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– No -dijo Maureen sonriendo-. Recuerda que fue muy amable.

Liz había telefoneado y le decía que la llamara. Un tal Danny había dejado un número del centro de Glasgow para que Maureen se pusiera en contacto con él. Esa llamada iba seguida de otras tres sin mensaje. Maureen no conocía a ningún Danny. Liz había vuelto a llamar; decía que la telefoneara. Otra persona misteriosa le pedía que la llamara a un número de Edimburgo. Esta llamada iba seguida de otra sin mensaje.

Maureen marcó el número de Danny y una voz le dio la bienvenida a la redacción del periódico Alba. Maureen colgó. La llamada misteriosa de Edimburgo era de una agencia de noticias.

Liam escuchaba con ella.

– Chupasangres -dijo.

Maureen desenchufó el contestador y enrolló el cable a su alrededor.

– Creía que harías que alguien viniera a limpiar -dijo Liam, que miró nervioso hacia la puerta del salón.

– Sí, pero mi seguro no lo cubre.

– Joder, ¿tendrás que hacerlo tú misma?

– Sí.

– Te echaré una mano -dijo sin muchas ganas.

– Ya tienes suficiente con preocuparte de tu casa. De todas formas, prefiero hacerlo sola.

Puede que fuera el vacío que había dejado en ella su catolicismo no practicante, pero los sucesos importantes motivaban en ella la necesidad de convertirlos en un ritual. Había determinadas cosas que tenían que hacerse de una determinada forma para marcar el final de los acontecimientos; como el vudú laico, ayudaba a resolver los problemas: primero les daba importancia y luego les ponía fin.

Cuando volvió a casa después de estar internada en el hospital, se sentó en el armario del recibidor donde Liam la había encontrado y quemó la pulsera del psiquiátrico con sus señas y una fotografía de su padre al cargo de la barbacoa. Se emborrachó con brandy de cerezas y colocó el colchón en el suelo. Puso la novena de Beethoven tan alta como se atrevió, golpeó el colchón con los puños y se dejó llevar a un estado de frenesí estúpido, mordiéndolo hasta que le dolieron los dientes y la mandíbula. Por suerte, todas las rasgaduras estaban en el mismo lado del colchón. Le dio la vuelta y lo puso de nuevo sobre el somier. No se lo contó a nadie: para los no iniciados cualquier ritual es un acto ridículo y sin sentido. Tenía la sensación de que haría falta una gran ceremonia para solucionar lo de Douglas.

– Larguémonos de aquí -dijo Maureen.

– Buena idea -dijo Liam, y se dirigió hacia el rellano en cuanto hubo pasado el tiempo justo para no parecer maleducado.

Jim Maliano debía de haber estado observando por la mirilla. Cuando Maureen salió, éste abrió la puerta y se plantó de un salto en el rellano. Liam levantó la cabeza de golpe sorprendido y dio un grito.

– Lo siento -dijo Jim, incómodo por el dramatismo innecesario de su entrada-. No quería que te escaparas.

Liam se frotó la garganta dolorida.

– Capullo -susurró Liam.

– ¿Cómo estás, Jim? -dijo Maureen.

– Bien -contestó él mientras se preguntaba si habría oído mal las palabras de Liam-. ¿Y tú?

– Bien -dijo. Maureen.

Jim no era mucho más alto que ella. Era delgado pero debajo del jersey se le marcaba la barriga perfectamente redondeada, como si fuera la prótesis de un pecho. Maureen quería que Jim le gustara, había sido muy amable con ella, pero a la fría luz del día no parecía tan simpático. Llevaba el jersey metido dentro de los pantalones de forma puntillosa y había algo irritantemente meticuloso en la manera en la que se peinaba el pelo. Parecía como si se lo hubiera crepado cuidadosamente para taparse un claro en la coronilla, pero no se estaba quedando calvo. Y parecía que exageraba su acento italiano, como haría un hombre aburrido que quisiera poner énfasis en uno de sus rasgos y así disimular su poca personalidad.

Jim les hizo pasar a su cocina desordenada y preparó la cafetera exprés. Maureen y Liam se sentaron a la mesa de madera llena de redondeles pálidos producidos por las tazas calientes.

– Gracias por ofrecerme la lasaña -dijo Maureen educada.

– Mi madre me dijo que la hiciera -dijo Jim-. Me dijo que es lo que hacen los vecinos cuando alguien muere.

Jim se ruborizó intensamente y se disculpó por haber mencionado el asunto.

– Tranquilo. Te agradezco la nota, Jim. Has sido muy amable.

Jim se volvió hacia la cafetera y sirvió el líquido marrón en tazas. Abrió un armario y sacó varios platos pequeños y uno grande.

– Durante algunos días hubo un policía en tu puerta -dijo mientras cogía un paquete de galletas de amareto del armario de la comida-. Los periodistas llegaron el día después de que sucediera. Estuvieron aquí toda la semana pasada y le hicieron preguntas sobre ti a todo el mundo. No pensé que pudieran escribir nada sobre un juicio próximo.

– Quizá no haya juicio -dijo Maureen-. Todavía no tienen a nadie a quien juzgar.

– Vaya, eso es genial -dijo, y parecía aliviado-. Sabía que no habías sido tú.

Jim dejó el plato de galletas sobre la mesa. Estaban empaquetadas individualmente en papel de seda azul, rojo y verde, doblado por las puntas como si fueran caramelos gigantes.

Maureen se esforzaba para que Jim le gustara pero tenía una actitud tan afectada… Maureen le pidió que le describiera a los periodistas y reconoció a los dos hombres que le habían sacado las fotografías a Liz.

– Fueron a verme al trabajo -dijo Maureen-. Tuvimos que cerrar las taquillas por su culpa.

– Sí, esos dos fueron los peores -dijo Jim, que les alargó a cada uno una taza de café y se quedó junto al otro lado de la mesa a tomarse el suyo.

– Una noche se pasaron diez minutos llamando a la puerta de la señora Sood. Estaba muerta de miedo. Creo que la policía tendría que haberles dicho que pararan. Quiero decir que había un agente en tu puerta todo el tiempo, no les habría supuesto un gran esfuerzo.

Jim se inclinó hacia adelante y cogió una galleta. Le quitó el envoltorio con delicadeza y la mordió por la mitad. No era tan grande como para que no se la pudiera comer de un solo bocado. Maureen quiso levantarse y meterle el resto de la galleta en la boca.

– Hiciste bien en no aparecer por aquí tú misma -le dijo Jim-, o los periodistas te habrían pillado.

– ¿Qué quieres decir? -le preguntó Liam.

– Bueno, la noche que estuvieron aporreando la puerta de la señora Sood -y señaló a Maureen-, fue cuando apareció tu amigo y entró en tu piso.

– ¿A qué amigo te refieres, Jim? -le preguntó Maureen despacio.

– ¿No le pediste a tu amigo que fuera a tu casa?

– No. ¿Por qué crees que era amigo mío?

Jim miró a Maureen con una expresión pensativa mientras se comía la otra mitad de la galleta. Se sentó a la mesa.

– Mira -dijo y se miró las manos mientras las ponía encima de la mesa, delante de él-, sé que te parecerá que soy un vecino fisgón o algo así pero no me pareció normal. Metí la nota por debajo de tu puerta porque quería contártelo -dijo y sonrió disimuladamente-. Fue una especie de truco. En realidad, no he hecho demasiada lasaña, aunque sí que tengo, si quieres…

– Dime lo que pasó -dijo Maureen, cortándole con brusquedad.

– Bueno -dijo Jim-, oí un ruido en el rellano. Estaban aporreando la puerta y me puse a observar por la mirilla y vi a tu amigo, el que va a veces a tu casa.

– ¿Qué aspecto tenía? -le preguntó Maureen.

– Pelo corto y oscuro, metro ochenta de estatura, espalda ancha. Llevaba una chaqueta de piel.

– ¿Cómo era la chaqueta?

– Marrón con cremallera -dijo Jim-. Tenía un cuello estrecho y bolsillos a los lados.

– Es Benny -exclamó Liam.

– Un momento, Liam -dijo Maureen y se dirigió a Jim-. ¿No dijiste que había un policía en la puerta?

– Sí, un policía de paisano, pero se fue mientras yo miraba y entonces apareció tu amigo.