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– De hecho no lo tengo ahora mismo.

– Lo necesitamos para encontrar su póliza.

– ¿No puede utilizar mi nombre y dirección?

La mujer se quedó callada otra vez y dejó escapar un suspiro.

– Espere un momento, por favor -le dijo. Empezó a sonar una versión en tonos agudos de Frère Jacques. Maureen se apartó el teléfono del oído. La melodía sonó dos veces. La voz de la mujer apareció otra vez para decirle que siguiera esperando y desapareció de nuevo.

Liam estaba en la puerta con expresión de borracho malhumorado. Tenía dificultades por mantenerse de pie y murmuraba palabrotas.

– ¿Oiga? -dijo la mujer de la compañía de seguros. A Liam se le doblaron las rodillas y fue deslizándose por el marco de la puerta.

– Sí, sí, estoy aquí -dijo Maureen, que estaba ayudando a Liam a levantarse. Éste empezó a dar vueltas y se cayó de bruces contra el suelo del salón.

– Bueno -dijo la mujer-. Le he echado un vistazo a su póliza y tendrá que hacerlo usted misma. Podemos reembolsarle el coste de lo que utilice siempre que conserve…

– Gracias -dijo Maureen y colgó. Liam se dirigía a cuatro patas hacia el sofá-. Estúpido borracho de mierda -dijo con ternura y le cogió por las axilas húmedas arrastrándolo hasta el sofá. Liam se puso bien la camiseta y se sentó, casi en una actitud remilgada, cruzando las piernas con cuidado, con una mirada que asustaba, como la que ponía la Winnie Muy Borracha. Liam tosió, pensó en algo y la miró enfadado.

– ¿Has visto cómo está todo? -dijo señalando la habitación-. ¿Lo ves?

Maureen suspiró.

– Si vamos a pelearnos, ¿podemos dejarlo para mañana?

Liam cerró los ojos y tardó un siglo en abrirlos.

– ¿Quién se está peleando? No he dicho que vayamos a pelearnos.

Maureen se sentó a su lado.

– Lo has dado a entender muy bien -dijo Maureen.

Durante un segundo la expresión de Liam vaciló entre la rabia y la turbación. Empezó a llorar.

– Estoy harto -dijo y se tapó la cara con las manos. Maureen le rodeó con el brazo-. Dios mío, Mauri, todo se está yendo a la mierda. Mi negocio… Douglas. He tenido que dejar tirado a Pete y se ha cabreado conmigo. He perdido treinta de los grandes porque la he jodido.

– Pero Liam -dijo Maureen-, no necesitas tener más dinero, estás forrado.

Liam intentó quitarse de encima el brazo de Maureen sacudiendo los hombros arriba y abajo. No le funcionó y ella dejó su brazo donde estaba.

– Ya no tengo valor -dijo mirándola como si ella se lo hubiera arrebatado-.Y mamá se está volviendo loca. Dice que eres una mierda y Maggie ni me habla.

Se inclinó hacia adelante, y consiguió escaparse del abrazo de Maureen. Se secó la cara con la camiseta.

– ¿Cuándo has visto a mamá?

– Me dijo que eras una mierda, que habías vuelto a su casa y te habías llevado todas tus fotos.

– Así es.

– Y dijo que eras una mierda.

– Sí, vale, no hace falta que lo sigas repitiendo.

– ¿Lo hiciste?

– Esas fotos son mías, Liam.

– Se las podías haber pedido.

Maureen estaba indignada.

– Las estaba vendiendo a los periódicos.

– Sí, pero estaban en su casa -dijo consciente de la debilidad de su argumento.

– Escucha, Liam. Yo tampoco estoy pasando por un buen momento. ¿Por qué me agobias con todo esto? ¿Quieres que nos peleemos?

– No quiero pelearme.

– Bien. Pues entonces, cállate.

Se quedaron sentados en un silencio incómodo y vieron Prisoner Cell Block H hasta que Maureen se levantó para ir al baño.

– Gilipollas -susurró Liam cuando Maureen se fue.

– ¡Eh! -gritó ella volviéndose hacia su hermano-, no te pases un pelo conmigo, tío.

El baño del primer piso estaba destrozado: habían arrancado las cañerías del lavabo y también el váter, y todos los botes y los productos de aseo estaban dentro de la pila destapados. Habían arrancado el linóleo del suelo, lo habían doblado y dejado en la bañera. Subió al otro cuarto de baño. Liam no tenía muchas cosas en él y lo habían dejado más o menos intacto. Sólo habían revuelto el armario de las toallas: habían desplegado todas las limpias y las habían dejado tiradas en los estantes.

Cuando bajó, Liam se había quedado dormido en el sillón. Le apagó el cigarrillo y la tele y subió al cuarto de invitados. Dejó a Liam allí, con el cuello doblado sobre el pecho en una posición que seguro que iba a pasarle factura por la mañana.

22. Colombo

Era un día de otoño soleado. El rojo de los edificios de arenisca desentonaba con el azul pálido del cielo y por las ventanillas del autobús, a lo lejos y bien perfiladas, Maureen veía las cimas nevadas de las escarpadas montañas de Campsie. Bajó del autobús y entró por la puerta lateral hacia la cantina del personal. Sabía, que se estaba arriesgando y que no debería de preguntar por él; tendría que echar sólo un vistazo rápido. Pensó en ir a su lugar secreto y esperarle allí, pero quizá no aparecería. Estaba pidiendo una taza de té en el mostrador cuando se acordó de que él sólo trabajaba un sábado cada quince días. Quizá ni le tocaba trabajar hoy.

Se sentó a una mesa sola y se bebió el té mientras examinaba las mesas y miraba la puerta. No le veía. Maureen llevaba el abrigo gris y la bufanda de cuadros escoceses. Todo el personal iba vestido con los uniformes blancos. Vio que la miraban y supo que tenía que quitarse el abrigo para pasar desapercibida entre la multitud, pero entonces tendría que quitarse también la bufanda y dejaría al descubierto los arañazos de la nuca y todo el mundo sabría que era una paciente. Puede que la doctora Paton entrara y la reconociera. No tendría que haber venido. Un enfermero que tenía los mismos ojos que Michael la miró y le sonrió con una expresión de preocupación interrogadora. Maureen cambió de opinión y se levantó para irse de allí a toda prisa. Casi se chocó con Martin en la salida.

– Por Dios, ¿qué haces aquí? -le dijo enfadado.

La agarró del codo y se la llevó con firmeza hacia un pasillo donde cogieron el montacargas. Apretó con el puño el botón del piso inferior y no habló hasta que se cerraron las puertas.

– ¿Por qué has vuelto? Ya te lo conté todo.

– Martin, necesito hacerte algunas preguntas más. Lo siento mucho, de verdad. No quería telefonearte. Pensé que no llamaría tanto la atención si aparecía por aquí y te encontraba.

– Por Dios. ¿Sentada en la cantina con el abrigo puesto y esperándome?

Martin caminaba dando pasos grandes y enérgicos por el pasillo. El fluorescente estropeado parpadeaba despacio, como el pulso de un moribundo. Maureen siguió a Martin a través de la puerta del cuarto en forma de L y hacia la esquina donde estaba su refugio. Martin encendió la luz y cerró la puerta después de que Maureen entrara.

– Muy bien, ¿qué quieres? -la espetó.

– No hace falta que me trates con tanta sequedad -le dijo Maureen.

– No, Maureen, sí que hace falta. Supongo que ayer te creíste una lumbrera al conseguir que Frank te diera la lista. Llamó después para comprobar que te había llegado. Cuando descubrió que no existías avisó a la policía. Le han suspendido y se ha corrido la voz por todo el hospital. El tipo de la Jorge I tendría que ser sordo y ciego para no haberse enterado.

Martin se sentó en la silla de metal y la miró con solemnidad.

– Dios mío, lo siento -dijo Maureen, apartó las cosas del té de la cajonera caoba y se sentó en ella.

– Te creíste muy lista, ¿verdad?

Maureen se frotó las piernas con rapidez y lo confesó.

– Sí -dijo.