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– Maureen -dijo con solemnidad-, no voy a dejar que entres en esa casa sin que tengas a nadie a tu lado.

– Una -dijo Maureen, enfrentándose al tono santurrón de su hermana-. No voy a dejarte subir conmigo. La policía está en el piso y nuestra familia ya les cae bastante mal porque mamá estaba borracha y se puso a gritarles y porque nuestro hermano es un camello, así que no voy a poner en peligro la mínima relación que tengo con ellos para exigirles que te den permiso para entrar en la casa.

Una dejó escapar un suspiro profundo y sacudió la cabeza.

– ¿Y por qué no va a querer la policía que yo suba?

– Por si alteras alguna prueba que todavía no hayan encontrado.

– Pero soy tu hermana. Creo que no deberías entrar sola.

– No estaré sola, la policía estará conmigo.

– Por el amor de Dios -susurró Una mirando hacia arriba antes de cerrar la puerta del coche.

– Estaré bien -dijo Maureen, y cogió la bolsa de plástico con el contestador del asiento de atrás-. La policía está ahí dentro.

Se dieron un beso y quedaron en verse para comer en casa de Winnie el jueves, el día en que llegaba Marie.

Una observó a Maureen mientras ésta entraba en el vestíbulo con la bolsa en la mano. El vestíbulo estaba oscuro y vio cómo la pequeña sombra de Maureen subía el primer tramo de las escaleras y desaparecía al torcer. Se quedó quieta unos momentos y luego cogió el teléfono del coche y marcó el número de la doctora Louisa Wishart del Hospital Albert. Comunicaba. Colgó y pulsó el botón de rellamada. Seguía comunicando. Colgó el teléfono y miró hacia la ventana del rellano de Maureen, sopesando los pros y los contras de ir detrás de su hermana. Metió la llave en el contacto, puso el coche en marcha, quitó el freno de mano y el coche se adentró en la calle empinada.

Maureen subió las escaleras con angustia y aflojó el paso a medida que se acercaba a la última planta. Al ver la puerta de Jim recordó que había dejado la camiseta del Celtic en el suelo del armario de Benny. Deseó que Jim no le hubiera contado lo de la mirilla, no porque no le agradeciera la información sobre Benny, sino porque ya no podría estar en el rellano sin imaginarse a Jim, con su peinado inquietante y el jersey metido dentro de los pantalones, pegado a la puerta, espiándola. Maureen sacó la llave, la metió en la cerradura y dejó que la puerta se abriera.

La casa despedía un olor viciado y dulce que la agobiaba. Entró, cerró la puerta y dejó a Jim sin nada que observar. Dejó la bolsa en el suelo del recibidor, respiró hondo y giró el pomo de la puerta del salón.

A la luz directa del sol, la sangre se veía marrón. Era difícil encontrar un trozo de moqueta que no estuviera manchado. En el suelo había charcos oscuros y secos de la preciada sangre de Douglas; chorros de sangre procedentes de su yugular salían de las marcas circulares que señalaban la posición de la silla azul. Algún agente amable la había limpiado; estaba frente a la ventana, como si alguien se hubiera sentado en ella para admirar el paisaje.

Maureen cruzó con cuidado el suelo crujiente, utilizando los espacios. despejados a modo de pasaderas, y abrió la ventana de par en par para ventilar la habitación. Se sentó en la silla azul de Douglas porque tenía miedo y se fumó un cigarrillo junto a la ventana abierta al viento tempestuoso mientras esperaba que se le pasara el terror que le había producido la escena. Apagó el cigarrillo en el alféizar de la ventana, levantó la silla por el respaldo y la sacó al recibidor.

Apiló el contenido de la librería en el suelo y, montón a montón, colocó las cosas junto a la pared de la puerta de la cocina. Llevó la mesita del café a su cuarto y luego el televisor portátil, que le iba golpeando las piernas. Volvió al salón, desmontó la librería y la dejó junto a la puerta del baño. Sacó el viejo sillón de crin vegetal, pasando temerariamente las ruedas por encima de las manchas marrones de sangre seca.

Entró de nuevo en el salón vacío y se situó en el lugar señalado por las marcas de la silla. Miró a su alrededor y respiró el polvo seco y sangriento. Maureen sólo dejó en el salón el sofá con el salpicón de sangre a lo largo del brazo. No conseguiría quitar esa mancha; no sabía qué hacer con él. Podría tirarlo, pero entonces tendría que sentarse en el sillón de crin vegetal y era muy incómodo. No tenía por qué decidirlo en ese momento; tenía todo el día. Encontró el martillo en el armario de la cocina y, empezando por la parte del suelo junto a la ventana abierta, utilizó el extremo de los dientes para arrancar las tachuelas de la moqueta clavadas en los bordes junto a la pared.

Cuando sonó el timbre, Maureen ya había levantado una tercera parte de la moqueta alrededor del rodapié. Cerró la puerta del salón antes de asomarse a la mirilla. Un hombre joven, muy moreno, estaba frente a la puerta y sujetaba por el asa una caja pequeña de metal. Llevaba una camiseta que ponía «Armani» en el pecho, unos vaqueros y una chaqueta de ante amarilla. Se había hecho mechas rubias en el pelo que no le favorecían nada y que se volvían verdes a la luz del rellano. Llegaba dos horas tarde y parecía tener una resaca espantosa. Probablemente todavía no había pasado por casa. Maureen abrió la puerta.

– ¿Eres el cerrajero?

– Ajá -contestó él, entró en el caótico recibidor y se puso a manosear las cerraduras de la puerta.

– ¿Quieres una taza de té?

– No.

Maureen le dejó a lo suyo y se marchó a esconderse a la cocina. Quería acabar lo que estaba haciendo pero no podría entrar en el salón sin que él viera todo el desastre y no le apetecía dar explicaciones. Puso la tetera a calentar y abrió el armario de las tazas. Estaban todas revueltas. Las que casi nunca usaba estaban delante, algunas boca abajo, como se supone que deben colocarse las tazas. Abrió el armario de la comida y el cajón de los cubiertos: habían hecho lo mismo. La policía los había examinado y lo había tocado todo. Habían registrado la casa a conciencia. Notó que, de repente, le entraba pánico y se ponía roja de vergüenza. Fue a su cuarto y abrió la puerta del armario de la mesita de noche. Habían hecho un montón triangular con los tres vibradores rotos. El que tenía manchas de óxido de las pilas estaba en la parte de abajo con la tapa roja a un lado bien puesta. Había pensado en tirarlo muchas veces pero le daba vergüenza echarlo a la basura, como si los vecinos fueran a encontrarlo y a llamar a su puerta para exigirle, en masa, una explicación. Habían hojeado sus dos libros políticamente correctos de Nancy Friday sobre la masturbación. Maureen se sentó en la cama e intentó quitarle importancia a la situación, pero no pudo. Se tumbó y miró el suelo. El CD de Selector había desaparecido.

Volvió a la cocina e intentó convencerse a sí misma de que cuando se lo contara a Leslie, la historia se convertiría en una anécdota divertida. Se preparó un café.

Al cabo de un buen rato de estar perforando, el cerrajero entró en la cocina. Parecía cansado y estaba pálido.

– ¿Quieres ahora una taza de té? -le preguntó Maureen.

– No -dijo con un tono de voz inseguro como si estuviera a punto de vomitar-. Ya he terminado.

Maureen le pagó en efectivo y él le dio dos copias de la llave de la cerradura de seguridad y una del cerrojo. Cuando se marchó Maureen estrenó el cerrojo nuevo y se encerró en casa.

Volvió al salón y se encendió un cigarrillo. Lo sujetaba con los dientes mientras iba desclavando las tachuelas con el martillo. Levantó la parte de la moqueta de debajo de la ventana y fue enrollándola hasta la mitad de la sala. Pesaba mucho. La soltó y arrastró el sofá por encima de la moqueta doblada hasta los tablones desnudos. La última rueda se quedó atascada. Empujó el sofá y la moqueta empezó a desenrollarse. Se arrodilló para levantar la rueda atascada y echó una mirada a la habitación. En el zócalo había una gota de sangre seca en forma de lágrima; contra la pintura blanca, tenía un color rojo vitreo. Se acercó a ella gateando y se sentó a su lado. Apoyó la cabeza en la pared y la frotó con las uñas, una y otra vez, hasta que se volvió oscura.