oírselo decir a Maureen.

Ella miraba incómoda la carta. Podía ser que Joe McEwan se lo contara a Carol Brady si no lo hacía ella misma.

– No era mi psiquiatra -dijo Maureen.

– ¿Entonces no era su psiquiatra? ¿Lo fue alguna vez?

– Nunca.

– Comprendo -dijo Brady con rapidez y pasó la página de la carta.

Maureen cerró la suya y la dejó sobre la mesa.

– Señora Brady -dijo-, siento muchísimo lo de su hijo.

Carol Brady hizo rechinar los dientes mientras sus ojos se volvían rosados de repente y se le humedecían. Los cerró rápido para intentar no llorar. Durante unos segundos llenos de tensión, Maureen pensó que Brady iba a ponerse a sollozar de manera incontrolable.

– Lo siento -dijo Maureen otra vez-. No tendría que haberle dicho que nos viéramos aquí. Hubiera podido venir al piso.

Brady tomó aire insegura y su dolor se alejó.

– Me alegro de haber quedado aquí -dijo llevándose un pañuelo de lino a la nariz.

Maureen esperó a que dijera por qué se alegraba o por qué este lugar era mejor que cualquier otro, pero no lo hizo.

– Pidamos algo de comer -dijo Brady al fin-. ¿Por qué no comes langostinos? Aquí los preparan muy bien.

– De acuerdo -dijo Maureen, ansiosa por complacerla. Pidió langostinos y Brady escogió bacalao ahumado y mejillones para su silencioso, ayudante.

– Oí que ha estado en Brasil -dijo Maureen.

Brady puso cara de desagrado y se lanzó a un discurso sobre el vuelo tan malo que había tenido. El clima era demasiado caluroso y la comida demasiado picante para ella. La conferencia había sido una pérdida de tiempo. Habló del viaje, le contó cada detalle sobre sucesos y personajes anodinos durante todo el rato que estuvieron esperando a que llegaran los platos y durante gran parte de la comida. No se le daba muy bien contar historias y, a juzgar por la cara de aburrimiento de su ayudante, ya las había contado varias veces. Pero el propósito de su discurso no era embelesar a su público, sino tranquilizarse a sí misma. Mientras hablaba consiguió salvarse del abismo del dolor y se perdió en una serie de contratiempos sin importancia.

A Maureen no se le exigía hablar: todo lo que tenía que hacer era comer y escuchar, pero su mente fantaseaba una y otra vez con la botella de Glenfiddich de la barra del bar. La veía en sus pensamientos, iluminada por detrás como si fuera una aparición divina.

Estaban acabando de almorzar cuando Brady empezó a hablar de los periodistas. La habían acosado sin piedad en el aeropuerto y no dejaban de llamar a su despacho.

– Sanguijuelas -dijo enfadada-. La mayoría de ellos son unas malditas sanguijuelas.

Maureen le contó el incidente con el fotógrafo en la taquilla del teatro y las llamadas a su madre. Brady la miró.

– He oído que tu madre está… indispuesta -dijo.

– Sí, está indispuesta -dijo Maureen, agradecida por el eufemismo-. Hay una pasa de melancolía celta en mi familia. Es por la sangre irlandesa.

– ¿Melancolía celta? -Brady la miró sin entenderla.

– Alcoholismo.

– Comprendo -dijo Brady-. Dijeron que venías de una familia de indeseables.

A Maureen se le cayó el tenedor, que chocó ruidosamente contra el plato.

– ¿Quién le dijo eso de mi familia?

– La policía -dijo Brady, y le sonrió de una forma extrañamente insultante-. ¿Qué es una «familia de indeseables»? ¿Sois todos unos borrachos?

– ¿La policía le dijo eso?

Brady dejó los cubiertos en el plato y se limpió las comisuras de los labios con la servilleta.

– ¿También le dijo la policía que me estaba quedando en casa de un amigo en Maryhill? ¿Es así como me localizó?

– Tenía que verte -dijo Brady, como si eso lo explicara todo.

– No tienen ningún derecho a contarle nada de mí -dijo Maureen, que se sentía acosada.

– Baja la voz, querida -dijo Brady y llamó al camarero con la mano-. Imagino que querrás un café -señaló el vaso de Maureen-. ¿O prefieres otro whisky?