– Escuche -dijo Maureen-, soy una mala católica pero siempre me siento culpable. Me estaba tirando al marido de Elsbeth y el hijo de Carol Brady murió en mi salón. ¿Qué coño voy a hacer si me piden que hablemos? ¿Escupirles en la cara?
McEwan se regocijó al oír que Maureen mencionaba el catolicismo. McAskill no levantó la vista. Quizás era protestante. Quizá le importaba una mierda. Maureen esperó que fuera lo segundo.
– ¿Cuándo se puso en contacto Carol Brady con usted? -preguntó McEwan.
– Mm…, el sábado por la noche. Mandó a su ayudante a casa de Benny para decirme que almorzara con ella el día siguiente. Me asusté bastante. Unos periodistas imbéciles habían ido al lugar donde trabajo…
– ¿Les dio la foto que salió ayer en el periódico?
Maureen empujó la silla hacia atrás y volvió a cruzar las piernas.
– No. Se la dio mi madre.
– ¿Le dijo usted que lo hiciera?
– No -contestó Maureen descruzando las piernas.
– Entonces, ¿por qué lo hizo?
Maureen levantó las manos.
– Las costumbres de Winnie son muchas y variadas.
McEwan contuvo una sonrisa despectiva.
– Hablé con su madre.
– ¿Ah, sí? -dijo Maureen deseando pegarle una bofetada por haber sacado a su madre en la conversación-. Me han dicho que estuvo aquí. Es un poco hiperactiva.
McEwan esbozó una sonrisa ancha poco amistosa.
– Sí -dijo-. Lo es.
– «Indeseable» -dijo Maureen-. Bueno, el caso es que tanto Elsbeth como Carol me preguntaron sí Douglas me había dado dinero.
– ¿Y se lo dio?
Maureen observó que la conversación iba cada vez más rápido y que ella no dejaba de moverse en su silla. «Despacio, despacio», se dijo a sí misma, «despacio».
– No -dijo Maureen, probablemente demasiado despacio-. Intentó pagarme la hipoteca un par de meses pero no lo acepté.
– ¿Lo «intentó»?
– Sí, pero no se lo permití.
McEwan se quedó perplejo.
– ¿Porqué?
– No quería deberle nada.
McEwan frunció el ceño, intentó entenderlo durante una milésima de segundo y luego se dio por vencido.
– Creía que ésa era una de las ventajas de ser mujer -dijo flirteando.
– Pero nada sale gratis, ¿no cree? -dijo Maureen, confusa por la actitud de McEwan. Y se dio cuenta. Él lo tenía todo muy claro: McEwan hablaba rápido y coqueteaba con ella, había bajado la guardia. Ahora ya le importaba una mierda lo que pensara Maureen. También le habían leído sus derechos a Liam y McEwan creía que los tenía atrapados.
Maureen fingió haberse calmado y echó una mirada a la grabadora. Sus ojos se posaron en las manos de McAskill, una encima de la otra, descansando sobre la mesa. Tenía una expresión triste y dulce. Cerró sus ojos azules despacio y cuando los abrió de nuevo se quedó mirando la mesa.
– ¿Es usted feminista? -preguntó McEwan, haciéndose el sorprendido y arrastrándola otra vez a su juego.
– Sí -dijo Maureen muy tranquila, como si hubiera absorbido un poco de la dignidad cansada de Hugh.
McEwan se echó a reír.
– Creía que le gustaban los hombres -dijo.
– Claro, a las feministas no nos gustan los hombres y Martin Luther King le tenía manía a los blancos. No conoce a muchas feministas, ¿verdad, Joe?
– No -contestó McEwan sin darse cuenta de la actitud arrogante de Maureen-, pero sé qué aspecto tienen y no es el suyo.
Señaló abiertamente los pechos grandes de Maureen y apartó la mirada. Maureen, y McAskill, se quedaron paralizados. McEwan sabía que la había ofendido pero le importaba una mierda.
– Aun así, sus creencias políticas le permitieron aceptar dinero.
– ¿De qué está hablando?
– Le dio dinero. Eso sí que le pareció bien aceptarlo, ¿verdad?
– No. ¿Por qué dice eso? No acepté su dinero. Yo no gano mucho, pero es mío y me las arreglo.
McEwan se metió la mano en el bolsillo y sacó un papel del banco. Maureen reconoció la cabecera con las letras rojas y azules. McEwan lo desdobló y se lo acercó empujándolo por la mesa.
Era un extracto de su cuenta. El último ingreso era un depósito de 15.000 libras. Se había realizado el día en que murió Douglas.
– Es mucho dinero, ¿no le parece, Maureen?
– Es mucho dinero -susurró ella-. No sabía que…
– ¿Le pagó Douglas para que no le contara a su mujer que tenían una aventura? ¿Fue por eso?
– No sabía que ese dinero estaba ahí.
– Pero lo ingresó usted misma.
– No, no es cierto. ¿Por qué lo dice?
– Su nombre figura en el resguardo de ingreso.
– Yo no lo ingresé.
– Como le acabo de decir, Maureen, su nombre figura en el resguardo.
– Ese día estaba trabajando. No salí de la taquilla. ¿Cómo pude ingresarlo?
– En el resguardo ponía «M. O'Donnell».
– Yo siempre escribo Maureen -dijo en voz baja-. No «M».
Poniendo mucho énfasis en sus movimientos, McEwan sacó su libreta, leyó algo e hizo un gesto con la boca que dejó al descubierto sus encías. Alzó la vista de repente.
– He oído lo que le ocurrió a su hermano ayer.
– ¿Qué, exactamente? -dijo Maureen desesperada.
– ¿Una redada? Imagino que lo sabrá.
Maureen hizo como que no sabía nada y apartó la mirada.
– Su hermano es un camello, ¿verdad? -Ahora McEwan hablaba más bajo, su voz era un gruñido de felicidad.
No tenía sentido negarlo. Habían encontrado el olor por todas partes. Maureen volvió a mirar las manos de McAskill. Tenía las uñas cortas y limpias; en los nudillos se le dibujaban surcos profundos.
– Yo no sé nada de eso -murmuró Maureen.
– Su hermano no le cuenta nada, ¿verdad?
– Exacto. -Maureen asintió con énfasis-. No me cuenta nada.
McEwan sonrió.
– Me imagino que quiere protegerla.
– No sé por qué no me cuenta nada. Simplemente no lo hace.
– ¿Es su hermano muy protector con usted, Maureen?
Maureen se dio cuenta de que la acusación se acercaba y no sabía cómo esquivarla.
– No especialmente -dijo.
– ¿No?-dijo McEwan fingiendo sorpresa-. Pero cuando tuvieron que ingresarla en el hospital fue su hermano quien la llevó, ¿no es así?
– ¿Y eso es ser protector? -dijo irritada por su estúpido juego y su parloteo absurdo-. Me encontró metida en un armario, sentada encima de mi propia mierda. ¿Qué se supone que tenía que haber hecho?
– No digo que lo que hizo estuviera mal -dijo McEwan, incómodo ante la imagen.
– No -dijo Maureen-. Pero está sugiriendo que es una prueba de sobreprotección patológica, y yo digo que sólo fue un acto normal y corriente de decencia.
McEwan se reclinó en su silla y la miró con perspicacia.
– Yo no he utilizado la palabra «patológica» para nada. ¿Por qué la ha dicho?
– Sé adonde quiere ir a parar -dijo Maureen, y una sensación de pánico desesperado y enfermizo le subió desde la barriga-. ¿Vale? Conozco a Liam y sé que no lo hizo.
– ¿Por qué cree que iba a decir eso?
– Porque ha mencionado la redada y luego ha empezado a hablar de la relación que tenemos él y yo.
McEwan se inclinó sobre la mesa. Tenía una expresión tan confiada, tan segura de sí mismo que Maureen quiso pegarle un puñetazo.
– No intente adivinar lo que voy a decir, Maureen -dijo con cautela.
– Entonces, tengo que esperar a que acabe su representación. Aunque sepa perfectamente lo que va a decir.
Maureen le había estropeado su gran momento.
– Usted no sabe lo que voy a decir -dijo en un tono grosero.
– Sí que lo sé.
– No, Maureen -dijo McEwan pronunciando las palabras despacio-. No sabe lo que voy a decir. Le preguntaba por su relación con su hermano. Sí que es muy protector con usted.
– No, no lo es -dijo Maureen cantando.