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– Uff, si una se lía con hombres que ya están ocupados, se merece lo que le pase, ¿no?

McEwan se reclinó, bajó la cabeza y la miró con una sonrisa de satisfacción, falsa y mezquina.

– ¿Es eso cierto? ¿Y no esperaba que dejara a su mujer?

– Escuche, hacía cuatro meses que había salido del hospital psiquiátrico cuando le conocí, estaba en un estado lamentable. Incluso yo sabía que no estaba preparada para tener una relación seria.

– ¿Qué quiere decir? ¿Que en realidad no le gustaba Douglas?

Todo lo que Maureen decía parecía incriminarla. Decidió hablar claro.

– Escuche, Douglas era un tipo triste de mediana edad que no podía aguantar mucho rato seguido con los pantalones puestos. Me gustaba y me trataba bien. Nunca tendría que haberme liado con él pero lo hice porque me sentía sola y estaba salida. Quería cortar con él y lo del Certificado de matrimonio ya fue el colmo. No me preocupó. No me gustó pero tampoco me enfadé.

De repente McEwan parecía interesado.

– ¿Intentó poner fin a la relación?

– Sí pero no matándole o haciéndole daño o incitando a otra persona a que le hiciera daño. Douglas me trataba tan bien como sabía hacerlo. Es todo lo que se puede pedir, ¿no cree?

– ¿Le dijo a alguien que iba a romper con él?

– Sí, se lo dije a mi amiga Leslie y a Liz, mi compañera de trabajo.

– ¿No se lo dijo a su hermano?

– No. Liam y yo no hablamos de esas cosas. Él sabía que Douglas vivía con otra persona y nunca me preguntaba demasiado por él porque no pensaba que fuera una relación seria.

– Pues alguien sí que lo pensó -dijo pomposamente y cruzando los brazos-. Lo suficientemente seria como para matarle en su piso.

Su conclusión no era fruto de la observación. Maureen se dijo que sería mejor dejarlo. Cuanto antes acabaran, antes vería a Liam.

McEwan levantó una ceja y la miró.

– Esto es lo que creo que pasó, señorita O'Donnell. -Llegaba el momento que McEwan había estado preparando, éste era su triunfo-. Creo que usted se enfadó y mucho cuando recibió la carta que le decía que Douglas estaba casado. Creo que le amenazó con contárselo a su mujer y él intentó darle dinero para que se callara, pero no fue suficiente. Usted quería que dejara a su esposa y que se fuera a vivir con usted. Creo que llamó a su hermano y le contó toda la historia.

– No, yo no…

– Invitó a Douglas a su casa y le hizo pasar. Después su hermano fue a su casa. Quizá sólo quería amenazar a Douglas, que pensara seriamente en dejar a su mujer, y se le escapó de las manos.

– Joder. Está muy equivocado. No tiene ni idea.

– La llamaremos si necesitamos hablar con usted de nuevo -dijo McEwan-. Gracias, señorita O'Donnell.

Maureen estaba sorprendida. Miró a McAskill pero éste tenía los ojos puestos en la grabadora, no la miraba.

– ¿Qué le van a hacer a Liam? -preguntó Maureen.

– No vamos a hacerle nada, vamos a hablar con él. ¿Hay algo más que quiera decirme?

McEwan la miró como si supiera algo. Se estaba echando un farol.

– No se me ocurre nada -dijo Maureen en un tono inocente-. ¿Quién está interrogando a Liam?

– Ahora iremos a hablar con él -dijo McEwan.

– ¿Vale la pena que le espere?

– No.

McEwan se levantó, se inclinó por delante de McAskill y apagó la grabadora.

En cuanto la cinta dejó de rodar, la cara de McEwan adquirió una expresión furiosa y se le hincharon de repente las venas de las sienes. Se acercó mucho a Maureen, tanto que podía oler el perfume a limón de su loción para el afeitado.

– No vuelva a hablarme de esa forma -le susurró.

McAskill se levantó, sin alzar la mirada, y puso la mano en el pecho de McEwan como si quisiera que éste se echara hacia atrás para que él pudiera levantarse. Pero tenía mucho sitio detrás de la silla, podría haberla empujado. Estaba conteniendo a McEwan, le recordaba que no hiciera nada.

Joe McEwan no era el mejor tipo al que llevar la contraria, pensó Maureen, no era el mejor en absoluto.

Maureen fue a caminar por la ciudad. No se dio cuenta de que un hombre la seguía a unos cien metros. Se mantenía fuera del alcance de la vista de Maureen, variando la velocidad de sus pasos. La siguió por Bath Street y por Cathedral Street. Se escondió cuando Maureen llegó al atrio bien iluminado de la catedral, ocultándose en las sombras y observándola entrar por la puerta lateral del Hospital Albert. El hombre esperó unos minutos, bordeó el atrio iluminado y entró con cautela en el vestíbulo. El ascensor se detuvo en el octavo piso. Leyó el cartel. Planta ocho, Doctora Louisa Wishart. Lo anotó en su libreta, comprobó la hora y también la apuntó. Salió del edificio y esperó al otro lado de la calle a que Maureen saliera.

Maureen se encerró en uno de los servicios y se fumó un cigarrillo a escondidas antes de ir a la recepción y anunciar su llegada a la señora Hardy. Le preocupaba que se disparara la alarma de incendios, así que agitaba la mano por encima del cigarrillo para dispersar el humo. Quince mil libras. Siobhain le dijo que Douglas le había dado dinero para sentirse mejor por lo del hospitaclass="underline" Maureen rememoró sus días en el Hospital Northern para encontrar algo que valiera 15.000 libras. Y ahora la policía estaba interrogando a Liam. Su hermano nunca había tenido ningún problema con la ley. Parecía que Joe McEwan estaba decidido a atrapar a Liam y como había dicho Leslie, la policía no dispone de tiempo ilimitado para resolver un caso. Maureen ya sabía que al final irían a por él y había estado haciendo el idiota. Había perdido el tiempo inútilmente intentando adivinar quién lo había hecho.

Sintió un impulso repentino de llamar a Leslie y pedirle que fuera a sentarse allí con ella. Todavía estaría trabajando. Leslie tenía sus propias ocupaciones y Maureen no podía recurrir a ella una y otra vez.

Le gustaría saber por qué le habían preguntado por la noche del asesinato antes parecían estar muy seguros de que había sucedido durante el día. Winnie se cruzó en sus pensamientos. El síndrome de los recuerdos falsos: una manera de evitar la cárcel para cualquiera que no quisiera estar en contacto con el lado oscuro.

17. Louisa

Maureen entró en la consulta y sonrió a la recepcionista.

– Hola, señora Hardy -dijo-. Creo que me perdí la sesión del miércoles pasado.

– Sí, así es -dijo la señora Hardy-. Estuvimos esperándote.

– Lo siento. Se me fue de la cabeza.

La señora Hardy sonrió.

– No te preocupes, hoy estás aquí. Avisaré a Louisa.

Maureen le dio las gracias y pasó a la pequeña sala de espera. El hombre impaciente que siempre intentaba hablar con ella estaba sentado en su silla habitual. La había puesto de cara a la entrada y le dijo hola cuando Maureen entró en la sala. Ella no le hizo caso y se dirigió hacia la ventana. Apoyó los codos en el alféizar alto, inclinó la cabeza hacia adelante y cerró los ojos. Se imaginó a Liam saliendo por las puertas de vaivén de la comisaría de policía de Stewart Street, con la cabeza gacha. Sintió que se le paralizaba el cuerpo.

Se rascó la nuca despacio con las uñas para intentar ahuyentar esa sensación y se hizo unos arañazos largos y profundos. Quedarse paralizado es peor que sentir dolor: es como una enfermedad que te va desgastando con intensidad. Todos los nexos con el mundo exterior se evaporan, nada importa, nada cuenta, nada te emociona o te divierte, nada te sorprende; incluso las sensaciones físicas parecen distantes e irreales. Es la muerte sin burocracia.

Tenía la nuca mojada. Dejó de rascarse y se miró los dedos. Tenía los bordes de las uñas manchadas de sangre. Se quitó la cola de caballo para que el pelo le cayera sobre la nuca y cubriera los arañazos. Abrió los ojos y miró el paisaje tras el tejado verdoso de la oscura catedral medieval.