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– ¿Está bien? -le preguntó susurrando para no molestar a su compañera adormilada-. Parece algo impresionada. Hacía tiempo que no la veía, ¿verdad?

– ¿Cuánto tiempo lleva así? -le preguntó Maureen también susurrando.

– Mucho. ¿De qué la conoce?

– De antes de que la ingresaran en el Hospital Northern.

– Dios mío -dijo la joven-. Parece que allí empezó a empeorar. Sufrió una especie de apoplejía.

– ¿De qué es esa señal que tiene en el tobillo?

– No lo sé. La tiene desde que la conozco.

– ¿Vino a verla un hombre hace poco? ¿De estatura media, unos cuarenta años y voz suave?

El rostro de la enfermera se iluminó.

– Sí -dijo-. Un tipo que se llamaba Douglas. Era pariente de Yvonne. Vino por asuntos de negocios.

– ¿De negocios?

– Sí -contestó la enfermera-. Fue a ver a Jenny al despacho y le pagó los gastos de Yvonne de los próximos seis meses. ¿Le conoces?

– De vista -dijo Maureen.

La paciente adormilada se dio por vencida y dejó caer la cabeza a un lado.

– Será mejor que lleve a Precious a la cama -susurró la enfermera.

No se veía capaz de coger el autobús. Paró un taxi y le dijo al taxista que la llevara a la tienda del señor Padda, un supermercado con licencia para vender alcohol que había en la esquina de su casa. La policía había interrogado al señor Padda: le habían preguntado si el martes de la semana anterior había visto a alguien cubierto de sangre bajando por la carretera.

– ¿Vio a alguien, señor Padda?

– No, querida -dijo y sonrió a Maureen-. Los sábados, sí, muchas veces, pero los martes, no.

Maureen compró media botella de whisky y cigarrillos.

Cuando entró en la cocina destapó la botella y la cerró sin haber tomado un trago. No le apetecía.

Fue al salón, desclavó las pocas tachuelas que quedaban en la moqueta, la enrolló y la levantó con grandes esfuerzos para apoyarla contra la pared. Incluso el aislante de la moqueta estaba cubierto con la sangre de Douglas. Sacó dos bolsas negras de un cajón de la cocina y las llenó con trozos de aislante que iba arrancando a tirones llenos de rabia.

A las once de la noche había dejado el suelo desnudo. Llevó la botella de whisky y un vaso al salón, se sentó a oscuras en el suelo con la espalda contra la pared, y miró lo que quedaba de Douglas: tres metros de moqueta empapada de sangre.

Se bebió el whisky demasiado rápido y empezó la caja de bombones de Yvonne mientras dedicaba un recuerdo llorón y solitario a la memoria de Douglas, e iba evocando cronológicamente aquellos hechos que conocía de su vida. Rememoró su primer día de colegio, cuando se había pasado tres horas llorando hasta que Carol lo había llevado a casa; el intercambio en Dinamarca en su cuarto año de carrera, donde había conocido a una chica alemana y se había enamorado por primera vez; la muerte de su padre, que no le había afectado; el día en que se había licenciado y cuando había obtenido la plaza que tanto había codiciado en un curso de Psicología clínica; su matrimonio con Elsbeth; su primera noche en la cama de Maureen, mientras su pobre esposa debía de estar tumbada sola y despierta, preguntándose dónde estaría su marido a las cuatro de la madrugada, habría supuesto bien y habría llorado; su fin de semana perdido en Praga; su lamentable antipatía por la gente con la que trabajaba; y sus numerosas aventuras ilícitas.

Maureen se sirvió lo que quedaba de whisky en el vaso y lo alzó para brindar con la moqueta enrollada contra la pared.

– Por Douglas y su miserable y deshonesta vida -dijo y se encogió. Cuando se está con gente educada, hablar como Bette Davis siempre significa que ha llegado la hora de dejar el vaso e irse a la cama.

Eso fue lo que hizo.

25. El Thistle

La pasaron con las taquillas de la parte trasera.

– ¿Liz?

– ¡Maureen! Dios mío, te has metido en un buen lío. ¿Por qué no has presentado la Baja?

Maureen se había olvidado. Llevaba una semana y media sin ir a trabajar y no se había acordado de mandar la Baja que le había dado Louisa.

– Va a echarte -dijo Liz-. Te he estado llamando para contártelo. Si tienes la hoja todavía puedes presentarla.

La última vez que Maureen había visto la Baja fue en casa de Benny la noche que comieron filete.

– Debo de tenerla en algún sitio -dijo Maureen-. Pero no estoy segura de dónde.

– Pues encuéntrala -le dijo Liz.

– Lo haré, Liz. Bueno, ¿cómo estás? ¿Vas a demandar al periódico?

Liz le dijo que no iba a tomarse la molestia. Había llamado al periódico y habían publicado una disculpa en la página doce.

– Escúchame -le dijo Liz-, presenta la Baja. Si te echan por no venir al trabajo no cobrarás el Paro.

Alguien aporreó la puerta de Maureen.

– Joder, ¿en serio? -dijo mientras sujetaba el teléfono entre el hombro y la oreja, y se inclinó para observar por la mirilla. McEwan y McAskill estaban en el rellano. McAskill fruncía el entrecejo y se sacudía las gotas de lluvia del impermeable, abriendo y cerrando las solapas. McEwan llevaba un abrigo de lana negro, largo hasta los pies, y un sombrero del mismo color.

– Te diré qué haremos -dijo Liz-. Le diré que te ha dado otra crisis y veremos lo que hace, ¿vale?

– Perfecto, Lizbo.

Comprobó que tuviera los pantalones abrochados y se arregló el pelo antes de abrir la puerta. McEwan se quitó el sombrero y le dijo, oficiosamente, que Martin Donegan había desaparecido del Hospital Northern en mitad de su turno del sábado. Estaban investigando un fallo en la seguridad del hospital, creían que la desaparición de Martin tenía algo que ver con ello y alguien había visto allí a Maureen.

Maureen abrió la puerta para que pasaran al caótico recibidor. Algo había tenido que pasar para que Martin desapareciera. Algo debía de haberle asustado. O algo peor. Intentó recordar lo que Martin le había dicho y lo que ella le había prometido que no diría.

McAskill evitaba visiblemente mirarla a los ojos. Pasó con cuidado por encima de un montón de libros y se situó junto a la puerta del salón.

– Así que ha quitado la moqueta -dijo McEwan, que había mirado dentro del salón pasando por delante de McAskill. Su mirada se posó en el bodegón de desenfreno que yacía en el suelo: la botella de whisky y la caja de bombones.

– Sí -dijo Maureen-. La he arrancado.

– Hubiera tenido que hacerlo de todas formas -dijo McAskill con timidez-. No es fácil de limpiar. Normalmente siempre quedan restos de manchas.

McAskill se dirigió al recibidor pasando por delante de McEwan sin levantar la mirada del suelo y con la espalda pegada a la pared. Se dio cuenta de que Maureen le miraba y se sonrojó un poco.

Martin había desaparecido y Maureen no sabía qué hacer. Si consiguiera quedarse sola diez minutos quizá podría pensar en algo.

– ¿Tiene que guardar la moqueta hasta que los del seguro vengan a verla? -le preguntó McAskill señalando el salón.

– No -dijo Maureen-. Tardarán en venir. La tiraré a la basura.

– Nosotros la bajaremos, si quiere, para que no le estorbe.

– Gracias, Hugh -dijo Maureen, y le tocó el hombro, pero aun así no la miró.

McEwan no estaba tan dispuesto a ayudar.

– Pero llevo el abrigo bueno -dijo.

– Te ayudaré a quitártelo -susurró McAskill. Se miraron unos segundos.