Parecía ofendido.
– Yo nunca le he dicho nada de eso.
Maureen le miró. McEwan era un hombre distinto. Estaba atento y amable. Sus emociones eran auténticas y las desplegaba cómodamente. Le pedía a Maureen que les ayudara sin intentar amenazarla. Se había comportado de una forma insoportablemente hostil pero ahora que no sospechaba de ella, Joe McEwan era casi simpático.
– Lo siento -dijo Maureen-. Siento haberle hablado como lo hice. Se puso muy agresivo conmigo y yo no estaba en mi mejor momento.
– ¿Dónde tiene la lista?
– En casa.
– Iremos a buscarla cuando acabemos. Bien, ¿por qué hizo que le diera una lista y por qué fue a visitar a alguien que estuvo en la sala Jorge I?
– Estoy metida en todo esto -dijo Maureen-. De verdad, Joe no estoy interrogando a nadie antes de que ustedes lleguen a ellos. Hace años que conozco a Siobhain y Martin me dio la lista para que yo se la entregara a ustedes.
McEwan parecía estar molesto de verdad.
– Vamos a buscar la lista -dijo en voz alta. Se levantó, se puso detrás de ella y levantó el abrigo de Maureen de la silla. Lo abrió para ayudarla a ponérselo, le subió el pesado abrigo por la espalda y le puso bien el cuello. Ella se dio la vuelta para coger el bolso que estaba encima de la silla y miró a McEwan con el rabillo del ojo. Esbozaba una sonrisa disimulada, secreta. Joe McEwan había estado fingiendo.
La empleada eventual antipática volvía a estar en el centro para pasarse ocho horas sentada en una silla incómoda. La recepcionista fija, la mujer de mediana edad de pelo canoso, tenía encefalomielitis miálgica y se cogía bastantes días libres. La próxima vez que la llamasen de la oficina de empleo para ofrecerle este trabajo, les diría que buscaran a otra persona. En primer lugar, si no estuviera ahorrando para irse quince días de vacaciones a Corfú, nunca habría aceptado trabajar aquí, por eso no le había importado hacerlo una segunda vez. El vestíbulo tenía corrientes de aire y todo aquel sitio olía al humo asfixiante que salía de la sala de la televisión. Y todavía había otra cosa. Cuando se estaba quitando el abrigo aquella mañana, el hombre retrasado de la radio había ido directo a su mesa y la había intentado tocar. Ella no era enfermera, no tenía la formación adecuada para tratar con chiflados como ése. Había ido a notificarlo a la oficina principal pero les oyó reírse cuando se marchó. Cuando fue a por una taza de té vio a una de las trabajadoras sociales cogiéndole de la mano y hablando con él aparte, como si no hubiera pasado nada.
A la hora del almuerzo, activó el contestador, no fuera que llamara alguien, y salió a la tienda a comprarse una chocolatina y una lata de ginger ale bajo en calorías para animarse un poco. En las reuniones a las que asistía en una asociación para el control del peso le habían dicho que podía comerse una chocolatina siempre que tomara bebidas bajas en calorías. También compró una revista porque tenía un plan: la mesa de la recepción era lo suficientemente alta como para esconder la revista bajo el mostrador y leerla cuándo se suponía que tenía que estar trabajando. Si veía que venía alguien, podía taparla con algo mientras quien fuera se acercaba hacia ella y nadie se daría cuenta.
Antes de llegar al Centro de Día ya se había comido la chocolatina. Cuando volvió a estar tras la recepción, abrió la lata de ginger ale baja en calorías, bebió un buen trago y desactivó el contestador. Abrió la revista y la puso sobre la mesa. Luego, fue deprisa al otro lado del mostrador y se inclinó hacia adelante. Desde allí no se veía la revista. Sintiéndose una persona muy lista, volvió a su sitio y se sentó. Se puso a leer una historia real sobre una funeraria para perros que siempre utilizaba el mismo ataúd y cobraba 200 libras a sus clientes.
Sonó el teléfono.
– ¿Diga? -dijo apática. No contestaron pero oía un ruido extraño y fuerte al otro lado-. ¿Diga? -repitió-. Centro de Día de Dennistoun.
La persona que había llamado colgó. Confusa, colgó el teléfono y al instante, volvieron a llamar por la misma línea.
– ¿Diga? Centro de Día de Dennistoun.
Se quedó escuchando pero nadie contestó. Sólo oía el extraño ruido al otro lado. Estaba tan absorta que no se dio cuenta de que una figura entraba por la puerta más lejana: llevaba una mano en el bolsillo voluminoso con la que sujetaba un móvil. Cruzó el vestíbulo sin que le viera y se dirigió directo a la sala donde Siobhain veía la televisión, sola, sentada en su silla.
La empleada eventual pasó la página de la revista. La policía había exhumado los cadáveres de los perros después de que se lo contara todo un trabajador resentido porque lo habían echado. La dueña de uno de los perros estaba destrozada. Quería que la policía acusara a la empresa de fraude. Sabía que Scamper nunca volvería con ella pero veía a otros perritos y quería contar la historia al mayor número de gente posible para que supieran…
– ¿Qué quiere?
La mujer llevaba la chaqueta mal abotonada y su boca vieja estaba cubierta de una desagradable capa roja de pintalabios. Sonrió y se le cayó la dentadura en el mostrador, que fue rodando hasta el borde para acabar encima de la revista. Estaba llena de saliva y pintalabios y de pequeños trozos de galleta digestiva.
– Márchese -le espetó la chica, que se levantó y agarró a la mujer con fuerza por el brazo. Hizo que se diera la vuelta y le señaló la sala de la tele-. Vamos, vayase ahí dentro.
La viejecita se giró para mirarla, confusa.
– Fuera -le dijo haciendo un gesto con la mano para que se marchara.
La viejecita se fue arrastrando los pies, con el brazo extendido.
La empleada eventual cogió la revista por las puntas, echó la dentadura a la basura y arrancó las páginas donde había aterrizado.
La saliva había traspasado a las páginas siguientes. De todas formas, ya podían ser unas buenas vacaciones.
El hombre sólo había dado un paso hacia ella cuando la viejecita desdentada entró en la sala y dijo hola. Siobhain giró la cabeza despacio. Una leve sonrisa dulce se dibujó en su preciosa cara hasta que sus ojos se clavaron en él.
Maureen abrió la puerta de su piso y entró. Con la parte de abajo de su abrigo tiró uno de los montones de libros. McAskill se agachó para recogerlos.
– Déjelo, Hugh -le dijo-. De todas formas, está todo hecho un desastre.
Amontonó los libros junto a la pared.
– ¿Dónde dejó la lista? -le preguntó McEwan con amabilidad.
– Oh, Joe, está por la cocina -le contestó Maureen, y dejó la bolsa en el suelo-. Oigan, empiecen a buscar. Yo voy un momento al baño.
– ¿Dónde en la cocina? -le preguntó McEwan.
Maureen señaló el caótico recibidor.
– No soy de las que tiene un sitio especial para guardar listas -le dijo Maureen sonriendo, y cruzó el recibidor para ir al baño.
Se sentó en el borde de la bañera y sacó la lista del bolsillo. La dobló con mucho cuidado para que a un lado del pliegue quedara la lista del personal médico de Martin y, al otro, la de las compañeras de sala de Siobhain. Bajó la tapa del váter y pasó la uña por el pliegue hasta dejarlo bien plano. Desdobló la hoja, puso una mano a cada lado y, de arriba abajo, fue separando la lista de Siobhain de la parte superior. Se lamió las yemas de los dedos y las pasó por el borde rasgado de la lista de Martin para eliminar las irregularidades reveladoras. Tiró de la cadena y se lavó las manos.
Cuando volvió a la cocina, McEwan registraba las pilas de periódicos que estaban en el alféizar de la ventana y McAskill examinaba un montón de facturas que Maureen dejaba sobre un estante. Les dio la espalda, abrió el cajón donde guardaba las bolsas de plástico y fingió hurgar en él.
– La he encontrado -dijo, y le alargó la lista a McEwan, que la cogió y la puso a contraluz-. ¿Qué es lo que busca? -preguntó Maureen con inocencia.