Maureen salió de la marquesina y la llamó.
– ¡Suicida, vamos!
Tanya la Suicida la miró desde el otro lado.
– ¡Ahora puedes cruzar! -le gritó Maureen.
Tanya cruzó hasta la mitad de la carretera y volvió a mirar a derecha e izquierda.
– No viene nadie, Tanya, puedes cruzar.
Tanya reaccionó, cruzó la carretera corriendo y se detuvo justo en el césped de detrás de la parada. Se dio la vuelta, miró a Maureen a través de las gafas salpicadas con gotas de lluvia y alzó un dedo amarillento por el tabaco a un centímetro de la nariz de Maureen.
– ¡Yo te conozco! -gritó-. ¡Helen!
Tanya la Suicida era una mujer eternamente joven y de pelo canoso que, como sugería su apodo, tenía la costumbre de intentar suicidarse. En toda la ciudad la llamaban Tanya la Suicida: todos los servicios de urgencias la conocían o habían oído hablar de ella. Constantemente la sacaban del río Clyde cuando la marea estaba baja, le hacían lavados de estómago por haber ingerido sustancias raras, o la apartaban de las vías del tren en las estaciones principales. Se conocieron en la sala de espera de paredes amarillas de la Rainbow. Maureen estaba histérica y era la segunda vez que iba a la clínica. Había tenido ataques de ansiedad toda la mañana, había mirado mal el reloj y había aparecido una hora antes. Tanya había entrado, se había sentado a su lado y le había contado a gritos la historia de su vida. Era infeliz y no dejaba de hacer cosas malas para que le dieran unas pastillas que la atontaban y engordaban pero que ella prefería porque «no pueden detenerte por estar gorda, Tanya». Era una de las muchas costumbres raras que tenía al hablar: repetía lo que le habían dicho otros sin el ingenio suficiente para plagiarles bien y cambiaba las palabras o la entonación. Tenía que ir a ver a Douglas una vez a la semana y recoger la medicación que le daba la enfermera. No podían darle más de la que le correspondía para una semana porque no se fiaban.
Se acurrucó debajo de la marquesina y le dirigió unas palabras a la anciana que esperaba.
– No veía bien -gritó Tanya- porque tenía las gafas mojadas.
La anciana se dio cuenta de que Tanya estaba un poco loca, no hacía falta ser un profesional cualificado para adivinarlo: tenía una voz estentórea y una capacidad de concentración igual a la de un pez de colores fumado. La anciana volvió la cara y, como si lo hiciera con toda la naturalidad del mundo, se fue de debajo de la marquesina para esperar bajo la llovizna.
– ¿Has visto? -gritó la Suicida, señalando a través del cristal a la anciana nerviosa-. ¡Será estirada!
– Déjalo, Suicida -dijo Maureen.
– ¡Maleducada de mierda!
– No le grites, puede que sea muy tímida.
Tanya meditó la idea un momento.
– Hola. ¿Eres muy tímida?
Maureen la tiró de la manga.
– No, Tanya. Déjalo, ¿vale?
– Es una pena que sea tímida. Se quedará sola. Tienes que divertirte tú sólita, gorda idiota.
El autobús en dirección a la ciudad salió de la nada. Tanya subió, le mostró su pase al conductor y le contó que se lo habían dado porque no estaba bien de la cabeza. El conductor le dijo que ya lo veía y Tanya fue a sentarse. La anciana de la parada rechazó la oferta de Maureen cuando ésta se apartó para dejarla subir primero. Esperó a que se hubieran sentado y escogió el asiento más alejado de Tanya que había.
Tanya la descubrió cuando el autobús se puso en marcha.
– Es ella, la de la parada.
– Sí, ya vale, Suicida.
– ¡Hola!
– Sí, déjalo, Tanya. Ya le habías dicho hola.
– ¿Sí?
– Sí.
– ¡Lo siento!
La anciana miró por la ventana. Tenía el cuello en tensión por el miedo. Tanya se arrimó a Maureen y se puso bien la camiseta de lamé para que no le hiciera arrugas, estirándola por debajo de los enormes pechos que descansaban sobre el michelín de su barriga. Rascó la camiseta para quitar algunos restos de comida.
– Me gusta tu camiseta, Suicida. ¿Dónde te la has comprado?
– En una tienda. Douglas está muerto -dijo.
– Lo sé.
– Su mamá es diputada.
– Eurodiputada.
– Sí, y no pude verle.
– ¿Cuando fuiste a tu sesión?
– Sí. Se había ido.
– ¿A qué hora tienes la sesión?
– El martes a las once, el martes a las once, hora nueva, intenta recordarlo.
– ¿A qué hora fuiste la semana pasada?
– Siempre voy a la misma hora porque no me acuerdo.
– Sí; lo sé, pero ¿a qué hora ibas antes de que te la cambiaran?
– El miércoles a la una, el miércoles a la una.
– Entonces, ¿no tuvisteis terapia la semana pasada?
– No. La policía me dijo que era porque ya estaba muerto. Me pasé horas allí porque Douglas no vino.
– Es una lástima, Tanya.
– Mis vecinos se pasaron el fin de semana golpeando las paredes y tenía que contárselo.
– Es una lástima. ¿Se lo dijiste a alguien?
– Se lo dije a los policías. No escuchan. Me preguntaron por Douglas pero no escuchan.
– ¿Qué quieres decir que no escuchan?
– Que no escuchan. Creen que soy tonta. Me dijo gracias pero vi cómo se reía de mí. Llevaba bigote.
– Conozco a ese policía. También fue muy grosero conmigo.
– Sí, no me gusta… Mi amiga le vio.
– ¿Tu amiga vio al hombre del bigote?
– No. Ella le vio. Ella le vio cuando estaba muerto.
– ¿Vio a Douglas?
Tanya asintió con la cabeza, emocionada.
– Sí -dijo Tanya-. Entonces.
– ¿Era un fantasma?
Tanya la miró con recelo.
– Los fantasmas no existen.
– Es verdad, lo siento, tienes razón. Los fantasmas no existen.
– Los fantasmas no existen. Sólo en la tele.
– Entonces, ¿cómo le vio cuando estaba muerto?
– ¿Qué?
– Tu amiga, la que le vio. ¿Cómo le vio?
Tanya la miró como si Maureen fuera tonta.
– Con los ojos.
Tanya abrió desmesuradamente los ojos y sacó la barbilla hacia fuera, enfadada con Maureen porque le hacía preguntas inútiles.
– Lo tenía delante.
– ¿Cuando ya estaba muerto?
– Sí, cuando ya estaba muerto.
Maureen todavía estaba confusa.
– Lo siento, Tanya. No lo entiendo.
– Estaba muerto y ella le vio.
– ¿Cuándo?
– Cuando me preguntaron…
– No. ¿Cuándo le vio tu amiga?
– Cuando él no pudo verme a mí porque estaba muerto.
– ¿El miércoles a la una?
– El miércoles a la una.
– ¿Cómo se llama tu amiga, Tanya? ¿La que vio a Douglas?
– Siobhain. La veo en el centro de día. Ahora ella también está gorda.
– ¿Cómo se apellida?
– ¿Por qué me lo preguntas?
– Creo que la conozco.
– Ah.
– ¿Sabes cómo se apellida?
– McCloud.
Maureen anotó el nombre en la parte de atrás del billete de autobús.
– ¿Te refieres al centro de día de Dennistoun?
– Sí.
– ¿Siobhain va mucho por ahí?
Suicida resopló.
– Prácticamente vive allí.
De camino a la ciudad, Tanya hizo comentarios indiscretos sobre los pasajeros a voz en grito. Ninguno se dio la vuelta para mirarla. Le contó a Maureen una compleja historia acerca de un pastor alemán que había encima de su televisor y que se rompió. Maureen pensaba que estaba describiéndole una alucinación hasta que se dio cuenta de que el pastor alemán era una figurita de porcelana. Cuando se bajaron del autobús, Maureen la llevó a una tienda de regalos muy elegante y le compró otra.
– Ésta es mucho mejor -le berreó Tanya a un hombre asustado que se encontraba en la tienda-. Lleva correa.
Tanya quería ir con Maureen. Tuvo que explicarle varias veces que iba a la universidad y que Tanya necesitaba un pase para entrar.