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– Bien. ¿Has visto a mamá?

– Sí. La vi el viernes.

– ¿Te dijo algo?

– ¿Algo sobre qué?

Una se ruborizó.

– Escucha -dijo Maureen cansada-, si mamá ha empezado a pelearse conmigo a mis espaldas, no quiero saber nada del tema. Ya intentarás convencerme más tarde, ¿vale, Una?

– Está bien -dijo Una-. La policía vino a verme.

– ¿Te preguntaron por Liam?

– No, sólo por ti.

– Estupendo. No quiero que se vea envuelto en este asunto.

Una se revolvió en la silla. Sabía cómo se ganaba la vida Liam pero no le gustaba que se dijera en voz alta.

– Los periodistas están llamando a todo el mundo para saber cosas de ti.

– Lo sé. Vinieron al trabajo.

– Dios mío.

– Mamá hasta me preguntó si lo había hecho yo -dijo Maureen-. No podía creérmelo.

Una se levantó de repente.

– Será mejor que nos vayamos-dijo.

– Vamos, Una -dijo Maureen y puso tanto énfasis en sus palabras como pudo-, ¿qué es lo que mamá anda diciendo sobre mí?

– Dice que es tu madre -dijo Una y se sentó- y que estará a tu lado, hayas hecho lo que hayas hecho.

– Pero yo no lo hice. Le dije que no había sido yo.

Una tosió educadamente.

– Una, ¿qué dijo?

Una habló bajito, como un niño al que han pillado mintiendo y al que obligan a delatar a sus compinches.

– Dijo que quizá no lo recordabas bien.

Se detuvo incómoda. Esperaba a que Maureen perdiera la paciencia.

Maureen pensó en lo que había dicho Una con la tranquilidad cansada y apática que da una mala resaca.

– Mamá está como una cabra-dijo.

Una se echó a reír escandalosamente, aliviada.

Una y Alistair se fueron a las seis. Maureen llamó a Liam.

– ¿Mauri? ¿Qué coño está pasando? Fui a verte, Benny me dejó pasar y estabas tirada en el sofá durmiendo con una botella medio vacía en el suelo.

– ¿Has limpiado la casa?

– Sí, de arriba abajo. ¿Estás bien?

– Bueno, sí, supongo. Tengo resaca.

– ¿A qué venía el mensaje?

– Ayer vi a Carol Brady. Me contó que la policía le había dicho que éramos una familia de indeseables y pensé… ya sabes, que podía referirse a ti. Quizá me entró pánico, pero esa mujer me asustó bastante.

– No, hiciste bien.

– Me pidió que fuéramos a comer. Cree que yo le maté.

– ¿Tú?

– No me encuentro muy bien, Liam-dijo Maureen. La voz le temblaba.

– Voy para allá. Alquilaré unas pelis y podrás olvidarte de todo esto por una noche.

Benny volvió a casa justo cuando Liam se liaba un porro en la mesita del café y Maureen veía los tráilers previos a Hardboiled, una película de kung-fu con muchos tiroteos y escenas de acción. Llevaba puesta la chaqueta buena de piel marrón, la que se ponía para ligar cuando salía de fiesta. Liam y Maureen hicieron guasa al respecto durante un rato pero Benny no estaba para bromas. Estaba de mal humor y preocupado por los exámenes. Dijo que había visto el periódico y que Liz podía demandarles por difamación porque habían dicho que ella era Maureen.

– ¿Sí? -dijo Maureen-. ¿Y por qué es eso difamatorio?

– Porque eres una persona conocida -dijo Benny.

Benny no podía tomar ninguna sustancia que alterara su estado anímico porque estaba en Alcohólicos Anónimos. Insistió en que no le importaba que fumasen hachís en la casa, pero no dejaba de apartarse el humo de la cara con la mano. Liam le dijo que no fuera carca y el comentario agravó su mal humor.

Cuando terminaron de ver la película Liam se marchó a casa y Benny fue corriendo a acostarse. Maureen se quedó sentada en el sofá a oscuras e intentó llorar, pero los ojos le picaban y le ardían.

A la mañana siguiente los tenía hinchados y doloridos. Se miró en el espejo del baño. Parecía una loca. Cualquier persona con un mínimo de inteligencia pensaría que había matado a Douglas. Se lavó la cara y se echó agua fría en los ojos, con la esperanza de que eso le aliviaría el dolor. Quería ir a trabajar, echaba de menos a Liz, pero se consoló pensando que era martes y que vería a Leslie más tarde.

Llamó a Liz para decirle que podía demandar al periódico por difamación. Liz le contó que la taquilla estaba sitiada por periodistas y curiosos que habían ido a echarle un vistazo. El señor Scobie intentaba ahuyentarlos una y otra vez pero, cuando entraba en el teatro, volvían. Le había dicho a Liz que cerrara la ventanilla hasta que pudiera encontrar a alguien que la sustituyera. Así que estaba ahí sentada, sola, en la taquilla oscura. En todo el día sólo había atendido a una llamada para comprar entradas para el espectáculo de hipnosis y el señor Scobie no dejaba que se fuera a casa sin descontarle las horas de su sueldo. Liz le dijo que la fotografía del periódico hacía que pareciera que tenía papada.

– Está cabreadísimo contigo, Maureen.

– Sí, bueno, pues se va a cabrear mucho más cuando le diga que voy a cogerme un par de días libres.

Liz tomó aire bruscamente.

– ¿Quieres que se lo diga yo?

– Sí, díselo. Hasta luego, ¿vale?

– Hasta luego, Maureen.

11. Shirley

Parecía que cada vez que Maureen iba a la Clínica Rainbow o estaba nublado o llovía. Bajó del autobús, cruzó la autovía vacía y siguió el muro de unos tres metros de altura que conducía a la entrada.

La clínica estaba situada en una vaquería reconvertida, construida en unos terrenos que pertenecían al Hospital Psiquiátrico Levanglen. Era un extenso edificio de una sola planta con despachos prefabricados en la parte trasera, donde se encontraban las oficinas. Maureen entró, pasó por delante de los teléfonos públicos, cruzó el vestíbulo principal y siguió por el pasillo hasta la sala de espera. Las paredes eran amarillas y en ellas había pósters de perritos, gatitos y monos. Cuando estaba llena de pacientes, la sala, animada por sus diálogos histéricos, parecía sacada de un chiste sarcástico.

Justo al otro lado de la puerta de entrada, pasada la mesa de Shirley, había varias puertas cortafuegos que conducían al pasillo donde estaban los despachos de Angus, de Douglas y del doctor Murray. Douglas le había hablado bastante del doctor Murray, normalmente de una forma no muy cariñosa. Se habían peleado por si podían ampliar o no el número de plazas de la Rainbow para incluir a pacientes a quienes se iba a reintegrar en la sociedad después de que hubieran estado ingresados mucho tiempo en un psiquiátrico. Douglas creía que no disponían de los recursos necesarios para hacerse cargo del servicio pero Murray estaba resuelto a dirigir el proyecto y a que su nombre figurara en todas las cartas. Douglas decía que Murray se estaba autopromocionando tanto, que daba asco.

En la sala de espera sólo había una chica joven sentada en una esquina que fingía estar leyendo un maltrecho número de una revista de decoración. Llevaba una cazadora de piel, unos pantalones militares y unas pesadas botas. Parecía que se había cortado el pelo ella misma: lo llevaba corto e irregular con mechones largos que le salían de detrás. Llevaba la manga izquierda de la chaqueta arremangada para mostrar unas marcas furiosas de cortes cicatrizados en la parte interior de la muñeca. Las cicatrices visibles son una buena forma de evitar que la gente feliz se le acerque a uno para hablar. Maureen volvió la cara y se sentó en una silla de plástico pegada a la otra pared.

Había conocido a muchos depresivos en el hospital. Eran una compañía interesante cuando conseguía engatusarles para que hablaran: parecían tener más los pies en la tierra que la mayoría de la gente. Los depresivos, en plena posesión de sus facultades mentales, pueden calcular correctamente sus posibilidades de tener un cáncer, de ser víctimas de un delito sexual o de ganar la lotería. No te decepcionan cuando les conoces.