– Mi hermano -dijo, y se quedó callada un momento-. ¿Quién era tu amigo?
– Douglas.
– Lamento tu dolor -dijo Siobhain, como si tradujera una fórmula de pésame arcaica.
Maureen le dio las gracias.
– Vi a tu Douglas. Vino a verme el día que le mataron. Por eso estás aquí, ¿verdad?
Maureen asintió con la cabeza.
– ¿A qué hora se fue de aquí?
– Cuando acabaron los dibujos animados. Sobre las tres y media.
Eso era después del almuerzo, la hora que más interesaba a la policía.
– ¿Cómo conociste a Douglas? ¿Era tu médico?
– No -dijo Siobhain-. No le conocía.
– Entonces, ¿por qué vino a verte?
– Porque mi nombre estaba en la lista -señaló la televisión-. Ese hombre le está creando problemas a todo el mundo. Cuenta mentiras sobre los otros personajes -estaba viendo un típico culebrón australiano-. ¿Ves esta serie?
– La verdad es que no. ¿Quieres que no te moleste hasta que haya acabado?
– No -dijo Siobhain, con los ojos clavados en la pantalla-. Repiten el mismo episodio por la tarde. Lo veo las dos veces.
– ¿En qué lista estaba tu nombre?
– Tu Douglas tenía una lista de nosotras.
– ¿De quién?
– De las mujeres. Dijo que había otras. Yo pensaba que era la única. Sabía lo del hospital. No sé cómo. Nunca lo he contado. Me dio esto.
Se agachó a un lado de la silla, cogió un bolso y se lo puso en la falda. Era un bolso de mujer mayor, de charol rojo con asas de aros metálicos y un cierre dorado. Lo abrió y le mostró a Maureen el interior. Estaba vacío excepto por un sobre marrón y un fajo de billetes nuevos de veinte libras enrollado con una goma elástica. Maureen no podía calcular cuánto dinero habría: nunca había visto tanto. El fajo tenía las dimensiones de un puño. Siobhain cerró el bolso y lo dejó caer al suelo con indiferencia.
– ¿Para qué era el dinero?
– Él pensaba que se sentiría mejor si me lo daba.
Maureen estaba confusa.
– ¿Te hizo daño de alguna forma?
– No, no me hizo daño. Estaba molesto por lo del hospital. No puedo contártelo. Nunca lo he contado.
– ¿Puedes decirme en qué hospital estuviste y cuándo?
:-Sí, eso sí puedo decírtelo.
Maureen tomaba notas mientras Siobhain le decía que había estado tres años en el Northern, de 1991 a 1994.
– Yo estuve en el Northern -dijo Maureen-. En 1996, en la sala Jorge III. Odiaba aquel sitio.
Siobhain tenía un aspecto triste.
– Entonces ya se había acabado -susurró.
La cara de Siobhain se encendió por el pánico y empezó a respirar hondo, muy rápido.
– Tranquila -dijo Maureen, dándole palmaditas en la mano-. No me lo cuentes. No pienses en ello.
Poco a poco, el rostro de Siobhain recuperó su color y volvió a respirar con normalidad. Si la policía iba a ver a Siobhain le preguntarían por el hospital y el dinero y no se detendrían simplemente porque se quedara sin respiración.
– ¿Ya ha venido a verte la policía, Siobhain?
– No. ¿Van a venir?
– No lo sé. Imagino que sí. Me gustaría que evitaras hablar con ellos.
Siobhain alzó la mano despacio y se dio tres golpes en la nuca. Descansó la mano en su regazo y miró a Maureen.
– Entonces, lo evitaré -dijo-. Dicen que estoy enferma pero no es cierto. Tengo el corazón roto.
Maureen sonrió con cariño.
– Vives en una época equivocada, Siobhain -le dijo-. Los corazones rotos son demasiado poéticos para que los médicos puedan comprenderlos.
– Sí -dijo Siobhain-. No entienden la poesía.
Se acercaron mucho y se miraron fijamente, con la intimidad propia de los amantes.
– ¿Puedo venir a verte otro día? -dijo Maureen.
– Me gustaría.
– Podríamos ir de tiendas-dijo Maureen mientras se levantaba- y podrías comprarte ropa bonita con el dinero del bolso.
– No quiero ropa bonita -dijo Siobhain con rotundidad y se volvió hacia el televisor-. Tengo ese dinero porque llevaba ropa bonita.
Era evidente que la recepcionista había decidido que se encontraba bien. Se tomó la molestia de levantar la cabeza y decirle adiós a Maureen cuando pasó delante de ella de camino a la salida.
15. Sucio
ElTriumph Herald estaba aparcado frente al Centro de Día Dennistoun. Liam estaba dentro con la ventanilla bajada, mirando hacia la puerta y fumando un cigarrillo. Tocó impaciente la bocina y le hizo una señal con la mano a Maureen para que fuera hacia allí. Liam se movió hacia la puerta del pasajero, que fue abriéndose mientras ella caminaba hacia el coche. Maureen se encorvó y miró dentro.
– Hola -dijo Liam con timidez-. Anoche estaba un poco cabreado. Pensé que quizá te habías molestado.
– No, no -mintió Maureen-. ¿Cómo sabías qué estaría aquí?
– Me lo dijo Leslie. Joe McEwan nos está buscando a los dos. Tenemos que ir otra vez a la comisaría.
– ¿Parecía enfadado?
– No lo sé, no le vi. Benny me dijo que había llamado esta mañana.
Maureen echó el bolso sobre el asiento trasero, entró, cerró la puerta y le quitó a Liam el cigarrillo.
– ¿Cómo le va a Maggie? -preguntó y le dio una calada al pitillo.
– No lo sé -dijo y esbozó una media sonrisa-. Ayer me tropecé con Lynn.
Lynn era la ex novia de Liam. Habían estado juntos cuatro años sin tener ningún problema y de repente cortaron tras una pelea insignificante. Dos meses después Liam empezó a salir con Maggie, la equilibrada. En aquel momento, Maureen y Leslie les dieron un mes a lo sumo, pero de eso ya hacía más de un año.
– ¿Te la encontraste por casualidad?
– Sí.
– ¿Es la primera vez que la ves desde que rompisteis?
Liam sonrió.
– Sí.
– ¿Entonces?
– Entonces, nada -dijo inocentemente y puso el coche en marcha-. ¿Tienes hambre?
– Muchísima.
– ¿Qué quieres comer?
– Cualquier tipo de carne roja.
Hacía sol y el viento soplaba con fuerza. En Escocia, la luz es tenue en otoño, lo que embellece incluso los objetos más mundanos con un claroscuro dramático. Las sombras oscuras y definidas de los edificios altos se dibujaban en la calle, las papeleras se levantaban en las aceras como si fueran monumentos de guerra y los peatones proyectaban sus sombras al estilo John Wayne a la hora señalada mientras esperaban en los semáforos para cruzar la carretera. Subieron hacia el oeste por Bath Street, pasando alternativamente por charcos secos de sombras y chorros cálidos de luz, y se dirigieron a un local de hamburguesas para llevar que había al final de Maryhill Road.
Hacía unos meses que Maureen no iba por allí y la zona había quedado desierta de repente. Los edificios subvencionados estaban apuntalados y los que no, abandonados. Las ventanas y las puertas estaban entabladas con fibra de vidrio. Los topógrafos de la ciudad siempre habían sabido que allí había una mina antigua; pensaban que era segura, pero los puntales que habían dejado los mineros medievales eran más débiles de lo que habían supuesto los especialistas. Maryhill estaba hundiéndose en un agujero de quinientos años.
La hamburguesería estaba llena de gente que iba a almorzar allí en busca de emociones fuertes. Liam aparcó el coche y Maureen cruzó corriendo la carretera hacia el local. Cuando volvió al coche, Liam se había quedado dormido. Llamó a la ventanilla. Él abrió los oíos y se incorporó lentamente, sonriendo como si hubiera tenido un sueño picante, y le abrió la puerta.
– Entonces, ¿no pasó nada con Lynn?
– Bueno… -dijo, y se frotó los ojos.
Comieron con las ventanillas bajadas y la radio encendida. Maureen le preguntó a qué hora se había ido de casa de Paulsa.
– Sobre las dos y media.
– ¿Adonde fuiste luego?
– Recogí a Maggie en su casa y fuimos al centro a comprar flores para su madre. ¿Por qué?