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– Sírvanse -dijo chupando una porción. Inness cogió dos porciones y Maureen una.

– Gracias -dijo y se preguntó por qué McAskill era siempre tan amable con ella.

Inness puso en marcha la grabadora, dijo quiénes estaban presentes en la sala y qué hora era.

– Bien, señorita O'Donnell -dijo McAskill, que se tragó el trozo de chocolate y se dirigió a ella con voz formal y como si hablara por teléfono-, la primera pregunta es si ha visto esto antes. McAskill sacó un cuchillo de una bolsa de papel arrugada y lo puso sobre la mesa. Era un cuchillo de cocina Sabatier nuevo con una hoja de acero inoxidable de unos veinte centímetros de longitud y un mango de madera negra. Los había visto en las tiendas. Eran caros. Tenía una etiqueta colgada de un cordel y en ella habían garabateado con bolígrafo un número largo. El cuchillo lo habían limpiado y pulido. La hoja reflejaba impecablemente el tubo fluorescente que tenían encima y formaba un rayo de luz despiadado sobre la mesa.

Maureen deseó no haberse comido el trozo de chocolate. Tenía la boca seca y una pasta pegajosa debajo de la lengua y en las encías. Cuando vio el cuchillo se le empezó a hacer la boca agua de una forma que la preocupó.

– ¿Es éste? -preguntó Maureen mirando el cuchillo.

– ¿Si es el qué? -dijo McAskill.

– ¿Es el que usaron para matar a Douglas?

– Me temo que sí. ¿Lo había visto antes?

– No -contestó Maureen.

– ¿Está segura?

– Sí.

– Muy bien -dijo McAskill y le pasó el cuchillo a Inness, que lo metió en la bolsa. Maureen pensó que era una forma estúpida de guardar un cuchillo afilado, con la hoja en una bolsa de papel.

– ¿Dónde lo encontraron? -preguntó Maureen.

– ¿Qué quiere decir? -dijo McAskill incómodo.

– ¿Dónde estaba el cuchillo? ¿Estaba en el patio?

– Lo encontramos en la casa. ¿Por qué?

– Creía que me habrían interrogado antes acerca de él, eso es todo.

– Acabamos de encontrarlo -dijo Inness.

– ¿Más de una semana después? -dijo Maureen.

– Estaba bastante bien escondido -susurró Inness y cogió otra porción de chocolate que se llevó a la boca.

Maureen se preguntó cómo podía esconderse bien algo en un piso que era como un puño y con diez hombres registrándolo de arriba abajo.

– ¿Puedo preguntarle algo más? -dijo Maureen, esta vez dirigiéndose a McAskill.

– Depende de lo que sea -dijo con cautela.

– ¿Tienen idea de quién lo hizo?

– Estamos siguiendo varias pistas -le contestó mientras revolvía sus papeles.

– ¿Una pregunta más?

McAskill le sonrió amablemente.

– Adelante, pregunte.

– ¿Han hablado con Carol Brady?

– Sí -contestó-. No es su mayor admiradora.

– Sí, ya lo sé.

– Está convencida de que chantajeó a Douglas para que le diera el dinero.

– Ni siquiera sabía que estaba en mi cuenta, en serio.

– Hemos visto la cinta de la cámara de seguridad del banco -dijo McAskill-. El dinero lo ingresó el propio Douglas.

– ¿Cuándo?

– A primera hora de la mañana del día en que lo asesinaron.

Maureen casi podía ver las imágenes de la cinta, borrosas y en verde; a Douglas caminando dando saltitos hacia la ventanilla como un dibujo animado mal hecho.

– ¿Se le ocurre alguna razón por la que Douglas le ingresara tanto dinero en su cuenta? -le preguntó McAskill.

– ¿Cómo dice?

– ¿Por qué haría eso? El otro día quedó claro que usted no sabía que el dinero estaba en su cuenta. ¿Por qué se lo ingresaría?

– No lo sé. -Maureen miró la mesa y se preguntó lo mismo.

– Quizá quería que yo le diera el dinero a otra persona y no tuvo ocasión de hablarme de ello.

McAskill asintió con la cabeza pero no parecía convencido por la suposición de Maureen.

– De acuerdo -dijo-. Lo investigaremos.

– ¿Han descubierto quién le dijo a Carol Brady dónde me estaba quedando?

– Me temo que no puedo decírselo -dijo McAskill fríamente, y desvió los ojos y la cabeza dirigiéndose a la grabadora. Maureen no entendió la señal. McAskill hizo el mismo gesto de nuevo. Maureen se inclinó sobre la mesa y paró la grabadora.

– ¡No! -gritó McAskill y se abalanzó sobre la mesa para apartarle la mano-. Tiene que decirnos que quiere que apaguemos la grabadora y tenemos que decir que vamos a apagarla, ¿vale? -le advirtió, y la volvió a encender.

– La grabadora ha sido apagada a las cinco y trece por la interrogada, la señorita Maureen O'Donnell -dijo Inness-. Señorita O'Donnell, ¿acaba de apagar la grabadora?

– Sí, acabo de apagar la grabadora.

– ¿Quiere que la apague antes de proseguir con el interrogatorio?

– Sí.

– La señorita O'Donnell ha pedido que apaguemos la grabadora en este momento -dijo Inness-. Voy a apagarla a las cinco y catorce y el interrogatorio proseguirá.

Inness apretó la tecla y se volvió emocionado hacia McAskill.

– No tengo especial interés en que quede constancia en la cinta de lo que voy a decirle -dijo Hugh-, pero hay un policía joven que se enfrenta a medidas disciplinarias por este asunto. Fuimos a ver a Carol Brady y nos dio el nombre del agente.

– Sin pestañear -dijo Inness, y cogió otra porción de chocolate-. Nos dio su nombre y cerró la puerta -y se metió el chocolate en la boca.

– Una mujer muy amable -dijo Maureen.

– Encantadora -dijo McAskill con una sonrisa en sus labios.

– ¿De dónde ha salido el dinero de mi cuenta?

Inness intervino.

– El señor Brady sacó todo el dinero de su cuenta, algo más de treinta mil libras en billetes grandes.

– Dios mío -dijo Maureen-. ¿Cómo conseguirá tener alguien tanto dinero en su cuenta?

– Eso no es asunto suyo -dijo Inness poniéndose a la defensiva, y Maureen vio que tenía los incisivos marrones. Le miró el labio superior desnudo. Inness levantó el brazo despacio, posó el codo sobre la mesa y se tapó la boca con la mano.

– Lo había ido ahorrando -dijo McAskill-. Ni su mujer sabía que tenía esa cuenta hasta que murió.

Maureen sacó los cigarrillos y encendió uno. El humo se mezcló en su boca con los restos dulces del chocolate e hizo que los dos sabores se volvieran desagradables.

– ¿Dónde cree que fue a parar el resto del dinero?

Maureen se encogió de hombros y se puso a pensar en el dinero que Siobhain McCloud tenía en su bolsa. Ahí dentro no podían estar las quince mil libras restantes: eso serían setecientos cincuenta billetes de veinte y el fajo no era tan grande.

– No lo sé. Supongo que tendré que devolver el dinero de mi cuenta.

– No -dijo McAskill-. Douglas se lo dio. Es suyo.

Maureen no sabía por qué Douglas le había dado el dinero pero tenía un mal presentimiento al respecto. En realidad no lo quería.

– ¿La señora Brady todavía piensa que lo hice yo?

– Sí -dijo McAskill-. No le interesa tener ninguna prueba. Está segura de que fue usted.

– Segura -repitió Inness y cogió otra porción de chocolate.

McAskill le dio un golpecito con el codo a Inness y señaló la grabadora con la cabeza.

– Muy bien -dijo-, voy a poner en marcha la cinta otra vez, Maureen, si no tiene inconveniente. Necesito que quede registrado lo que le voy a decir a continuación.

– Adelante -dijo Maureen.

McAskill puso en marcha la grabadora.

– En cualquier caso, señorita O'Donnell, hemos, acabado de examinar su casa y puede regresar cuando usted lo desee.

– Muy bien -dijo Maureen sin gran confianza-. ¿Qué pasa con toda la sangre? ¿La limpian ustedes o tengo que hacerlo yo?