Maureen se colocó perpendicularmente a la puerta y deslizó el brazo por la pared del refugio. Estaba caliente y polvorienta, como la piel recubierta de talco. Encontró el interruptor de la luz y lo pulsó.
Martin estaba tumbado en el suelo. Sus pies habían bloqueado la puerta y los golpes de McAskill los habían empujado hacia un lado y ahora tenía las piernas torcidas y en una posición extraña. Maureen creyó que estaba boca abajo, que le estaba viendo la parte posterior de la cabeza, hasta que vio el brazalete de cobre. Tenía la mano izquierda sobre la barriga y los dedos cerrados en un puño menos el índice que lo tenía extendido con toda naturalidad. La cara y la parte superior del pecho estaban irreconocibles. Eran un revoltijo de tiras de carne y contusiones moradas. Le habían arrancado la cara. El suelo de hormigón estaba negro y plateado e inundado de sangre dulzona.
Maureen sufrió un espasmo, los ojos se le abrieron mucho y le obligaron a ver la peor parte de la escena. Empezó a emitir unos sonidos desapacibles y le costó respirar con normalidad hasta que McAskill la agarró fuerte por la nuca e hizo que apoyara la cara contra su pecho.
Maureen no podía dejar de llorar. Alguien le había dado unas pastillas, pero sólo le paralizaron la cara e hicieron que no pudiera cerrar la boca. Tenía los ojos anegados en lágrimas como una cornucopia rebosante de fruta. No dejarían que se marchara hasta que fuera capaz de hablar otra vez. Estaba sentada a una mesa, en el triste despacho de la planta baja de la comisaría de Stewart Street, entre las cuatro paredes llenas de planos y archivadores grises, y mirando la puerta. Junto a ella, había una apertura de ventilación ruidosa de la que salía un aire templado y que le calentaba las pantorrillas. Oía cómo el silbido se adueñaba de la habitación. La piel de las piernas empezó a escocerle. Esperó a que le doliera y entonces se apartó de la dirección del calor.
No sabía cuánto tiempo llevaba allí pero, poco a poco, las lágrimas dejaron de asomarse a sus ojos y se sintió capaz de hablar. Se levantó, algo temblorosa, cruzó la sala, abrió la puerta y miró fuera. Sentado en una silla junto a la puerta, había un policía de uniforme.
– ¿McEwan?
McEwan entró. Estaba pálido y enfadado.
– Venga -le dijo él, y le indicó que saliera del despacho y le siguiera. Caminaba delante de ella, guiándola por las escaleras, a través de las puertas cortafuegos hacia el pasillo desorientador del suelo de linóleo espantoso. El policía de uniforme iba detrás de ella. McEwan abrió la puerta de la sala de interrogatorios y se hizo a un lado-. Pase -le dijo, y Maureen entró.
No-se-qué McMummb estaba sentado junto a la grabadora. McEwan le hizo una señal con la cabeza y McMummb puso en marcha el aparato.
– ¿Dónde estaba el sábado después de las dos de la tarde? -le preguntó McEwan.
Maureen tuvo que hacer un gran esfuerzo para hablar. Las palabras se arremolinaron en su mente durante una eternidad antes de que pudiera reunir la energía suficiente para mover los labios y pronunciarlas.
– Con una amiga -dijo al fin.
– ¿De quién se trata y dónde se encuentra?
– Siobhain McCloud. Está en el Centro de Día de Dennistoun. Pero primero tengo que hablar con ella. Le pedí que no hablara con la policía.
– Vaya -dijo McEwan-. Hablará con nosotros.
– No lo hará.
– Creo que sí -dijo McEwan, y Maureen se echó a llorar de nuevo.
Inness entró en el despacho gris. No la miró.
– Tendrá que ir a hablar con ella.
Maureen volvió a subir a la primera planta y a cruzar el pasillo estrecho y entró en una sala de interrogatorios en la que aún no había estado. Era idéntica a las demás, pero la ventana era mayor. Siobhain estaba sentada a la mesa en el extremo más alejado de la puerta. Se la veía enorme fuera del Centro de Día: llevaba unos pantalones anchos de nailon rojos atados a la cintura y una camiseta de un Smiley que ponía «Glasgow es mil veces mejor». Tenía los ojos muy abiertos y sonreía. Parecía extrañamente presente: cuando Maureen había hablado con ella siempre la había tenido de espaldas o de lado. Era la primera vez que se veían sin que un televisor ruidoso les hiciera de carabina.
– Hola -dijo Siobhain.
Maureen se sentó de lado en una silla y presionó sus rodillas contra los muslos gordos de Siobhain. Esta alargó despacio la mano hacia su bolsillo y sacó un paquete de pañuelos de papel. Se colocó uno alrededor del dedo y le secó las lágrimas a Maureen, casi sin tocarle la piel con el pañuelo. Maureen cerró los ojos doloridos y sintió el olor a leche del aliento de Siobhain en sus párpados.
– Así -dijo Siobhain-. Ahora puedo devolverte el favor.
Levantó las manos poco a poco para colocarlas a cada lado de la cabeza de Maureen y le cogió las orejas. Le sacudió la cabeza con suavidad y le sonrió otra vez. Maureen le sonrió a pesar de lo mal que se sentía, pero se echó a llorar de nuevo.
– Diles dónde estaba el sábado por la tarde -dijo y se sorbió la nariz.
Siobhain se volvió hacia McEwan.
– Vino a verme.
– ¿A qué hora llegó? -le preguntó McEwan.
– Llegó cuando en la tele ponían Colombo, justo después de que la actriz de Hollywood estropeara la fiesta. Se quedó hasta que terminó Howard's Way.
McEwan mandó a Inness a comprobarlo. Maureen reparó en que McEwan no había apagado la grabadora.
– Esto es lo más interesante que me ha pasado en años -le dijo Siobhain a un McEwan totalmente indiferente.
Inness reapareció y McEwan ordenó a Maureen que volviera al despacho gris de la planta baja. Llevaba allí lo que a ella le pareció al menos una hora cuando McEwan entró a buscar unos papeles. No la miró.
– ¿Cree que podrá comer algo? -le preguntó.
– No.
– Tenemos que hablar sobre cómo vamos a protegerla, Maureen. Hay muchas posibilidades de que ahora usted se haya convertido en un objetivo. Voy a darle un aparato con el que podrá avisarnos si está en peligro. Puede…
– ¿Por qué estoy aquí todavía? -le preguntó.
– Queremos hablar con usted cuando hayamos acabado de interrogar a la señorita McCloud.
– ¿Por qué están aún interrogándola?
– Fue paciente de la sala Jorge I del Hospital Northern.
– No pueden hacerle preguntas sobre lo ocurrido allí, Joe.
– ¿Porqué?
– Porque no. No les ha contado nada, ¿verdad? No puede hablar de ello. Hace que su estado empeore.
– Bueno, me parece que está hablando. No soy yo quien la interroga sino la sargento Harris, que es una mujer.
– No lo entiende. Da igual que lo haga una mujer.
McEwan se mostraba impasible.
– ¿Por qué no deja que nosotros nos ocupemos? ¿Tiene hambre?
– No, no tengo hambre, joder.
26. Acido
Los ruidos de la comisaría se apagaron y el despacho se quedó en silencio. Ya no se oía el silbido y habían parado la calefacción. A medida que el calor opresivo de la tarde fue desapareciendo, la mesa de madera y la silla se encogieron y empezaron a soltar gemidos suaves y crujidos sonoros. Fuera, estaba oscureciendo.
La puerta se abrió de repente y McEwan entró. Se quedó de pie junto a la mesa y se puso a jugar con un lápiz roto, mordiendo el extremo partido.
– Ya puede marcharse -le dijo despacio y en voz baja-. Quiero que colabore con nosotros. Tenemos que protegerla. Esto es un aparato de alarma -dijo mientras ponía encima de la mesa una pequeña caja gris del tamaño de un paquete de tabaco-. Funciona como un busca. Si aprieta este botón, nos podrá avisar y un coche patrulla llegará donde usted esté en unos minutos. Cójalo.
Se lo acercó empujándolo por la mesa.
– ¿Qué les ha dicho Siobhain? -le preguntó Maureen.