La crisis nerviosa tardó en presentarse un año y medio de pánico paciente.
Estaba en el piso de arriba de un autobús. Un hombre gordo sentado detrás de ella le echaba su respiración mucosa en la oreja. El ruido se hizo más fuerte, más cercano, más áspero hasta que se volvió ensordecedor. Esperó a que el hombre le diera un golpe en la cabeza. Pero al ver que eso no ocurría, Maureen se puso a gritar un rato y vomitó. El conductor fue a ver qué sucedía y la encontró sollozando e intentando limpiar aquel desastre con un pañuelo de papel. Le dijo que lo dejara. Salió corriendo del autobús. Ninguno de los pasajeros fue tras ella.
La familia se preocupó cuando el señor Scobie, el director del Apolo, llamó a Winnie. Era el último recurso que le quedaba. Maureen llevaba tres días sin ir a trabajar y no había llamado. Liam salió a buscarla y la encontró escondida en el armario del recibidor del apartamento de Garnethill. Llevaba allí dos días y había orinado y defecado en una esquina. Recordaba a Liam arropándola con una manta y bajándola hasta el coche. Le cubrió la cara con la manta y durante todo el trayecto hasta el hospital le susurró que ya estaba a salvo, segura al fin, que fuera valiente.
Un mes después de que la admitieran en el Hospital Psiquiátrico Northern, Alistair, el marido de Una, fue solo a visitarla. Pidió hablar con ella y con su psiquiatra, los tres juntos, y acabó con la confianza de Una al contarles que eso ya había sucedido antes. Cuando Maureen tenía diez años, la habían encontrado escondida en el armario que había bajo las escaleras. Se había pasado allí todo el día. Tenía un lado de la cara amoratado y cuando la bañaron vieron que tenía sangre seca entre las piernas. Nadie sabía qué había ocurrido porque Maureen no podía decir palabra. Michael hizo las maletas, cogió el talonario y desapareció para siempre. Winnie dijo a los niños que Maureen se había caído de culo y había recibido un golpe muy fuerte. No se mencionó el suceso nunca más.
Winnie no perdonó a Alistair por revelar lo ocurrido. A veces, cuando estaba borracha, lo llamaba. Él no iba a contarle jamás a Maureen lo que su madre decía.
Leslie iba al hospital cada día. Combinaba las visitas con sus turnos en la casa de acogida, y se tomó el ingreso de Maureen en el hospital como si fuera algo que les estuviera sucediendo a las dos. Leslie tuvo miedo al principio y luego se adaptó a la rutina. Se enfadaba por la intolerancia de las normas del hospital y se hizo amiga de los otros pacientes. Los demás se comportaban como si fueran a examinarla. Maureen sabía que había sido su amistad con Leslie lo que la había empujado a enfadarse consigo misma y mejorar. Su relación cambió después de su estancia en el hospitaclass="underline" Maureen no podía resignarse a contar con Leslie ni para las cosas más insignificantes. Siempre se mostraba poco dispuesta a llamarla cuando tenía algún problema. Leslie se ocupaba cada día de las crisis emocionales de otras personas en la casa de acogida y Maureen sabía que la balanza se podía inclinar fácilmente y pasar de ser amiga de Leslie a paciente suya. Había veces en las que deseaba que Leslie tuviera algún problema, algo nimio y de fácil solución, para que Maureen pudiera salvarla y reequilibrar la balanza de su relación de una vez por todas.
El Bigotes les esperaba en la entrada del aparcamiento de la comisaría. La llevaron a una pequeña recepción y le pidieron que firmara en un libro para indicar que había ido a la comisaría de forma voluntaria. También le pidieron permiso antes de tomarle las huellas dactilares.
Todavía estaba mareada, le dolía el estómago debido a los esfuerzos al vomitar y tenía dificultades para ver bien. Su agudeza visual cambiaba de repente, acercándola los objetos o alejándolos. Cerraba los ojos, apretando con fuerza las pestañas para recuperar la visión. Sabía que debía parecer que estaba loca pero nadie la miraba porque estaban ansiosos por llevarla arriba.
La mujer policía y el Bigotes la llevaron dos pisos más arriba. pasaron a través de varias puertas cortafuegos y por un pasillo color beige sin ventanas e iluminado por tubos fluorescentes que parpadeaban imperceptiblemente. El estampado de linóleo era demasiado grande para un espacio tan pequeño. Hubiera sido un sitio desorientador incluso en el mejor de los momentos y éste no lo era.
– ¿Este pasillo no es un poco estrecho? -preguntó Maureen al Bigotes.
– Un poco -dijo, preocupado por la pregunta-. ¿Va a vomitar otra vez?
Negó con la cabeza. El hombre se detuvo ante una de las puertas, la abrió y le indicó con la mano que entrara primero. Era una sala deprimente. Las paredes estaban recubiertas de pintura esmalte color blanquecino, el tipo de pintura que resulta más fácil de limpiar. Atornillada al suelo había una mesa de metal gris. Una grabadora negra grande y aparatosa descansaba sobre la mesa junto a la pared. Había una ventana muy pequeña con barrotes de hierro forjado cerca del techo. Todo en aquella sala invitaba a la desconfianza.
Un hombre alto de cabello rubio ondulado estaba sentado en el lado más cercano de la mesa, de espaldas a la puerta. Se levantó cuando entraron, dijo que era el inspector jefe Joe McEwan y le pidió que se sentara, desplazándose al lado más alejado de la mesa, el que más lejos estaba de la puerta. Maureen se había fijado en él en su casa. Mientras ella estaba en el rellano, lo había visto en el salón, hablando con un hombre del equipo forense que llevaba un traje especial blanco. Le había dirigido una mirada demasiado larga para ser casual. Lucía un bronceado de hacía tiempo que ya empezaba a desaparecer: era la prueba de que solía pasar las vacaciones en el extranjero. Tenía unos cuarenta años e iba tan bien vestido con unos pantalones de franela y una camisa azul de algodón cara, que o bien era gay o soltero. Una rápida mirada a la marca cada vez menos blanca en el tercer dedo de su mano izquierda le indicó que se había desprendido de su anillo de casado hacía sólo uno o dos veranos. Daba la impresión de que era un hombre ambicioso camino de un futuro brillante. La camiseta del Celtic que llevaba Maureen cogió un tono raro, verde barato, bajo el brillo de la luz fluorescente.
Se sentó y Joe McEwan presentó al Bigotes como el inspector Steven Inness. A la mujer policía no la presentaron. Ésta captó la indirecta, se marchó y cerró la puerta tras ella con cuidado.
McEwan apretó un botón y puso en marcha la grabadora. Dijo la hora y el nombre de los presentes. Se volvió hacia Maureen y le preguntó con mucha formalidad si le habían leído sus derechos antes del interrogatorio. Ella dijo que sí. Sin mirarle, McEwan dio un leve codazo a Inness con lo que le indicó que procediera.
Inness le hizo las mismas preguntas que ya le había hecho en su casa y otra vez asentía y negaba con la cabeza mientras Maureen respondía. Les contó quién era Douglas, les habló de Elsbeth y que la madre de éste era eurodiputada. Los dos policías se miraron nerviosos. Inness le preguntó qué número de zapato usaba y por qué no había informado del asesinato la noche anterior. Maureen contestó que no había mirado dentro del salón, ya que estaba a la derecha de la puerta de entrada y su dormitorio a la izquierda, así que no tenía por qué pasar por delante a menos que quisiera ir al baño. Se había ido directa a la cama porque estaba borracha.