– Pues en realidad, tiene que hacerlo usted. Su seguro para la vivienda debería cubrirlo. Sólo limpiamos el escenario del crimen si la persona que vive allí no puede hacerlo ella misma, como sería el caso de un discapacitado o una persona mayor.
– Bien -dijo ella, y se deprimió al pensar en su ridículo seguro-. Entiendo. Entonces, ¿eso es todo?
McAskill miró su libreta.
– Sí -dijo-. Por ahora parece que eso es todo.
De camino al vestíbulo, les preguntó si podía ver a Joe McEwan. Inness sonrió.
– No creo que se alegrara mucho de verla -dijo-. No estuvo muy educada con él la última vez.
– Lo sé. Quería disculparme por lo ocurrido.
– Nosotros le diremos que lo siente -dijo Inness.
– Bueno, en realidad también me gustaría verle por otra cuestión.
McAskill desapareció por las puertas de vaivén de debajo de las escaleras. Inness le dirigió una mirada obscena sin ningún motivo y se marchó a hablar con el policía de la recepción. Cuando McAskill volvió, estaba sonriendo.
– Dispone de dos minutos -le dijo a Maureen.
McEwan iba detrás de él.
– ¿Qué puedo hacer por usted? -le dijo con brusquedad.
Maureen le llevó aparte, lejos de los otros dos policías.
– Escuche, quería preguntarle algo. ¿Recuerda lo que dijo sobre Benny y que su caso no fue llevado a juicio? ¿Podría decirme por qué lo detuvieron?
– Desde luego que no -dijo mirándola como si Maureen hubiera sugerido que él se follara a un cerdo mientras ella lo apuñalaba-. No puedo decirle lo que figura en el historial policial de una persona.
Jamás tendría que haberle dicho que era un capullo.
– Sólo preguntaba -susurró Maureen.
– ¿Alguna cosa más? Estoy ocupado intentando descubrir cosas sobre su hermano.
– Mi hermano no lo hizo, Joe.
– Ya lo veremos -dijo mezquinamente.
– Vamos, tiene coartada para todo el día.
McEwan hizo caso omiso de su comentario.
– ¿Alguna cosa más?-le preguntó.
– No, nada más.
– Bien.
McEwan se dirigió tranquilamente hacia las puertas de vaivén, que se fueron cerrando al estilo salón del oeste cuando se alejó de ellas.
Inness seguía hablando con el policía de la recepción. McAskill se acercó sigilosamente a ella mirando al suelo.
– No le procesaron -dijo casi sin mover los labios y entre susurros-. Inverness, 1993. Protagonizó un altercado en un almacén. Le exigió dinero a un hombre. Seis meses después detuvieron a ese hombre por dirigir una operación de tarjetas de crédito robadas que afectaba a toda la zona noreste. Su amigo tuvo mucha, mucha suerte de que lo detuvieran por alteración del orden público. Su caso se decidió antes de que la policía descubriera a qué se había debido en realidad. Debía de haber trabajado para el jefazo.
– ¿Podría ser que el psiquiatra que le visitó supiera todo ésto?
– Si su amigo no se lo contó en ese momento, el psiquiatra lo averiguaría después. Salió en todos los periódicos.
A Maureen le encantaban las historias absurdas y cuando Benny dejó de beber solía mantenerla despierta por las noches con anécdotas de sus tiempos de borracho. Si hubiera sido un incidente inocente, Benny se lo habría contado.
– Gracias por contármelo, Hugh -le dijo Maureen-. Me ha aclarado algunas cosas.
McAskill la acompañaba a la salida cuando Maureen se volvió hacia él.
– Hugh -dijo-, ¿por qué es tan amable conmigo?
– No lo soy tanto.
– Pero me ha contado lo de Benny y está lo del chocolate y otras cosas.
– Habría descubierto lo de su amigo, habría tardado más tiempo pero era cuestión de consultar las hemerotecas.
– No, quiero decir que todo el mundo cree que soy una zorra chiflada. Pero usted no, ¿por qué?
McAskill le abrió la puerta y Maureen salió.
– ¿No ha pensado nunca en asistir a las reuniones de la Asociación de Víctimas de Incesto? -le dijo con dulzura.
– ¿Cómo?
– Los martes. A las ocho de la tarde. En St. Francis, en Thurso Street. La entrada está por detrás -dijo, y soltó la puerta de cristal, que se fue cerrando tras él.
Maureen volvió la mirada al interior de la comisaría. McAskill se alejaba.
Podría haber ido a casa pero las llaves de Douglas todavía no habían aparecido y llamar a un cerrajero un viernes por la noche le costaría una fortuna. En la carretera principal encontró una cabina y llamó a casa de Liam. Cuando éste contestó, a Maureen le pareció que estaba borracho y de mala leche.
– ¿Puedo quedarme esta noche en tu casa, Liam?
– ¿Qué pasa con los maderos?
Liam sólo utilizaba palabras coloquiales estúpidas como ésa cuando iba pedo.
– Acabo de estar allí. No irán a tu casa, de verdad.
– De todas formas no tengo nada -dijo en un tono acusador.
Maureen miró en sus bolsillos para ver cuánto dinero tenía y paró un taxi.
El Ford azul siguió al taxi en el que iba Maureen por la Great Western Road y lo adelantó despacio cuando se detuvo enfrente de la casa de Liam. El coche de policía dobló la esquina y aparcó en la calle de al lado. Uno de los agentes anotó la dirección de Liam mientras el otro apagaba el motor y se recostaba cómodamente en su asiento.
Liam vivía en una zona inmunda del West End. Cuando lo compró, el chalet de cuatro pisos estaba dividido con tabiques para hacer lóbregos estudios. Liam le había ido devolviendo su aspecto anterior poco a poco. Empezó por el ático y fue bajando. Ya había acabado de arreglar el primer piso pero se mostraba poco dispuesto a empezar a reformar las habitaciones de la planta baja. No había tirado el tabique que había al pie de las escaleras para que la parte de arriba pareciera un piso aparte y había dejado las habitaciones hechas un desastre para que sus deshonestas visitas pensaran que no había nada que valiera la pena robar. Casi nunca estaba abajo. Solía pasar su tiempo libre arriba, en la gigantesca habitación de la parte delantera de la casa, de paredes blancas y suelo de madera, sin nada más que un diván Le Corbusier y la mesa escritorio de dos metros y medio de longitud con un Mac encima.
Maureen tocó el timbre. Oyó a Liam chocando con fuerza contra las paredes al dirigirse tambaleando hacia la puerta principal. La abrió sin mirar quién era y volvió medio agachado al salón. Maureen le siguió. La mesita del café estaba llena de latas vacías de cerveza importada.
La habitación ya estaba hecha un desastre antes de que la policía la registrara pero Maureen no estaba preparada para verla en el estado en que se encontraba ahora. Habían arrancado la sucia moqueta beige, y habían levantado los tablones del suelo y los habían vuelto a poner de cualquier manera. Habían rajado el respaldo del sofá de piel sintética negra y la espuma amarilla salía hacia afuera como si fuera el pus de un grano reventado. La vieja televisión estaba encendida en una esquina; habían reajustado mal la cubierta trasera de plástico y estaba abierta por un lado. Estaban dando el programa de resúmenes de los partidos de la Premier League: tres hombres feísimos con corbatas horrorosas se reían de algún chiste.
Liam se dirigió tambaleándose hacia la mesita del café y cogió un cigarrillo encendido de un cenicero lleno de colillas. No se dejó caer en el sofá sino que más bien se deslizó en él, tirando del respaldo roto para adoptar una posición cómoda. La miró de arriba abajo, como si ver a Maureen le pusiera enfermo, y pestañeó despacio.
– Maureen -dijo.
Se llevó el cigarrillo a la boca lentamente, le dio una chupada y las mejillas se le hundieron.
– Estás pedo -dijo Maureen, incapaz de esconder su decepción, y fue a llamar por teléfono desde el recibidor.
Encontró el número de atención permanente de la compañía de seguros en la Páginas Amarillas. Le dio sus señas a una mujer de voz empalagosa y le explicó la situación de la manera más sencilla que pudo. La telefonista se quedó callada un momento, probablemente se preguntó si le estarían gastando una broma, y le pidió el número de su póliza.