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Maureen soltó una risita y le dio la taza de café.

– Shirley me pidió que te lo trajera.

Cogió la taza y la dejó sobre la mesita. Se volvió hacia ella y le estrechó la mano.

El ficus alto estaba precioso cuando Maureen iba a sus sesiones pero ahora las hojas presentaban unas manchas marrones amenazadoras.

– La planta ya no está tan bonita -dijo.

– Sí, lo sé. No entiendo qué le ha pasado. La volví a podar y todo. Creía que podía ser el humo del tabaco pero la lavo una vez al mes. Supongo que, a veces, simplemente se mueren.

Dio un golpecito a una de las hojas sanas con el dedo índice y de repente levantó la mirada.

– ¡Helen! -dijo.

Maureen se rió.

– Por un momento no sabías quién era, ¿verdad?

– No, pero ahora ya me acuerdo de ti.

Apagó el cigarrillo en el cenicero y con las dos manos le cogió la suya, estrechándosela afectuosamente.

– Helen, ¿cómo estás?

– Bien -sonrió.

– Estás estupenda. Espera, siéntate, siéntate. -Hizo que se sentara en uno de los sillones-. Me siento incómodo, no me habría olvidado si hubieras venido en otro momento pero es que ahora… ¿Has oído lo del señor Brady? Su despacho está al otro lado.

– Le han matado.

– Sí.

Maureen vio cómo unas lagrimitas se asomaban a sus ojos. Se sentó y encendió otro cigarrillo con una calada larga.

– Es una pesadilla -dijo en voz baja.

– ¿Erais muy amigos?

Asintió con la cabeza.

– Nos conocíamos desde hacía muchos años. Es inconcebible. Incluso para sus pacientes… Lo último que necesita alguien que sufre una enfermedad mental crónica es tener que volver a contar su caso a un sustituto… Estamos intentando hacernos cargo nosotros mismos pero no estamos en nuestro mejor momento. Ninguno de nosotros es capaz de aceptar lo ocurrido -sonrió con tristeza-. Hemos tenido que cancelar el grupo de apoyo psicológico del que normalmente se hacía cargo Douglas. No queríamos contarles lo que había pasado pero tuvimos que hacerlo.

Angus vio que Maureen tenía las manos vacías y le acercó el paquete de cigarrillos. Maureen sacó uno y alzó la mirada mientras lo encendía. Angus la estaba mirando.

– Ya ves -sonrió-, me acuerdo de ti.

– De hecho, por eso he venido. Por Douglas.

Angus la miró sin entender muy bien a qué se refería.

– No me llamo Helen. Ese es el nombre que utilizaba aquí. En realidad soy Maureen O'Donnell. ¿Te suena de algo?

– Por el amor de Dios, lo he leído en el periódico. Pero había una fotografía.

– Sí, es de mi compañera de trabajo. Se equivocaron al sacar la foto.

Sonrió haciendo una mueca.

– No es propio de los periódicos equivocarse, ¿verdad?

– No sabía que fueran tan incompetentes.

– Han estado acosando al personal de la clínica y a los pacientes -dijo, indignado-. A los pobres pacientes.

– Son unos locos, ¿verdad?

– Así que tú eres Maureen. Quería verte para hablar de la aventura que tenías con Douglas. No fue nada ético por su parte, estaba muy mal. Quería que lo supieras.

– Bueno, los dos tuvimos la culpa, la verdad.

– ¿Os conocisteis aquí?

Maureen le contó que estaba esperando el autobús y que Douglas la había recogido. Dejó fuera de su relato el sexo salvaje y distorsionó los hechos para que Douglas pareciera estar libre de culpa.

Angus sacudió la cabeza.

– No. Eras vulnerable. Teníamos el deber de cuidar de ti y Douglas faltó a él -le apretó la mano-. Estuvo mal.

Maureen notaba el olor a humo de su aliento. Angus le soltó la mano y se recostó en el sillón.

– Le encontraron en tu casa, ¿no? -dijo-. ¿Cómo lo llevas?

– Soy inmune a todo desde que tú me trataste.

Se sonrojó un poco y echó la ceniza en el cenicero.

– Nadie es inmune a un shock como éste -dijo con tristeza-. ¿Sigues con Louisa Wishart en el Hospital Albert?

– Sí.

– ¿Te trata bien? ¿Puedes hablar con ella?

Maureen asintió con la cabeza.

– Sí, muy bien. Escucha, Angus, ¿puedo hacerte una pregunta?

– Dispara.

– Parece que la policía cree que Douglas era mi psiquiatra. ¿Sabes por qué pueden pensar eso?

– Sí -dijo-. Me preguntaron si eras paciente mía pero no te reconocí por la foto del periódico, así que les dije que no. No siempre tenemos los archivos completos y, como están en el ordenador, no podemos deducirlo por la caligrafía de las notas, que es lo que solíamos hacer antes. Espero que les hayas dicho que yo era tu psiquiatra.

– Aún no, pero lo haré.

– Bien. Eso cambiará la forma en que se recordará a Douglas.

– Angus, ¿tienes idea de quién pudo hacerlo?

– ¿Sabes qué? -dijo, suspirando ruidosamente y con los ojos llenos de lágrimas-. No tengo ni puta idea.

Nunca antes le había oído decir un taco como Dios manda. La miró e hizo una pausa.

– ¿Y tú? ¿Sabes quién lo hizo?

El tono de su voz era más alto de lo normaclass="underline" sonaba como si la estuviera acusando.

– Tampoco tengo ni idea -dijo Maureen en voz baja.

Se acabaron de fumar los cigarrillos rápido y en silencio. Maureen deseó no haber ido.

– Debo seguir con mis consultas -dijo Angus-. Dentro de diez minutos tengo terapia con una paciente y todavía no he revisado mis notas.

Angus se levantó, se dirigió a la puerta y la abrió.

– Siempre que quieras volver a vernos, llama a Shirley ¿de acuerdo?

Maureen quería ponerse a gritar o a llorar o cualquier otra cosa, pero no se le ocurrió nada que decir.

– Yo no lo hice, Angus -le dijo Maureen cuando pasó a su lado para salir del despacho.

– Lo sé -dijo sin sonar muy convincente-. No quería decir eso.

Entró en su despacho, cerró la puerta y la dejó sola en el pasillo.

La parada del autobús que iba a la ciudad estaba justo al otro lado de la autovía, enfrente de la entrada del edificio principal del hospital y del muro largo y alto. Detrás de la parada, en lo alto de un terraplén con hierba, sobresalían unos bloques de pisos de hormigón. Era la parada de autobús donde Douglas la había recogido la primera noche que se acostaron. Una anciana de aspecto dulce, muy maquillada, esperaba bajo la marquesina. Miró a Maureen cuando ésta se metió debajo y le sonrió con amabilidad.

– Esta lluvia -dijo.

– Sí -dijo Maureen y esperó que ése no fuera el principio de una conversación en toda regla-. Es horrible.

La autovía estaba desierta. Al otro lado de la carretera, a la salida del hospital, apareció una figura, una mujer gorda con gafas y el pelo corto, liso y sucio. La chaqueta azul de plástico se le abría para mostrar una camiseta sin mangas de un color dorado brillante y atada a la nuca, que ella llevaba sin sujetador. Aunque lo necesitaba. Sus enormes pechos se balanceaban con inestabilidad por encima de la cintura. Intentaba cruzar la carretera pero se había quedado clavada mirando a derecha e izquierda.