– Nada -dijo McEwan pensativo, y pasó el pulgar y el índice por el extremo rasgado-. ¿Este papel era más largo? Me parece recordar que el bloc de notas era más largo que esta hoja. ¿Le han cortado un trozo de la parte de abajo?
Maureen se encogió de hombros.
– No que yo sepa.
– Está un poco mojado.
– Acabo de lavarme las manos.
Maureen acompañaba a los dos policías a la puerta cuando se dio cuenta de que la luz del contestador parpadeaba. McEwan miró a Maureen mientras seguía a McAskill hacia el rellano.
– Carol Brady salió en la tele ayer por la noche -le dijo-. No sé si la vio.
– No -dijo Maureen.
– Bueno, creo que los periodistas volverán a merodear por aquí. Tenga cuidado, ¿vale? -le advirtió, y le sonrió.
– Muchas gracias, Joe -le dijo Maureen y le dio una palmadita en el brazo-. Así lo haré.
Maureen cerró la puerta y esperó a que los policías hubieran bajado un par de pisos para pulsar la tecla de reproducción de mensajes del contestador. Era Lynn, tenía el día libre y le preguntaba si podía llamarla a casa.
Contestó un hombre con acento de Belfast que le dijo que iba a ver si Lynn estaba. Dejó el teléfono, dio dos pasos, llamó a una puerta y gritó algo. Maureen oía de fondo los maullidos intermitentes de los gatos. Se abrió una puerta, oyó dos pasos y Lynn cogió el teléfono.
– ¿Sí?
– ¡Lynn!
– ¡Mauri! ¿Qué pasa? ¿Cómo te va?
– Oh, mucho mejor, Lynn. Gracias por lo del otro día.
– Liam me dijo que te habías cortado el pelo y que estabas guapísima. No se me escapó que nos habíamos visto.
– Bien hecho.
– Oye, me contó lo de que Benny había ido a tu casa y que tenía una llave y todo eso.
– Por Dios, le dije que no contara nada. Es un capullo.
– Sí, tienes toda la razón -dijo Lynn en un tono cariñoso-. Bueno, el caso es que quizá pueda hacerte ese pequeño favor que me pediste.
– ¿El qué?
– La verdad es que no puedo hablar.
Debía de haber alguien cerca.
– ¿Lo del historial médico? -supuso Maureen-. ¿Sabes qué puedo hacer para verlo?
– Quizá pueda hacer más que eso. Quizá te lo pueda conseguir.
– ¿Cómo lo harás?
– Los historiales de Inverness están informatizados y mi prima trabaja allí.
– ¿Podrás averiguar el nombre del médico?
– El nombre del paciente, su dirección, su estado, el tratamiento que recibió y el médico que le atendió.
– Oh, Lynn. ¿Harías eso? Sólo necesito el nombre del médico.
– Si aparece en el historial, mi prima nos lo dirá. Pero ni una palabra a nadie, ardillita, ni a Liam. Podrían ponerme de patitas en la calle por esto.
– ¿Cuándo lo tendrás?
– ¿Dentro de un par de días? Llámame al trabajo el jueves. Por la mañana seguro que me encuentras allí.
Se despidieron con un susurro.
Maureen marcó el número del Centro de Día de Dennistoun. Contestó un hombre. Cuando le preguntó por Siobhain McCloud, le respondió titubeando con una indiferencia tan forzada que Maureen se asustó.
– ¿Es pariente suya? -le preguntó el hombre.
– Soy su prima. Dígame qué ha pasado.
– La señorita McCloud ha… me temo que… -Su voz fue apagándose, como si se hubiera apartado del teléfono para mirar algo. Maureen exigió hablar con la recepcionista. La chica cogió el teléfono.
– ¿Sí?
Maureen estaba a punto de recordarle que había estado allí aquella mañana cuando oyó que se sorbía la nariz al otro lado de la línea. Había estado llorando.
Maureen colgó el teléfono, salió corriendo de casa y paró un taxi en dirección a Dennistoun.
Maureen entró corriendo en el vestíbulo de la recepción. La vieja Gurtie de la dentadura saltarina estaba llorando junto al mostrador Se tapaba la cara con las manos y se había manchado la mejilla y la nariz de pintalabios rojo. Una mujer que llevaba un elegante traje pantalón azul oscuro estaba junto a la puerta de la sala de la tele.
– No puede entrar -le gritó cuando vio que Maureen se dirigía a toda prisa hacia ella. Maureen pasó a su lado. La mujer intentó detenerla: la agarró por detrás del abrigo y la arrastró de nuevo hacia el vestíbulo. Maureen extendió los brazos hacia atrás para librarse del abrigo y entró corriendo en la sala.
Siobhain estaba sentada en su silla, todavía de cara al televisor. Detrás, la salida de emergencia estaba abierta, lo que hacía que entrara una corriente de aire frío en la sala procedente de la callejuela trasera. Un hombre de pelo oscuro estaba sentado junto a Siobhain y le sujetaba una bolsa de papel sobre la cara. Ella la utilizaba para respirar. El hombre alzó la vista cuando Maureen se acercó y le dijo algo sobre una crisis. Maureen se inclinó sobre Siobhain. No podía hablar porque tenía la bolsa sobre la cara, estaba hiperventilándose, pero volvía a estar despierta. El terror se había adueñado de sus ojos.
Maureen dobló las rodillas, se agachó delante de Siobhain y se puso a respirar con ella. Lentamente, volvió a recuperar el aliento y el hombre le apartó la bolsa de la boca.
– Le he visto -dijo Siobhain en voz muy baja-. A él.
El hombre le dijo que Siobhain estaba viendo la televisión y que uno de los otros pacientes había entrado y le había dado un susto. Siobhain se había puesto a gritar y se había quedado sin respiración.
– Se ha exaltado y ha sufrido una crisis nerviosa -dijo mientras le cogía la mano-. ¿Verdad, cielo? -y señaló el vestíbulo de la recepción-. Casi mata a la pobre Gurtie del susto.
Maureen le cogió la mano a Siobhain.
– ¿Quieres ir a casa y echarte un ratito?
Siobhain cerró los ojos y asintió con la cabeza.
El hombre del pelo oscuro la ayudó a ponerse la cazadora. Maureen cogió su abrigo de las manos de la mujer del traje pantalón y agarró a Siobhain del brazo. Salieron del Centro de Día.
Podía tratarse de un recuerdo del pasado; era improbable que el violador hubiera entrado en el Centro a plena luz del día. El personal no había visto a nadie en la sala exceptuando a Gurtie. Por su propia experiencia con los recuerdos del pasado, Maureen sabía lo difícil que era diferenciarlos de la realidad y sabía que la tensión podía desencadenarlos. Quizás este episodio fuera un efecto secundario de la entrevista con Joe McEwan. Maureen echó un vistazo a la calle para ver si veía algún peatón o algún coche ocupado. El único coche que había era un Ford azul, pero dentro había dos personas y estaban hablando tranquilamente.
Maureen y Siobhain caminaban despacio y torcieron la esquina.
– No fue Gurtie -susurró Siobhain.
– Sé que no fue Gurtie a quien viste, cariño. ¿Puedes decirme su nombre?
Siobhain se dobló hacia adelante y se quedó rígida. Cerró con fuerza los ojos y vomitó trozos blancos de pan y escupió sobre sus zapatos.
Maureen la ayudó a ponerse derecha.
– Lo siento, Siobhain, lo siento.
Maureen se paró junto al bordillo y esperó a que el tráfico se detuviera para cruzar hacia la cabina, pero Siobhain le tiró de la manga.
– Iba a llamar a Leslie -le dijo Maureen.
– A casa -dijo Siobhain-. A casa.
– Pero no puedo estar contigo todo el día y creo que alguien tendría que hacerte compañía.
Siobhain no le hizo caso y siguió tirándole de la manga.
– A casa -repitió, y siguió caminando hacia su casa.
En el vestíbulo había un niño pequeño que llevaba un corte de pelo de doble capa y sujetaba una pelota de fútbol. Llevaba una camiseta del Manchester United. Se pegó contra la pared para dejarlas pasar y se quedó mirando a Siobhain mientras ésta subía las escaleras arrastrando los pies. Cuando acabaron de pasar, el niño se puso a jugar de nuevo: le daba cabezazos a la pelota contra la pared del vestíbulo. Intentaba que la pelota no tocara el suelo y dejaba marcas de barro redondas en la pared color crema. Tendría seis o siete años, era demasiado pequeño para salir solo.