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24. Yvonne

A la mañana siguiente, antes de abrir los ojos, Maureen supo que había llegado la hora de volver a su piso de Garnethill.

Iba a prepararle el desayuno a Liam, pero cuando miró en su habitación todavía estaba dormido. Al lado de su cama había un agujero enorme: habían levantado las tablas del suelo y las habían dejado junto al espacio vacío. De los tablones salían clavos, como si fueran los dientes mellados de un depredador al acecho. Habían echado al suelo la ropa del armario y habían levantado el linóleo a los cuadros blancos y negros del baño de la habitación. Maureen cerró la puerta sin hacer ruido y bajó las escaleras. Era lógico que Liam estuviera jodido.

Consultó las Páginas Amarillas y marcó el número de un cerrajero con servicio permanente las veinticuatro horas del día. Le dijeron que tendría que pagar una recarga de veinte libras porque era domingo, pero no le importó. El hombre que la atendía al teléfono anotó la dirección de Garnethill y dijo que enviaría a alguien a las doce para que le pusiera un cerrojo y una cerradura de seguridad nuevos.

Cuando Maureen estaba tomándose un café y guardando el contestador en una bolsa de plástico, sonó el teléfono.

– Hola -dijo Una-. He llamado a Benny y me ha dicho que estabas en casa de Liam.

– Sí -dijo Maureen-, aquí me tienes.

Una quería quedar con ella para darle una buena noticia.

– No podemos vernos, Una -dijo Maureen, que tenía muy presente la advertencia de Liam-. Hoy vuelvo a casa.

Pero Una estaba decidida. Se pasaría por casa de Liam y llevaría a Maureen y a su contestador a casa. Una conducía desde que tenía diecisiete años y se negaba a creer que alguien prefiriera caminar antes que ir en coche a algún sitio.

– Bueno, está bien, pero tiene que ser ya. Liam está durmiendo, está rendido, así que llama a la puerta, ¿vale? No toques el timbre.

Cuando Maureen oyó que llamaban, se puso el abrigo y la bufanda y cogió la bolsa. Abrió la puerta y salió, le dio un beso rápido a Una y se dio la vuelta para cerrar con llave.

– ¿No vamos a tomarnos una taza de té? -le preguntó Una, que percibía el ambiente tenso y estaba preparada para hacerse la ofendida en cuanto Maureen le diera la más mínima excusa para ello.

– Bueno, es que tengo que irme, de verdad -dijo Maureen.

Una parecía agraviada.

– De acuerdo -dijo en un tono magnánimo-. Si tienes tanta prisa.

Bajaron los escalones de la entrada y se dirigieron al coche de Una, que pertenecía a su empresa. Era un Rover verde grande y tenía un salpicadero de madera, elevalunas eléctrico… de todo. Era su tesoro más preciado. Puso el coche en marcha y le contó a Maureen la buena noticia: Marie venía de visita la semana próxima e iban a reunirse el jueves en casa de Winnie para almorzar todas juntas.

Maureen se las imaginó a las tres, sentadas a la mesa de la cocina, esperando a que ella llegara. ¿Por qué quedaban para almorzar y no para cenar, como hacían normalmente cuando Marie iba de visita? ¿Y por qué no invitaban a Liam? El saldría en su defensa si estaba presente. Debían de planear algo: iban a encararse con ella, iban a decirle que todo lo que recordaba Maureen era mentira y que estaba loca.

Mientras bajaban por Maryhill Road, Maureen notó que Una la miraba de reojo, cuando se atrevía: controlar a su hermanita pequeña para asegurarse de que no iba a hacer ninguna locura. A Maureen no se le ocurría nada que decir. Llamarían a Louisa Wishart si Maureen se alteraba, eso es lo primero que harían.

Cuando iban por la mitad de Maryhill Road, Maureen estaba acalorada por la preocupación. Una le preguntó por qué estaba tan callada y Maureen le mintió y le dijo que había dormido mal.

– Mamá está enfadada conmigo porque me llevé las fotos.

– Lo sé -dijo Una, y juntó los labios y apretó la mandíbula.

– Pero eran mías y las estaba vendiendo a los periódicos.

– No, Maureen -dijo Una, y levantó la mano-. Mamá no las vendió.

– Bueno, pues se las dio.

– Sí, lo que es distinto -dijo Una.

Se sumergieron en un silencio incómodo. El motor del coche emitió un sonido suave a medida que se acercaban al semáforo y se paraban.

– ¿Te ha contado Liam lo que hizo mamá en la comisaría? -dijo Maureen.

– Dios mío, sí -dijo Una arrugando la nariz-. Estaba algo alterada.

– Liám me contó que se puso a gritar como una puta histérica -dijo Maureen en un tono de voz elevado y que reflejaba una indignación inoportuna.

A Una no le gustaban las palabrotas ni los gritos ni las reacciones emocionales repentinas. Maureen se dio cuenta de que sus palabras la habían molestado.

Una estacionó el coche sobre la acera y paró el motor.

– ¿Seguro que estás bien? -dijo con cautela-. ¿Crees que deberías volver hoy a casa?

Maureen pensó en encararse a Una allí mismo y sopesó los pros y los contras. Todavía no. No era el momento. No quería enfadarse.

– Estoy bien -le dijo-. Me da un poco de miedo volver a casa, eso es todo.

Una se inclinó y se acercó a ella. La abrazó y le clavó el cambio de marchas en las costillas. La soltó.

– Te queremos mucho -dijo cariñosa.

– Ya lo sé, Una -dijo Maureen, y se echó a llorar, furiosa.

– Queremos lo mejor para ti -le dijo.

Maureen giró la cara y se secó con rabia las lágrimas de la cara.

– Ya lo sé -dijo-, ya lo sé.

Una había intentado sugerir que Maureen volviera al hospital pero parecía tan inestable que quizá no era una buena idea. Llamaría a la doctora Wishart cuando fuera al despacho y le preguntaría qué opinaba ella. Una volvió a poner el coche en marcha.

– Puedes quedarte en casa si quieres -dijo mientras se incorporaba de nuevo a la carretera.

Eso sería la peor pesadilla de Una: Maureen paseándose como un fantasma por su casa ordenada, fumando por todas partes y viendo películas antiguas.

– Eres un sol, Una -le dijo Maureen, dominando el tono de voz para que pareciera normal-. No sé cómo lo haces. Estamos todos locos y a ti parece que no te afecta.

Una sonrió, satisfecha de que Maureen la hubiera diferenciado de todos ellos.

– Pongamos música -dijo, y encendió la radio.

Se pusieron a cantar una canción pop alegre durante el resto del camino. Se inventaban las palabras y tarareaban las estrofas más difíciles para no tener que hablar entre ellas.

Maureen miró por la ventanilla y se dijo a sí misma que muy, muy pronto, tan pronto como acabara el asunto de Douglas, le diría a Una y a las demás lo que pensaba de ellas.

Una aparcó el coche frente al portal, puso el freno de mano, apagó el motor y se quitó el cinturón.

– No -le dijo Maureen-. No puedes subir conmigo.

Quería librarse de su hermana a toda costa. Si Una entraba en el piso y veía una sola gota de sangre, se echaría a llorar y Maureen tendría que ocuparse de ella y consolarla. Una llamaría a Alistair y le pediría que fuera hasta allí, puede que incluso llamara a Winnie y a George. Se quedaría allí un montón de horas.

Una la miró.

– ¿Por qué no?

– Bueno, la policía no te dejará entrar. Sólo me dejan a mí.

– ¿Por qué está la policía?

– Quieren que les enseñe la casa, así que no puedes entrar.

– Pero soy tu hermana.

– Ya lo sé, Una, pero no pueden dejar pasar a todo el mundo.

– Yo no soy todo el mundo -dijo Una, y sacó la llave del contacto y se la guardó en el bolsillo-. Soy tu hermana.

Una abrió la puerta del coche y puso un pie sobre la acera.

– Una -dijo Maureen con voz firme pero intentando no gritar-, no puedes subir.

Una volvió a meter el pie en el coche y miró a su hermana pequeña.