– Vengan -dijo Maureen para acabar con el asunto y les hizo pasar a la cocina.
Martin había insistido mucho en que Maureen le prometiera que no le diría nada a nadie sobre lo ocurrido en la sala Jorge I. La única razón por la que se lo había contado había sido porque ella le había convencido de que estaría a salvo. Maureen agitó la tetera para comprobar el agua que había y la encendió mientras rezaba a un vacío desolador para que no le hubiera pasado nada malo a Martin, para que estuviera en su pequeño refugio leyendo el periódico.
McEwan se sentó en la silla más cómoda y extendió las macizas piernas alrededor de la mesa diminuta, ocupando más espacio del que debería. La cocina de Maureen era incluso más pequeña que la de Jim: con tres personas ya estaba uno apretujado y McEwan y McAskill eran corpulentos. Le indicó a McAskill que se sentara a la mesa en la única silla libre. Él le dijo que no con la cabeza, se quedó de pie detrás de McEwan y apoyó el trasero en la encimera. Durante unos segundos terribles, a Maureen le vino a la mente la imagen de los libros pornos, pero McAskill ya se hubiera sentido incómodo antes si ésa era la razón para evitar mirarla. Las víctimas de incesto, por supuesto. Con discreción, Maureen le dio un golpecito con el pie a McAskill y le guiñó el ojo cuando éste levantó la mirada para que supiera que no pasaba nada. Él se miró los zapatos y soltó una risita de alivio.
– ¿Por qué fue allí? -le preguntó McEwan.
– ¿Al Northern?
– Sí -dijo él, y cerró los ojos despacio conteniendo su impaciencia-. Al Northern.
Parecía tener la necesidad de ser especialmente desagradable con Maureen ahora que estaban en su casa, como si su autoridad se viera amenazada al estar en terreno ajeno.
– Volví al Northern como parte de mi terapia y le pidieron a Martin que me enseñara el hospital de nuevo. Pueden preguntárselo a Louisa Wishart. Ella llamó y le pidió que se reuniera conmigo.
Maureen cogió los cigarrillos de la mesa y se encendió uno.
– La mañana es la peor hora del día para fumar -dijo McEwan.
– Entonces no fume -dijo Maureen-. ¿A qué hora se dieron cuenta de que Martin no estaba?
– Le vieron por última vez el sábado a las dos. Luego ya nadie volvió a verle durante el resto de su turno y no ha vuelto a casa.
– Su esposa está muy preocupada -añadió McAskill.
Su mujer no le había visto, Martin no había vuelto a casa. No podía quedarse en el refugio todo un día, imposible.
– A las dos… Eso es un par de horas después de marcharme yo.
– ¿A qué hora se fue?
– Sobre las doce.
– ¿Adonde fue luego?
– Quedé con una amiga.
El agua hirvió y Maureen cogió una taza del armario, la llenó y echó el café instantáneo directamente del bote. Le había asegurado a Martin que estaría a salvo. Le había convencido. Removió el contenido de la taza para que el café se mezclara con el agua y se sentó frente a McEwan.
– ¿Le dijo Martin si iba a marcharse a algún sitio? -le preguntó.
Los Jags, claro.
– Oh, Dios mío, me habló de un partido que el Thistle jugaban ayer en Francia. ¿Contra el Meta o el Mezcla?
McAskill la corrigió.
– Contra el Metz -dijo, y sonrió orgulloso como lo hacen los hombres cuando hablan de su equipo de fútbol. Por eso no le había importado una mierda cuando Maureen había dicho que era católica. McAskill era seguidor del Thistle.
– Eso es -dijo Maureen-. Martin me dijo que el autocar salía dos horas antes de que acabara su turno y que por eso no podía ir al partido. Quizá cambió de opinión.
McEwan cogió su móvil y preguntó el número a información. Llamó a las oficinas del Partick Thistle, pidió hablar con el responsable de los aficionados que se habían desplazado a Metz en autocar. Le dieron el teléfono del lugar donde trabajaba el tipo y llamó. Se puso a mirar por la ventana de la cocina mientras esperaba a que atendieran su llamada.
El día era gris. Las nubes estaban tan bajas que Maureen podía ver pequeñas masas de niebla que se aferraban a los tejados de abajo.
– Tiene una buena vista desde aquí -dijo McEwan.
– Sí, es bonita -dijo Maureen, y bebió un poco de café, contenta.
El responsable le dijo que comprobaría la lista de pasaportes para ver si el nombre de Martin figuraba en ella y que llamaría a McEwan.
Maureen sonrió para sí misma. Podía ser que Martin estuviera sentado en un autocar en algún sitio de Francia, cantando los himnos de los Jags y rodeado de viejos amigos y de bufandas rojas y amarillas, de sombreros y de jerseis. Se formó una imagen detallada de la situación, intentando convencerse de que había una explicación posible, quizás incluso una explicación probable, pero sabía que no era así. Martin le había hecho prometer que no contaría nada a nadie.
Para McAskill y McEwan ya era la hora de almorzar y, para Maureen, la de desayunar. Ella sugirió que bajaran la calle de la colina y fueran al Café Equal a comer algo. Quería estar cerca de McEwan hasta que llamara el responsable de los aficionados del Thistle.
– Entonces bajaremos la moqueta -dijo McAskill y se apartó de la encimera. Pasó con cuidado por encima de los montones de libros que estaban en el caótico recibidor y entró en el salón-. Coge ese extremo -le dijo a McEwan mientras sujetaba la moqueta enrollada entre sus brazos y dejaba que se deslizara horizontalmente en el suelo.
La negativa de McEwan fue sutil.
– No.
– Sólo será un minuto.
– Llevo el abrigo bueno.
McAskill siguió agarrando su extremo de la moqueta y la arrastró por el salón hasta la puerta, dejando un rastro marrón de polvo ensangrentado. Maureen entró un momento en su cuarto y se calzó las botas. Puso dinero y las llaves nuevas en el bolsillo de su abrigo y se lo dio a McEwan mientras pasaba por encima de la moqueta enrollada y cogía el extremo suelto que todavía estaba en el salón. McAskill abrió la puerta y salió al rellano.
– No debería hacerlo usted -le dijo.
McEwan gruñó unas palabrotas y se hizo a un lado para quitarse el abrigo.
– Suéltela -le dijo a Maureen.
– Puedo hacerlo yo, Joe -le dijo ella.
– Suéltela -dijo con firmeza.
– Yo puedo -dijo Maureen-. Ya he levantado otras cosas antes.
Pero la moqueta pesaba mucho más de lo que ella había imaginado. Estaba enrollada holgadamente y era difícil de sujetar.
McAskill estaba pegado contra la puerta de Jim Maliano y el otro extremo de la moqueta todavía estaba dentro del piso.
– ¿Podemos doblarla? -preguntó Maureen.
– Sí -dijo McAskill, y se preparó para hacerlo-. Empújela.
Maureen empujó con fuerza e hizo que la moqueta se doblara ligeramente por el medio. Se hizo a un lado y bajó el primer escalón.
– Espere -dijo McEwan y salió también al rellano-. Yo lo haré.
– Puedo sola -dijo Maureen, intentando que no se le notara en la voz lo mucho que pesaba la moqueta-. Cierre la puerta con llave. Está en el bolsillo.
McAskill y Maureen bajaron las escaleras haciendo un gran esfuerzo, y salvaron los giros del descansillo doblando la moqueta y moviéndola hacia un lado. McEwan cerró la puerta y les siguió malhumorado. La moqueta empezó a curvarse por su propio peso, se hundió por la mitad y rozó el suelo, lo que la hizo más pesada. A Maureen se le escapaba de las manos y el peso hacía que se le doblaran las uñas hacia atrás. Dieron la vuelta en el rellano de la planta baja y sacaron la moqueta por la puerta trasera. Cuando salieron, los dos estaban sudando. La lluvia fría mojó la frente caliente de Maureen a medida que bajaba tambaleándose los últimos peldaños que llevaban a los cubos de basura. McAskill tenía la cara roja y llena de manchas. Se encorvó hacia adelante para dejar la moqueta en el suelo y su cabeza quedó muy cerca de la de Maureen. Tenía las pestañas largas y oscuras y los poros de la nariz abiertos.