Maureen marcó el número del Centro de Día Dennistoun y le preguntó a la recepcionista si Tanya estaba allí. Sin contestar a su pregunta, la recepcionista se apartó del teléfono y habló con alguien.
– ¿Hola? -dijo Maureen, consciente de que se le acababa el dinero y no tenía más monedas-. ¿Hola?
– ¿Sí? -dijo la recepcionista aburrida.
– He preguntado por Tanya.
– Está aquí.
La llamada se cortó y Maureen colgó el teléfono sin preocuparse por no haberle dado las gracias.
Sólo tardó veinte minutos a pie pero le parecieron una hora. Una semana antes, no había ocurrido nada de todo esto y Douglas estaba vivo, flirteando por la ciudad, engañando a su mujer, escuchando con amabilidad a sus pacientes y contando chistes malos.
Pensó en ellos dos, retozando en la cama. Douglas desprendía un olor incierto, un olor a otras mujeres. Al principio no lo notó especialmente pero, poco a poco, cuando le hablaba de sus sentimientos hacia ella, empezó a apreciar una mirada desenfocada en sus ojos, como si su expresión se cubriera con una tela invisible. Sus frases sonaban vacías y demasiado ensayadas. Últimamente, cuando hacían el amor, Maureen anhelaba que los fantasmas de las otras mujeres fueran a hacerle compañía porque Douglas estaba ya muy lejos.
Recordaba una noche hacía un mes: le había preguntado con calma por qué ya no quería que le tocara. No contestó. Maureen se fue enfadando y acabó gritándole que se fuera a la mierda y que volviera con Elsbeth. Douglas se marchó y volvió cuatro horas después, borracho como nunca le había visto, y le declaró su amor por ella con una exageración ininteligible. Si Douglas hubiera tardado más en volver, quizás el enfado de Maureen hubiera disminuido, pero no fue así. Sólo podía pensar que era un gilipollas, que sólo buscaba alguien que le consolara, no a ella en sí. Cuando le cogió la cara entre sus grandes manos, Maureen prestó atención a cada frase, a cada detalle, como si estuviera hipnotizada, y notó que los dedos le olían a tabaco y a meado. Le fue llenando la copa hasta que se durmió. Le observó respirar ruidosamente y moverse en la cama, y se dio cuenta que, si pasaba mucho más tiempo de su vida con él, acabaría lamentándolo.
Después de aquella noche, no volvieron a discutir y Maureen evitó mencionar a Elsbeth. Douglas lo malinterpretó y pensó que era una buena señaclass="underline" creía que significaba que su relación estaba mejorando, pero Maureen iba almacenando sus quejas para cuando llegara el momento en que estuviera preparada para vivir sin él.
El Centro de Día Dennistoun se encontraba en una antigua iglesia construida antes de la Segunda Guerra Mundial, en un solar estrecho que había entre dos casas. La parte frontal era un rectángulo desproporcionado y tenía un tríptico de ventanas en forma de arco. La iglesia estaba rematada por un tejado triangular que parecía un gorrito de fiesta. Las medidas y la forma de la fachada tenían su réplica en la pequeña puerta de entrada, que estaba a un lado como si fuera un añadido. Dentro, el suelo y el techo estaban recubiertos de madera de pino amarilla y en el tejado inclinado habían insertado ventanas que proporcionaban luz y alegría al interior.
Detrás del mostrador alto de la recepción había una mujer joven y triste. Maureen fue hacia ella. No se movió. Maureen repiqueteó el mostrador con los dedos. La chica chasqueó la lengua en señal de desaprobación.
– ¿Sí?-dijo.
– Vaya -dijo Maureen compasiva-. No tienes un buen día, ¿verdad?
La chica dio otro chasquido.
– No sé de qué me hablas -dijo en un tono detestable.
– Como quieras -dijo Maureen, y le devolvió el chasquido anterior-. ¿Está Tanya por aquí?
– ¿Qué Tanya? -preguntó la chica, que sacó un formulario de un cajón medio abierto y cogió un lápiz.
Los formularios suponen tiempo y Maureen no podía desperdiciarlo. Se frotó la nariz.
– ¿El baño? -preguntó.
La chica levantó la mano despacio y señaló los indicadores que colgaban por encima de su cabeza.
– Muchas gracias -dijo Maureen efusivamente-. Si no hubiera sido por ti me habría perdido en este laberinto.
Siguió los carteles hasta la sala de lectura. Un hombre de mediana edad con síndrome de Down y ojeras estaba en la puerta fumando un cigarrillo. Estaba escuchando un partido de fútbol por una radio de plástico roja que presionaba con fuerza contra su oreja. Le preguntó por Tanya la Suicida. Se dio la vuelta deprisa, casi le arañó la cara con la antena plegable, y señaló la sala de la tele.
Las sillas eran de plástico, por si alguien sufría de incontinencia. Había nubes de humo densas y grises que flotaban unos centímetros por encima de las cabezas de los residentes y que suprimían la luz natural que entraba por las claraboyas. Las sillas estaban dispuestas desordenadamente frente a un televisor con el volumen alto que estaba pegado a la pared. La sala tenía una cocina pequeña y sencilla.
Tanya la Suicida la reconoció desde la otra punta de la sala. Se levantó y la saludó a gritos. Nadie le prestó atención. Por medio de señas le dijo a Maureen que se acercara.
– Siéntate y veremos la tele juntas. Ésta es Siobhain.
Siobhain era guapa. Por un breve instante, Maureen se preguntó si Douglas también habría tenido una aventura con ella pero cuando Siobhain sonreía la expresión de sus ojos era tan triste que Maureen supo que tenía una depresión y que la tenía desde hacía tiempo. No era el tipo de mujer que Douglas iba buscando. Siobhain tenía los ojos azul claro, las pestañas oscuras y los pómulos suaves; la nariz afilada, apuntando hacia abajo, hacia los labios rosados y redondeados, hacia los dientes blancos y perfectos; el pelo oscuro, con rizos grises, y enredado. Estaba gorda pero parecía que era un estado reciente: su cuerpo todavía se estaba adaptando a su nueva condición antes de que los quilos de más se acomodaran y las carnes se le volvieran flaccidas; la grasa descansaba en bolsas sobre su esqueleto y todavía tenía la piel tersa.
A Siobhain la había vestido alguien que estaba muy ocupado. Llevaba unos pantalones rojos de nailon y un jersey marrón que no combinaban nada. De vez en cuando, levantaba la mano despacio y tiraba del cinturón elástico de los pantalones o del cuello del jersey, pero casi todo el rato Siobhain simplemente estaba sentada y veía la televisión con la dignidad de una imagen de la Piedad, con las manos quietas en su regazo y las palmas mirando hacia arriba como si fueran dos pájaros muertos.
Tanya le dijo a Maureen que la había visto el día anterior y que se llamaba Helen. Maureen le dijo que así era.
– Me regalaste un perro.
– Sí, Tanya.
Tanya habló del perro un rato, luego calló de repente y anunció que se iba. Se marchó sin decir adiós. Maureen se deslizó en la silla vacía junto a Siobhain. Esperó un momento antes de hablar.
– ¿Estás muy triste, Siobhain?
Siobhain volvió la cabeza lentamente y la miró sin cara de sorpresa.
– Sí -dijo. Hablaba despacio, con un leve acento gaélico y con la dicción perfecta de alguien que utiliza su segunda lengua.
Sin cambiar el gesto, los ojos de Siobhain se llenaron de lágrimas y Maureen se unió a su llanto. Se pusieron a ver la tele y lloraron un rato.
– ¿Quieres que te cepille el pelo? -preguntó Maureen.
– Sí.
Maureen sacó el peine-navaja de metal de su bolso y le desenredó el pelo con suavidad, empezando por las puntas y subiendo lentamente hasta la coronilla para no darle tirones y hacerle daño. Cuando acabó, las dos habían dejado de llorar.
– ¿Por qué estás triste? -le preguntó Siobhain.
– No lo sé. Por muchas razones. Ha muerto alguien. Por mi familia, ya sabes.
– Un amigo mío también ha muerto -dijo Siobhain.
– ¿Douglas?
– No -dijo Siobhain-. Él ha muerto, lo he oído. Le conocía pero no era amigo mío. Mi amigo murió hace tiempo y eso destrozó mi vida.
– ¿Quién era?