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A McAskill se le escapó la risa.

Por fin McEwan se estaba enfadando.

– Simplemente conteste a la pregunta, señorita O'Donnell. No intente hacerse la lista conmigo.

– Es usted un cabrón de mierda.

McAskill levantó la cabeza.

– ¿Cómo dice?-susurró McEwan.

– He dicho que es usted un cabrón de mierda. Es un abusón y un pedante. Se cree muy importante y no me gusta.

McEwan balbuceó.

– Bueno, lamento que piense eso.

– Yo también -dijo Maureen, sacó sus cigarrillos y se encendió uno. Vio que McEwan miraba el paquete y le dio un golpe para acercárselos por la mesa-. Coja uno, joder. Me está poniendo nerviosa.

McAskill siguió con la mirada la cajetilla, que McEwan había vuelto a empujar con decisión hacia Maureen. Éste la miró desafiante.

– ¿Sabe qué? Creo que si de verdad quisiera que encontráramos a la persona que asesinó a su novio…

– Ya me lo ha dicho.

– … colaboraría un poco más.

– No me está pidiendo que colabore -le espetó Maureen-. Me pide que sea servil y que acepte que se entrometan en mi vida privada, y que cuente a unos extraños mis cosas más íntimas y las de mis amigos. Es horrible. Lo odio.

McEwan sacó de su bolsillo un paquete de cigarrillos bajos en nicotina y alquitrán y se llevó uno a los labios. Maureen le observó mientras lo encendía.

– Eso también es fumar -dijo Maureen-, aunque no disfrute haciéndolo.

McEwan se quitó el pitillo de la boca, se levantó, abrió la puerta de par en par y le dijo a alguien que estaba fuera que trajera té. Ya. Se sentó. Estaba muy enfadado.

– Tenemos que preguntar -dijo-. ¿Cómo vamos a encontrar a la persona que lo hizo si no le preguntamos nada?

– Ya sé que tienen que hacerlo -dijo Maureen-. Pero no por eso tiene que gustarme, ¿no?

– Me da igual si le gusta o no. Voy a preguntarle y quiero que me conteste con sinceridad.

Maureen asintió con la cabeza impacientemente e hizo rodar su cigarrillo sobre el interior del cenicero de hojalata para quitarle la ceniza. McEwan la miró fijamente un buen rato.

– ¿Cree que su hermano es una persona violenta?

– No -contestó Maureen.

– Bueno, tenemos el testimonio de alguien que dice que su hermano le dio una paliza hace dos años -dijo McEwan, que se recostó y observó cómo a Maureen se le alteraba el semblante.

– No le creo.

– Pues más vale que me crea. La tenemos abajo. Puedo hacer que suba si quiere.

– ¿Quién?

– Una mujer que se llama Margaret Frampton. ¿La conoce?

– ¿Maggie?

– ¿Se llama Maggie?

– ¿Maggie, la novia de Liam?

– No, puede que fuera su novia en algún momento pero ahora no. No lo creo. La llaman Tonsa.

– ¿La desgraciada de Tonsa? -dijo Maureen aliviada y contrariada porque se tratara de la estúpida correo de crack-. Hay que conocer a Tonsa, las drogas la han destrozado. ¿La creerían a ella antes que a nadie? No es capaz de distinguir Nueva York de Nueva Zelanda.

– Sabe reconocer si le están pegando. Nos lo ha contado todo.

– Sí, ya. Y, ¿qué le han dicho ustedes? ¿Que la meterían dos años en la cárcel si no se lo contaba?

El comentario ofendió de verdad a McEwan. McAskill tenía una expresión curiosa en los ojos, parecía como si quisiera advertirla de que había ido demasiado lejos. Ese gesto emocionó a Maureen. A él sí que le respetaba.

– Está bien. -Maureen cedió-. Escuche, puede que Tonsa haya dicho eso pero no tengo la más mínima duda de que no es verdad. Pregúntele si fue ella quien mató a Kennedy. Eso es todo lo que digo.

Llamaron a la puerta: el té había llegado. Entró un hombre con una camisa de un blanco deslumbrante. Dejó la bandeja y fue colocando las tazas sobre la mesa. A Maureen el té le gustaba poco cargado, solo y sin azúcar. El hombre le había puesto leche y azúcar pero Maureen lo aceptó de todas formas porque sabía que McEwan no había pensado que ella cogería una.

Todavía resentido por el comentario ofensivo, McEwan dio una larga calada a su cigarrillo bajo en nicotina y alquitrán y lo apagó.

– ¿Su hermano conocía a Douglas Brady?

– Se vieron una vez.

– ¿Cuándo?

– Hace cuatro meses, creo. Liam se pasó por casa y Douglas estaba allí.

– ¿Cuánto tiempo coincidieron?

– Unos quince minutos. Douglas llegaba tarde a una cita o algo así y tuvo que irse.

– ¿Había alguien más?

– No. Sólo nosotros tres.

– Bien. -McEwan anotó algo en la libreta-. ¿Sabía usted que Douglas estaba casado cuando empezaron a verse?

– No.

– ¿Cuándo lo descubrió?

– Hace muy poco.

– ¿Cuándo?

– No lo sé. Hace poco.

Maureen levantó la taza de té y bebió un poco. La leche le dejó una capa cremosa en la lengua.

– Encontramos esto en su casa.

McEwan le acercó una carta. Era el Certificado de matrimonio de Douglas y Elsbeth, la copia del Registro Civil, todavía dentro del sobre beige.

– Es una copia del Certificado de matrimonio de Douglas Brady y Elsbeth McGregor pedida al Registro Civil -dijo McEwan para que quedara constancia en la cinta-. El matasellos del sobre es de dos días antes del asesinato. ¿Cuándo la recibió?

– El día antes de que sucediera.

McEwan dio un golpe fuerte en la mesa con la palma de la mano.

– ¡Ha sido una mentira estúpida! -gritó-. ¡No me mienta!

La carta la habían mandado a su trabajo. La había dejado encima del bolso en el suelo del dormitorio y McMummb había sacado las llaves y la cartera para dárselas. Sabían que no había tocado el bolso desde que encontró a Douglas. Tenía que haber sido antes de que encontrara el cuerpo. Bebió un poco de té cremoso.

– Sí -dijo Maureen-. Le mentí, lo siento.

Dio una última calada a su cigarrillo y lo apagó, preguntándose dónde coño estaría Liam y qué le estarían diciendo y por qué McEwan no le interrogaba a él. Quizás el superior de McEwan, si es que tenía uno, estuviera interrogando a Liam.

– ¿Cuándo recibió la carta? -preguntó McEwan.

– El día en que sucedió. El día antes de que encontrara a Douglas.

– ¿Se la enseñó a su hermano?

– No.

– ¿Por qué no?

– Ese día no le vi.

– Sí, ya lo ha dicho.

– No encontraron sus huellas en la carta, ¿verdad? -dijo Maureen en un tono triunfante-. ¿Verdad?

– Aún no hemos tomado las huellas a su hermano. Me pregunto por qué pediría que le mandaran el Certificado de matrimonio.

Era una pregunta retórica. Maureen decidió hablar con franqueza.

– Douglas me dijo que no estaba casado. Pensaba que me había mentido, así que escribí al Registro para que me mandaran el Certificado. Estoy convencida de que tendrán registrada mi petición. Pedí que buscaran entre los últimos quince años.

– ¿Y es así como descubrió que estaba casado?

– Sí.

– ¿Y qué le dijo Douglas cuando se lo contó?

– No lo hice. No volví a verle con vida.

– Está bien -dijo McEwan-. Ese día no le vio, ¿no?

– No, no le vi.

– Ha sido coherente en este tema, ¿verdad?

– Sí.

– Tan coherente como cuando nos dijo que nunca había ido a la Clínica Rainbow para recibir tratamiento -dijo McEwan, y pasó la página de su libreta-. ¿Cómo se sintió cuando descubrió que estaba casado?

– Lo sospechaba. Por eso escribí al Registro.

McEwan se inclinó sobre la mesa y repitió la pregunta con firmeza.

– ¿Cómo se sintió cuando descubrió que estaba casado?

– Bueno, Joe -dijo Maureen alzando la voz-, me sentí un poco estúpida, luego sentí que estaba harta y luego me sentí estúpida otra vez, ¿de acuerdo?

McEwan la señaló con el dedo.

– No se ponga impertinente -dijo, bajando el tono de voz una octava. Se tranquilizó-. ¿No se enfadó en absoluto?