La pequeña Magsie siguió tapándose la cara con la falda y se rió tímidamente, balanceando el cuerpo de un lado para otro.
– Sí -dijo la mayor de las niñas, que no tendría más de siete años-. Yo soy su hermana mayor y hoy tengo que cuidarla.
La pequeña Magsie salió corriendo.
– Joder, no seas estúpida, Magsie -le gritó su hermana mayor, que corrió tras ella y la agarró por el jersey. Escupió en un pañuelo de papel y lo restregó por la cara de la pequeña Magsie para quitarle los restos de zumo de naranja. Magsie se sujetaba al jersey de su hermana con las dos manos y se reía mientras ésta le limpiaba la cara.
– ¿Has visto? -dijo Leslie-. Se comportan como pequeñas mamas antes de dejar de ser niñas.
Leslie hizo café y escuchó a Maureen mientras le contaba lo que había ocurrido.
Habían pasado dos horas y estaban cansadas. Leslie sirvió una jarra de cerveza para cada una y calentó una olla de cocido con carne, cebolla y zanahorias cortadas a rodajas pequeñas.
– No es propio de ti cocinar, Leslie -dijo Maureen, que había untado de mantequilla cuatro rebanadas de pan y las estaba colocando en un plato.
– Lo ha preparado la señora Gallagher, la vecina de enfrente.
– ¿Y cómo lo has conseguido? ¿Se lo has robado?
– No -dijo Leslie-, me lo trajo. Siempre lo hace. Le sobra y me lo da.
– A veces, Una también lo hace, cuando prepara algún pastel.
– ¿Cómo está? ¿Ya se ha quedado preñada?
– Sí, es una pesadilla. Pasó a verme el otro día. Mi madre le está diciendo a todo el mundo que estoy loca. Dijo que podía ser que hubiera matado a Douglas y que quizá no lo recordase.
Leslie puso el cocido en dos tazones.
– Creo que tendrías que alejarte de ella. No te enfades, ya sé que es tu madre y todo eso pero es…
– Ya lo sé, Leslie, no tienes que decirlo en voz alta.
– Pues deberías decirlo tú.
– Lo sé, pero es la única madre que tengo y mi padre es como si no existiera y ya sabes que al menos hace falta uno de los dos.
Hacía una noche agradable y a Leslie le gustaba comer en la terraza cuando había comida caliente, así que se pusieron las chaquetas, sacaron los platos fuera y se sentaron a oscuras en unas tumbonas viejas y manchadas, rodeadas por un bosque de plantas muertas. El cocido estaba espeso y salado. La terraza tenía vistas a una explanada con montículos ondulados e irregulares de basura y todo tipo de desperdicios. Los niños gritaban y se perseguían los unos a los otros, aparentemente sin ningún propósito, mientras el atardecer rojizo se mezclaba con el azul oscuro de la noche.
Maureen se acabó su plato de cocido. La explanada iba quedándose vacía, casi todos los niños se habían ido a casa a cenar. Tres o cuatro seguían aún por ahí. La luz mortecina destacaba sus siluetas mientras daban patadas contra el suelo y hablaban unos con otros. Maureen se acurrucó dentro del enorme abrigo, sujetando la jarra de cerveza entre sus manos como si se las estuviera calentando y encendió un cigarrillo.
– Entonces, ¿qué va a pasar con la casa de acogida si no prospera la apelación?
Leslie mojó una rebanada de pan untado con mantequilla en la salsa caliente de su plato.
– No tengo ni puta idea -contestó-. La semana que viene tenemos una reunión con el subcomité. En primer lugar, tendríamos que haber contratado a un abogado, pero el comité de acción no quiso, dijo que nos ahorraríamos el dinero de los gastos de toda una semana si lo hacíamos nosotros mismos. ¿Qué vas a hacer con lo de Douglas?
– Tampoco lo sé -dijo Maureen-. La policía no parece muy astuta. Pasaron por alto a Tanya la Suicida y lo de la fotografía del periódico. También pueden habérseles escapado otras cosas, cosas que yo no he descubierto por casualidad.
– Sí -dijo Leslie, examinando la salsa espesa con el tenedor en busca de algún trozo de carne-. Apuesto a que sí.
Maureen bebió un sorbo de cerveza y miró cómo Leslie arrancaba con los dientes un pedazo de carne de su tenedor.
– ¿Crees que tendría que dejarlo en manos de la policía?
Leslie habló sin dejar de masticar.
– No. Te acusarán a ti y si no pueden, irán a por Liam.
– Yo también lo creo.
Leslie se tragó el trozo de carne.
– La policía no dispone de un tiempo ilimitado para resolver casos como éste. Recurrirán a la hipótesis más obvia. Los dos parecéis sospechosos. Piénsalo. Los dos podíais entrar en la casa. Tú tienes antecedentes psiquiátricos sobre los cuales ya has mentido; eras su putita…
– Yo no era su putita.
– Así es como te llamarán ellos. Probablemente no puedan concebir que una mujer no quiera conseguir a su hombre y retenerlo. Y Liam, un tipo duro, un camello, el enemigo público número uno, su hermanita se entiende con un hombre mayor y casado. Se pone protector y lo mata.
Maureen se hundió en la tumbona.
– Prepararon las pisadas con mis zapatillas e hicieron algo en el armario. Allí es donde me encontró Liam antes de llevarme al hospital.
– ¿En ese armario?
– Sí, en ese mismo armario.
– ¿Quién coño sabía eso? Ni yo lo sabía.
– Nadie. Sólo Liam y yo.
– Lo que significa que uno de los dos se lo contó a otra persona. ¿Lo sabía Douglas? ¿Pudo habérselo dicho a alguien?
– No que yo recuerde. Dios mío, estoy jodida. Quienquiera que lo hiciera, sabía a quién escoger.
Leslie rebañó el plato con un trozo de pan.
– Ese tipo no es estúpido, ¿no crees? Tienes que encontrarle antes de que él te encuentre a ti. Tendrías que llevar algo en el bolso para protegerte.
– ¿El qué? ¿Un cuchillo?
– No, por el amor de Dios. La policía podría detenerte si te lo encontraran -dijo Leslie y encendió un cigarrillo-. Un bote de laca. Puedes vaciárselo en los ojos. O uno de esos peines de metal. Ya sabes, esos que acaban en punta. Yo tengo uno.
Leslie recogió los platos sucios y pasó por encima de las piernas de Maureen para entrar en el piso. Cuando volvió, traía el peine consigo. Se lo mostró a Maureen. Era de acero inoxidable y tenía un mango largo acabado en una punta redondeada.
– Una vez que hayas afilado la punta, pásale aceite para que el metal tenga el mismo color en todas partes.
Maureen lo cogió.
– Creo que sería incapaz de reaccionar.
– Claro que sí -dijo Leslie-. Sólo recuerda lo que él le hizo a Douglas. Es un cabrón depravado, así que no te acobardes y no esperes a que él te haga daño antes.
Volvió a pasar por encima de las piernas de Maureen. La punta de su cigarrillo dejó una marca roja brillante en el cielo oscuro. Leslie se sentó en la tumbona.
– Pero si lo hicieron mientras yo estaba trabajando, no entiendo por qué prepararon las pisadas con mis zapatillas ni por qué programaron el temporizador de la calefacción.
– Ya. Quizá fue un error.
– Pues es un error grave.
– Sí, pero eso no quiere decir que no lo sea. ¿Te acuerdas de la historia que nos contó Benny sobre esos mafiosos que mataron a un tío en el bosque? Le quemaron la cara para que nadie pudiera identificarle, le cortaron las manos y le destrozaron los dientes con un martillo. Cuando la policía encontró el cuerpo, el tío llevaba el recibo del alquiler en el bolsillo del pantalón. ¿Te acuerdas?
La imagen de la noche en que Benny les contó aquella historia se abrió paso entre sus recuerdos como una brisa cálida. Era el cumpleaños de Benny, el primero desde que estaba en Alcohólicos Anónimos y no sabían cómo ayudarle a celebrarlo. No podían ir de copas. Estaban en los días más calurosos del verano. Descapotaron el Herald de Liam y se fueron al lago Lomond. El sol se estaba poniendo y Leslie encendió una hoguera junto a la orilla mientras la oscuridad de la noche caía sobre ellos. Comieron bocadillos del Marks and Spencer's, bebieron ginger ale y se contaron sus mejores anécdotas mientras enormes y brillantes libélulas zumbaban y volaban a su alrededor.