– ¿Adonde vamos?
Siobhain parecía que no se había dado cuenta de que Leslie la había tocado.
– Siobhain va al Centro de Día -dijo Maureen-. Te acompañaremos -añadió dirigiéndose a Siobhain por si ésta pensaba que estaba hablando a sus espaldas.
Llegaron a la entrada principal y Siobhain entró sin darse la vuelta para mirarlas.
– ¿Está bien, Mauri?
– No lo sé -contestó ella-. Parece que está mejor pero no sé cómo está normalmente.
Maureen esperó un minuto y entró tras Siobhain en el Centro de Día. La recepcionista antipática volvía a estar sentada a la mesa. La cara se le iluminó sólo un instante cuando vio a Maureen.
– Hola -dijo Maureen-. ¿Has visto a la chica que acaba de entrar?
– ¿La gorda? -dijo la mujer en un tono despectivo.
– Sí. Sufrió un shock y me preguntaba si podrías vigilarla, sólo para controlar que no vuelve a sentirse mal o algo así.
La mujer suspiró.
– Bueno, está bien -dijo de mala gana.
– Llamaré más tarde para ver cómo está -dijo Maureen cuando salió.
– Oye -le dijo Leslie-. Me quedan días libres por coger en el trabajo. Podría pedir fiesta hoy y llevarte a dar una vuelta por ahí, si quieres.
– No, tengo que ir a la comisaría. Puede que me pase allí un buen rato.
El Ford azul siguió a Maureen hasta la parada, dobló la esquina y esperó a que cogiera el autobús.
27. Gurtie
McEwan estaba en lo alto de las escaleras y le indicó con la mano que subiera. Llevaba un traje azul de seda caro y una camiseta blanca debajo.
– Corrupción en Miami -dijo Maureen, señalando el traje, y antes de que las palabras salieran de su boca supo que era un error hacer ese comentario.
Maureen le siguió hacia la sala de interrogatorios. Cara a cara, McEwan parecía tan tiránico y seguro de sí mismo como siempre, pero mientras se dirigían a la sala, Maureen le sorprendió mirándola un par de veces para comprobar cómo estaba, como si tratara de juzgar cómo iba a comportarse Maureen con él. Era desconcertante. El McEwan que ella conocía hasta el momento no se rendía ante el humor de los demás: decidía adonde quería ir y simplemente arrasaba con todo, como un Godzilla con traje, convencido de que él era el protagonista de la película y que el resto de la gente eran simples extras.
McEwan abrió la puerta de la sala de interrogatorios y se hizo a un lado para que Maureen entrara sin que tuviera que decírselo.
Hugh McAskill estaba de pie, modesto, junto al radiador. La saludó con la cabeza. McEwan se sentó en su silla habitual y puso en marcha la grabadora.
– Muy bien, Maureen -dijo en voz baja-. Quiero que me cuente todo lo que sepa sobre lo ocurrido en la sala Jorge I.
Sacó un paquete de cigarrillos Superdelux bajos en nicotina y alquitrán y le ofreció uno a Maureen. No le gustaban pero cogió uno para ser amable.
– Les he contado todo lo que sé.
McEwan encendió un cigarrillo con un mechero no recargable que puso luego delante de ella. Sacó el humo y le entró en los ojos.
– No es verdad -dijo con tranquilidad, mirándola mientras se frotaba el ojo derecho con los dedos.
Maureen encendió el cigarrillo y volvió a dejar el mechero encima de la mesa, cerca de McEwan.
– Sí que es verdad.
McEwan sacó una fotocopia tamaño din A4 de debajo de sus papeles.
– Hemos encontrado esto -dijo mientras le acercaba la hoja.
Era la lista que Martin le había dado, pero no estaba escrita a bolígrafo sino a carboncillo. Había un par de nombres que no se leían bien porque había trozos donde las letras de las palabras estaban difuminadas. «Shan Ryan» era «Sno Ruom»
– Encontramos esta hoja en un bloc que Martin guardaba en un cajón -dijo McEwan-. Es una lista. Escribió el nombre de usted arriba del todo. ¿De qué es esta lista?
– Del personal médico que trabajaba en la sala Jorge I cuando se produjeron las violaciones.
McEwan esbozó una sonrisa de descontento.
– ¿Por qué se la daría a usted?
– Quería que yo se la entregase a la policía.
– ¿Y por qué no lo hizo?
– No tuve ocasión.
– Maureen -dijo McEwan mirándola con una expresión cansada y desesperada en los ojos-. Ya no vamos a por su hermano, ¿de acuerdo? Y sabemos que no fue usted. Sé que hemos tenido nuestras diferencias en el pasado pero ahora tiene que colaborar conmigo. ¿Lo entiende?
Maureen se quedó callada y miró su cigarrillo. Sería maravilloso poder delegar en la policía y retirarse, declinar la responsabilidad y dejar que McEwan hiciera todo el trabajo, que fuera él el responsable si mataban a alguien más. Pero pensó en Yvonne y en la señal de su tobillo; en la pobre Iona, ya muerta; en Siobhain; y supo que no podía dejárselo a la policía, que eso sería un acto de cobardía, que ellos todavía harían más daño a las mujeres. McEwan no había ni preguntado cómo se encontraba Siobhain.
– Me llamó su vecino de Garnethill.
– ¿Cuál? -preguntó Maureén mirándole e intentando adivinar lo que él ya sabía.
– El que vive enfrente de usted -dijo McEwan-. El italiano.
– Bien -dijo Maureen-. ¿Por qué?
– Vio a su amigo Brendan Gardner actuando de forma sospechosa cerca de su casa. ¿Le pidió usted que fuera a su piso por algo?
– ¿Hoy?
– No, ayer hizo una semana. ¿No se lo pidió?
Maureen negó con la cabeza.
– No, no se lo pedí.
– ¿Su amigo bebe?
Maureen no quería que sucediera esto: hubiera hecho lo que hubiera hecho Benny, no quería estar allí, delatándolo a la poli como si sólo se tratara de un tipo que ella conocía.
– No -contestó Maureen-. Ya no bebe. Hace tres años que no prueba el alcohol.
Maureen debía de parecer preocupada porque McEwan se atrevió a inclinarse sobre la mesa y darle una palmadita en la mano.
– No vamos a ficharle -dijo McEwan-. Sólo preguntamos. Tenemos que hacerlo.
– ¿Qué quiere decir con «ficharle»?
– Que no es un sospechoso, pero siempre aparece en un sitio u otro.
– Siobhain no le contó nada, ¿verdad? No le dijo quién las había violado.
La voz de McEwan reflejaba su exasperación.
– ¿Por qué le protege? No entiendo cómo puede protegerle tanto.
– No le protege a él, se protege a sí misma.
McEwan pensó en ello.
– No lo entiendo.
– Bueno, hay muchas razones por las que la gente no puede contar algo. -McEwan la miraba y la escuchaba con atención-. Puede que a Siobhain la amenazaran mientras la violaban. Hay gente que tiene la impresión de que si lo dice en voz alta, se vuelve real o que implicará a otros si se lo cuenta. Y hay más razones. Siobhain no intenta burlarse de ustedes.
McEwan le dio una calada a su cigarrillo y dirigió una mirada triste a la mesa. Parecía que se tomaba como un reproche personal que Siobhain fuera incapaz de hablar de la brutal violación que había sufrido.
– Bueno, volveremos a intentarlo.
– Creo que no deberían hacerlo -dijo Maureen-. No tiene ni idea por lo que le están haciendo pasar.
McEwan hizo caso omiso de las objeciones de Maureen y se sentó derecho, distanciándose de ella.
– Como iba diciendo, ahora no tiene por qué ponerse a la defensiva. Puede contarnos todo lo que sepa.
– Ya se lo he contado todo.
McEwan miró la lista.
– ¿Por qué no me la dio?
– No tuve ocasión, Joe. No es que usted haya sido muy simpático conmigo y no iba a venir corriendo hasta aquí con la lista para que me dijera que era una gilipollas.