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– Encontré una mancha en el armario -le dijo Maureen mientras sacudía las manos doloridas.

– ¿Sí? -dijo McAskill resollando.

– Sí.

McAskill se limpió el abrigo y se frotó las manos.

– ¿Qué era, Hugh?

– ¿Qué era el qué?

– ¿Qué era lo que había en el armario?

– No puedo decírselo, Maureen.

– ¿Porqué?

– Lo necesitaremos para identificar al asesino. Si se filtra la información, no podremos utilizarla.

– Seguro que habrá otras pruebas que puedan utilizar. No diré una palabra. Sé mantener la boca cerrada, se lo prometo.

McAskill la miró con desconfianza.

– ¿Por qué le da tanta importancia?

McEwan apareció por la puerta con el abrigo de Maureen.

– ¡Vamos! -gritó.

– Le doy importancia porque vivo allí -dijo Maureen. McAskill dejó escapar un suspiro y se limpió las manos-. Porque se trata de mi casa-siguió ella.

McAskill se volvió hacia la entrada.

– No puedo decírselo -dijo en voz baja-. Lo siento.

Se dirigió hacia donde estaba McEwan, con la cabeza gacha para evitar la lluvia, y dejó a Maureen junto a la moqueta ensangrentada. Los dos estaban empapados.

McEwan la miró.

– ¡Vamos! -le gritó en un tono desagradable-. No tenemos todo el día.

– Capullo de mierda -susurró Maureen para sí misma.

Maureen y McAskill pidieron el desayuno especial y McEwan, una ensalada. Cuando la camarera trajo los platos equivocados, McEwan la mandó a buscar lo que habían pedido. La cojera y la depresión de la mujer iban empeorando visiblemente cada vez que regresaba a la mesa y McEwan se estaba enfadando más y más. Cuando por fin le sirvió la comida correcta, se trataba de una ensalada muy escocesa: un plato rebosante de hortalizas mustias. McEwan se quedó mirándola con tristeza un buen rato antes de intentar comérsela.

Tenía el móvil sobre la mesa, metido en una funda negra de piel suave. Maureen no le quitaba la vista de encima y deseó que no sonara para comunicarle que estaba equivocada, que Martin no estaba en el autocar con sus amiguetes, bebiendo cerveza y riéndose como un descosido.

El desayuno especial consistía en un huevo frito poco hecho, un bollo de patata, morcilla, salchicha troceada, champiñones, tomates fritos y bacon. Maureen comió en silencio haciendo varias combinaciones: mojó la salchicha en la yema del huevo, cortó un trozo de morcilla y lo acompañó con puré, y luego hizo lo mismo con la clara del huevo y los champiñones, pero nada de lo que comía le gustaba, y no le estaba sentando bien. La mujer de Martin estaba preocupada. No la había llamado para decirle que se iba a Metz. Maureen tuvo la sensación de que hacía años que no disfrutaba comiendo.

Cuando estaban terminando de comer, sonó el móvil. Martin no había subido a ninguno de los autocares. Había desaparecido en toda regla.

Maureen cedió y les contó lo sucedido en la sala Jorge I. McEwan se puso furioso.

– Creía que me había dicho que me contaría todo lo que supiera -le dijo a Maureen.

– Martin me dijo que no quería que se lo contara a nadie. Tiene un pequeño refugio en el sótano del hospital.

– Me importa una mier… un rábano lo que le dijo que hiciera -dijo McEwan después de corregir sus palabras a media frase-. Debería habérmelo dicho el otro día.

– El otro día usted no quería hablar de nada conmigo. ¿Podemos ir a mirar en el refugio?

McEwan se apoyó pesadamente en la mesa y la miró. La tensión se reflejaba en sus ojos.

– Yo se lo habría contado -dijo McEwan despacio.

– Ya -dijo Maureen, que estaba mucho menos interesada en el humor de McEwan que el propio McEwan-. Pues se lo digo ahora. Veamos, hay semejanzas entre cómo mataron a Douglas y cómo violaron a las mujeres. Le ataron igual que a ellas y él había estado haciendo preguntas sobre los abusos que habían sufrido. Se corrió la voz en el hospital, todo el mundo lo sabía.

– ¿Y por qué iba Douglas haciendo preguntas?

– No lo sé -dijo Maureen y se puso el abrigo, ansiosa por ir al Northern-. Quizás estaba furioso.

McEwan puso los cubiertos con cuidado sobre el plato medio vacío, poniendo en equilibrio el tenedor encima del cuchillo, y se limpió la boca dándose pequeños toquecitos con una servilleta. Maureen no se había dado cuenta de lo vanal que era McEwan hasta que le vio comer. Éste miró a la camarera para atraer su atención y le indicó con la mano que les trajera la cuenta.

– ¿Y qué tiene que ver todo esto con el hecho de que Martin Donegan haya desaparecido?

– Martin lo sabía todo. Él fue quien dijo que había semejanzas entre un suceso y otro.

– Vamos a dejar las cosas claras -dijo McEwan, clavando la mirada en ella y reclinándose en su asiento-. Volvió al Northern como parte de su terapia y, de forma espontánea, Martin Donegan, se puso a revelarle información potencialmente vital acerca de la muerte de Douglas Brady.

– Sí. ¿Podemos ir a buscarle?

McEwan se inclinó hacia adelante.

– Señorita O'Donnell -dijo en voz baja-, si descubro que está interfiriendo en la investigación y. que interroga a los testigos antes de que nosotros lleguemos a ellos, me enfadaré, y mucho. ¿Me ha entendido?

– Sí -dijo Maureen impaciente.

– Podría tener que enfrentarse a un proceso penal.

– Sí, ya lo sé -dijo Maureen y se levantó-. ¿Podemos irnos, por favor?

McEwan se la quedó mirando unos segundos.

– ¿Adonde cree que ha ido Martin Donegan?

– No lo sé -le contestó nerviosa Maureen-. Tiene un lugar secreto en alguna parte del hospital. Creo que me habrá dejado alguna nota.

Bajaron en el ascensor hasta el sótano. Al salir, Maureen torció a la izquierda y acabaron en la cocina subterránea del hospital. Alrededor de una cinta transportadora con platos encima, había diez mujeres que llevaban una redecilla azul en el pelo y batas blancas. A medida que los platos llegaban al puesto que ocupaba cada mujer, ellas les echaban encima porciones individuales de comida que sacaban de calderos de metal. Cuando Maureen y los dos policías corpulentos cruzaron las puertas de vaivén, las mujeres de la cocina se los quedaron mirando de arriba abajo. Los dos grupos se observaron unos segundos. Bandejas con platos vacíos pasaron de largo; sólo una de las mujeres prestaba atención a su trabajo y seguía echando frenéticamente patatas hervidas sobre la cinta.

– Me he equivocado de camino -dijo Maureen entre dientes, y dio marcha atrás.

Maureen volvió sobre sus pasos, se dirigió al ascensor y les condujo por la rampa. Encontró el pasillo correcto y lo reconoció por la brisa que traía el olor de la cocina. Estaba oscuro porque el fluorescente que antes parpadeaba había dejado de funcionar. Sólo la luz procedente de la esquina rompía la oscuridad. Por pura intuición, abrió una puerta de madera y se encontró con el cuarto en forma de L. Oyó el ruido del motor detrás de la pared lejana.

– Es aquí -dijo Maureen.

McAskill siguió a Maureen, que se dirigió detrás de la pequeña montaña de bolsas de basura situadas al fondo de la habitación. McEwan se quedó mirándolos indeciso en la entrada.

– Vamos -le llamó Maureen-. Venga, es bastante seguro. Por aquí hay una puerta pequeña.

McAskill le indicó con la mano que se acercara y ambos siguieron a Maureen por detrás de las bolsas. Sus ojos fueron acostumbrándose poco a poco a la oscuridad. Maureen empujó la puerta del refugio para intentar abrirla pero no pudo.

– Antes no estaba cerrada -dijo ella.

McAskill golpeó con fuerza la puerta con la palma de la mano. La parte superior cedió unos diez centímetros aunque volvió a cerrarse en cuanto McAskill dejó de empujar, pero la parte inferior de la puerta no se abrió lo más mínimo. Parecía que algo la presionaba desde el interior. McAskill la empujó con las dos manos y consiguió abrirla un poco.

– Hay algo que la está atascando -dijo el policía y dio una patada a la parte inferior de la puerta.